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A lo mejor también hui de esa vergüenza

En esos años, mi padre y su hermana vivían sin el sustento de su padre, Luis Fierro Cabello, mi abuelo, primera generación de chilenos, de padre español nacido en Ronda (fallecido a los 52 años en el año 48). Él había desaparecido de sus vidas, los había abandonado, o lo abandonaron a él, difícil saberlo, cuando esos detalles vergonzosos, humillantes, se escondieron y cuando ahora ya todos están muertos. El rompimiento se produjo después de la amputación de sus dos piernas que transformó a mi abuelo en un perfecto inútil. Todo comenzó con una accidente jugando al fútbol. Se hirió una pierna que pronto se le infectó. Con los días se le transformó en una gangrena que le afectó las dos piernas. Sobrevivieron con su madre, mi abuelita María (fallecida a los 70 años, en el año 67) y de allegados en la casa de parientes, como la de tía Isabel (fallecida de 89 años, en el año 92), en una casa donde los quesos y jamones llegaban con los apellidos de otros, pero no para ellos, los hijos de un alcohólico, de un flojo en silla de ruedas, ¿un gay?  

Según el registro de matrimonios de la circunscripción de Santiago, mi abuelita María se casó con Luis Fierro Cabello, de 22 años, a las 11 de la mañana el 22 de marzo de 1914, cuando tenía tan solo 16 años de edad, es decir cuando todavía jugaba a las muñecas. Difícil imaginar un matrimonio exitoso después de conocer las edades que tenían al casarse. Lo hicieron en la casa de ella que todavía existe, ubicada en Esperanza 1265, Santiago.

La foto muestra que la familia de mi padre se esforzaba por mostrar porfiadamente una vida con futuro y sin problemas económicos. Las ropas y encajes y cintas blancas que lucía mi tía Maruza, en su primera comunión (fallecida a los 81 años, en el año 96) dan cuenta que con esfuerzo trataban de mostrar prosperidad, de que todavía eran capaces de cumplir con los ritos de una clase social que les empezaba a dar la espalda, o que les dio siempre la espalda.

Al ver y tocar los retratos antiguos, los que todavía guardo en el subterráneo de mi casa, aquí en Michigan, me transporto no solo a otros años, pero también hacia esa tensión social de esos tiempos en Chile, y que se duplicaba en una tensión fuerte adentro de nuestra propia familia. Por un lado estaba mi padre (fallecido a los 85 años, en el año 2002), con su familia más humilde, más secreta, más escondida, frente a la familia de mi madre,(fallecida a los 93 años, en el año 2020), ya sin dinero, sin fundo o propiedades, pero de apellidos gloriosos, rimbombantes, de “gente como uno”, que habían “hecho algo” en el pasado, pero donde las generaciones posteriores, ya mostraban sus manchas, su inacción, cierta flojera, donde tenían poco que lucir. Vivían de la leyenda y un reconocimiento social antiguo que todavía los iluminaba y los sostenía cuando lo buscaban con fuerza. Mi madre provenía de una familia dueña de un gran fundo en Talca, que se llamó “La Sagrada Familia”. Con el tiempo, el bienestar económico de los descendientes fue cambiando y dejó de ser como era antes. La economía del conocimiento técnico se abría camino y le quitó espacios a esa economía basada en la agricultura y el ganado. Mi madre me recordaba que en esos años, los médicos entraban por la puerta trasera de la casa. Tener una educación profesional, me decía, un título académico, no ofrecía ventajas; solo lentamente y con el tiempo esa  nueva economía empezó a cambiar la sociedad.  En una carta mi madre me comentó sobre esos antepasados y su historia cuando visitaron esas tierras junto a dos hermanas:

El pueblo Sagrada Familia es limpio y modesto, calles rectas con una plaza al centro con árboles y palmeras y una Iglesia. Detrás de la Iglesia corre un canal y más atrás el cementerio.

Ven retratos antiguos y escarban en los archivos de la Iglesia donde se enteran de la hija natural de una tía soltera, Amelia Correa, algo que ellas no habían sospechado nunca. Horror para mi tía Oriana, que jamás imaginó un tropiezo así de su querida tía:

En una foto antigua estaba mi papá, un hermano y mi abuela (Milagros Urzúa Labbé) en un patio con pilares y plantas. Ese debe ser ahora el patio de la Iglesia. Lo reconozco porque es hundido como en la foto. Me explico. La puerta de la Iglesia estaba cerrada, subimos unos peldaños altos para ver al cura en su oficina. Como no estaba nos dedicamos a ver los libros de nacimientos con sus muertes y bautizos. Los anteriores a 1908 están centralizados en Talca o Curicó, no recuerdo bien. Mirando leí el bautizo de una hija natural (en 1909 o 10) de Amelia Correa (mi papá tuvo una hermana de ese nombre), así es que la Oriana se enojó mucho, le pareció una calumnia pensar que la tía Amelia, tan buena, hubiera tenido un hijo así, de esa manera.

Recorren, y redescubren ese territorio antiguo que antes fue de su familia, pero para ellas era demasiado nuevo, hasta que llega el sacerdote:

En eso llegó el cura, un buen hombre, joven, como para cantarle “Cura de mi Pueblo,” esa canción tan linda que todos recordamos. Nos mostró la Iglesia, muy orgulloso de estar cambiando las viejas maderas del entablado de la galería abierta que rodea al jardín, pero todo muy antiguo. Creo que la Iglesia es posterior a cuando mi abuelo vendió el fundo en 1911. No pudimos ver las piezas que rodean el jardín, creo debe haber sido la casa del fundo, porque mi papá contaba que por detrás de la casa corría un canal donde los metían al agua cuando los bandidos asaltaban el fundo para que los ladrones no los vieran. Ahí también enterraban la platería. Vi después el canal de aguas tranquilas con sauces como para bañarse en el verano. Creo que esa era la casa del fundo, y la plaza era su parque. Al otro lado de la Iglesia está ubicado el camino al cementerio. 

Se reúnen con una antepasada, María Gamboa, que todavía parecía atesorar la vida de esos años:

La María Gamboa, prima del papá cuyo marido, un señor Baquedano (se suicidó) quiso matarla a ella y sus dos niñitas (son más o menos de mi edad). Las conocí cuando chicas, ahora están casadas y con nietos. Esta María Gamboa me contó que su tío, mi abuelo (Nicolás Correa Ruiz de Gamboa), era estupendo y vivía muy bien, pero no trabajaba nunca, era alérgico a las responsabilidades, y vendió el fundo cuando se cansó. No recordaba en cual Iglesia lo enterraron.

Esa opinión concuerda con la expresada por mi padre en una carta donde me habla de mi abuelo, Augusto, donde cuenta que fueron bastante casuales para prepararse y estudiar. Recuerda también otra casa de su infancia, una ubicada en Quilpué:

El tiempo pasa y lo borra todo. Me acordé del sitio en que estuvo la casa de mi abuelo Ramírez (doctor José Agustín Ramírez Gómez casado con Ema Ossa Cuevas)), arrendada para el liceo de Quilpué. Se quemó como pronosticaba mi madre que así pasaría, para transformarla en calle. Todos los jardines rodeados de ladrillos habían desaparecido, solo quedaba a un costado la gran palmera y por ahí dos ciruelos, uno que daba ciruelas blancas y el otro rojas. De los parrones no quedaba nada, eran veredas peladas. De la gran casa, nada, ni siquiera los desniveles del terreno que era lo que más me gustaba, con caminos y arcos de palitos blancos con rosas trepadoras. Quilpué tenía algo de Alemania, una imitación de los jardines berlineses.

Lo interesante es que estos antiguos familiares le “conocían la historia” a mi madre, y mientras la atendían y conversaban y le ofrecían cafecito, o probaban galletitas, parecían releerle también unas notas que habían acumulado a lo largo de los años, como su afiliación política:

Volviendo al viaje al sur. La Iglesia (hoy completamente destruida después de un terremoto) donde tendría que estar la virgen con el pelo de mi abuela, estaba destruida y con los portones cerrados, sin techo, y por lo ventanales se divisaban las pinturas claras de las paredes. Con esa prima del papá (María Gamboa), muy viejita, fuimos al fundo de los Gamboa. Uno de estos primos es alcalde, otro administra el fundo de ellos, porque el primo de mi papá, su padre, está semiparalizado. No estuvo muy simpático de que su tía viviera en Talca y no en Santiago con sus hijas….también que son ultra derechistas y ellos saben más de nosotros que nosotros mismos. Parece que como yo salí en los diarios cuando fui al sur con Olaya, durante la campaña presidencial de Tomic, resulto medio culpable del allendismo. Había otra señora muy dije, su madre, y otra hija separada con varios hijos que iba a dejar y a buscar al colegio en Talca, por un camino infernal de piedras y calaminas; más de 50 minutos así. También ellos se encargaron toda la vida de un hermano sordomudo de mi papá, Máximo, y lo querían mucho. Además, parece que mi papá debió haber sido más modesto –viviendo de su jubilación- y sin embargo hablando siempre de sus hijos, yernos y nietos, tan estudiosos. Allá sólo tiene valor el número de hectáreas que se posee y ser bien derechista.

Recorren el cementerio y tratan de redescubrir ese paisaje que ya se había terminado. A lo mejor, para ella, esa fue otra manera de escribir: 

El cementerio era parecido al del Totoral, con un solo Mausoleo, y con solo un hoyo en el centro. El cuidador dijo que un tal Filo o Fito, o algo así, vendía las lápidas y los cajones finos y nos mostró un hueserío en el hoyo del mausoleo tapado con tablones. Era todo tan triste que no me acerqué a husmear. No sé los nombres de los árboles, pero todo el lugar era fresco y sereno.

Y regresa hacia el presente con algo de remordimiento:

Lo que más sentí fue ir al sur con veinte años de atraso. Oriana me contó que una vez el papá tomó el tren al sur, y cuando llegó, llovía en la Estación y tomó el tren de regreso de inmediato.

Creo que a muchos les sucede o les sucederá algo parecido. Siempre se llega a un punto donde se trata de penetrar nuevamente en el pasado para terminar tomando “el tren de vuelta”. Los recuerdos a veces son así, demasiado subjetivos, y morfan, cambian de dirección, de apellidos, se visten de colores diferentes y destruyen esa imagen que uno guardaba como algo tan preciado. Finalmente se despide con unos consejos adicionales sobre la escritura:

Ayer estuve buscando libros sobre árboles. Sé que Enrique Lafourcade los usa para nombrarlos apropiadamente. No encontré ninguno, pero hoy iré a otra librería, si lo encuentro te lo enviaré.

Ximena

En mi casa palpé esos dos mundos en conflicto, esos dos universos que fueron como dos ventanas que nunca se abrieron al mismo tiempo porque había un impedimento físico al abrirlas, donde desde las murallas opuestas en que estaban ubicadas, hacía que chocaran los marcos desparramando los vidrios molidos sobre el suelo. Cuando pequeño conocí esos dos mundos, esa tensión en el matrimonio de mis padres, donde se mezclaron los genes, pero no las intenciones, no los cumpleaños de las dos familias reunidas, porque no se combinaron las salidas a un parque o a la playa de Algarrobo, la casa de verano que teníamos en ese entonces en Los Claveles 1984, para disfrutar de un día feriado o de descanso. Por el lado de mi padre, que representaba a los humildes, los sin historia y tradición, pero que tiraba para arriba gracias a su educación, ninguno de ellos conoció esa casa. Y nuestra casa de Santiago, ubicada en Avenida Suecia 1521, la conocieron apenas, porque la madre de mi papá nunca la visitó, solo vimos a su hermana Maruza y en contadas ocasiones, cuando llegaba apurada y como pidiendo permiso, disculpándose con sus visitas a contrarreloj. Ahí percibí violencia, pero una violencia soterrada, escondida, cubierta por las convenciones y la palabrería fácil de una buena crianza que asfixiaba. Quizás por ese motivo mis textos florecen desde un pozo de melancolía, una melancolía que nace por lo que hice hace ya tantos años (y que no resultó) y por lo que no pude hacer, o no quise hacer, no se me ocurrió, o no me dejaron (y que podría haberme resultado).

¿Hui de esa lucha, de esas dos castas sociales, cuando encaminé mis pasos fuera de Chile?

¿Hui de esa tensión, de esa pulsión que no entendía, que no sabía cómo manejar adentro de nuestra casa?

Todavía recuerdo con pena (¿humillación? ¿Vergüenza ajena?) cuando el padre de Pilar, mi esposa, visitó por primera vez la casa de mis padres en Santiago. Llegó tan nervioso a saludar a mi padre, que le dio un ataque de diarrea fulminante. Todavía recuerdo el alivio que sentí cuando Hernán Herrera, el padre de Pilar, profesor de Liceo, sacó a colación un médico amigo que mi padre reconoció sin demora. Respiré aliviado, y poco faltó para que destapáramos una botella de champagne y nos pusiéramos a celebrar todos abrasados. Mi madre nunca bajó del segundo piso de la casa.

¿Hui también de esa vergüenza?

El retrato está sin fecha. En el reverso mi padre escribió lo siguiente:

Cristiancito.

Te mando esta foto de nuestra comunión con mi hermana Maruza. Solo tengo confianza en ti en que no se pierda, o la boten a la basura tus hermanos.

Con cariño.

Tu papá.

No entiendo por qué mi padre creyó que a mis hermanos no les interesaría ese retrato. A lo mejor cuando escribió la nota estaba “bajoneado”, alejado de la vida activa y se sentía solo, o alguno de ellos no quiso acompañarlo para visitar a su hermana, enferma en su departamento ubicado en Plaza Italia. Recuerdo que me la mandó por correo como preparando sus papeles, despidiéndose del mundo. Según mi padre, mi tía se ve congestionada porque venía saliendo de una fuerte gripe. Él se ve muy parecido a mí, y eso me asusta, me compromete, me pide lealtad. Cuando lo critico o hablo de él de esta manera directa, descarnada, siento que también estoy ahí, en ese mundo de contradicciones, y veo que enjuicio también a Cristián Fierro.  

Lo que se publicó en el diario al fallecer mi abuela, Oriana, resume o muestra ese conflicto entre las dos familias, el de una clase social conservadora, pero de capa caída, que mostraba sus falencias y deterioro, frente a la otra, representada por el conocimiento técnico y mi padre, un reconocido neurocirujano, que encaraba lo desconocido, las incógnitas de un mundo nuevo, el de un recién llegado a Chile, sin tradición, pero que empezaba a mostrar un rostro con futuro.

Señora Oriana Ramírez Ossa de Correa 9 de Diciembre de 1972

A una sentida expresión de afecto dio lugar la celebración de la misa funeraria en memoria de la distinguida señora Oriana Ramírez Ossa de Correa, fallecida el jueves último en Santiago. La ceremonia tuvo lugar en la iglesia del Convento Victoria, de esta capital, en la que los familiares de la extinta, recibieron condolencias de sus numerosas relaciones, antes del traslado de los restos de la señora Oriana Ramírez Ossa a Valparaíso, donde fueron sepultados ayer. Despidieron el duelo en la capital el Dr. Juan Fierro y su esposa, Jimena Correa Ramírez  de Fierro, junto a sus hermanos y otros miembros de la familia.

El lamentable fallecimiento enluta a tradicionales familias de Valparaíso, Curicó y Talca; la extinta estaba ligada por ascendencia al héroe Eleuterio Ramírez y al esforzado industrial José Santos Ossa. Los atributos intelectuales de la señora Ramírez Ossa la hicieron sobresalir en el medio en que le correspondió actuar, y su temple moral se reflejó en la formación de sus seis hijos: María Oriana, María Jimena, Emma Mónica, María Liliana, Raúl Agustín, y Jaime Augusto, quienes le dieron la satisfacción de verse rodeada por dieciocho nietos, formados en el ejemplo de sus antepasados.

En el texto se mencionan esas glorias pasadas tratando de mostrarlas con un brillo porfiado, como ese “industrial José Santos Ossa”, el descubridor del salitre en Chile. Lo curioso es que incluso él, ya arrastraba incógnitas que la familia no deseaba ventilar. Una prima cuenta que tía Adriana, hermana de mi abuela, estuvo con ataques de furia al leer la nota del periódico porque José Santos Ossa había sido un hijo natural, un descuido de un Ossa, un guacho. Lo mismo ocurrió con la Desideria (Ana González), que también fue hija natural de otro Ossa, probablemente de un tío de mi abuela. Ella estaba muy sentida porque La Desideria tenía un anillo de la familia obsequiado por su padre biológico.

Cuando pequeño muchas veces acompañé a mi madre a la casa de mi abuelita Oriana, ubicada muy cerca de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en el barrio Bellavista (Antonia Lope de Bello 42). Lo mismo hice con mi padre cuando iba a ver a su madre, mi abuelita María, a su departamento vecino a Plaza Italia, en Vicuña Mackenna 1312. Un departamento esquina, en el primer piso. Fueron turnos distintos, pero simétricos, salía con mi madre o con mi padre a casas diferentes y nunca con los dos en el mismo auto. Las obligaciones estaban delineadas; mi madre iba a ver a la abuelita Oriana, y mi padre iba a ver a los suyos. Con mi madre pasábamos a verla de día, cuando había algún trámite que cumplir el cual aprovechábamos para pasar a verla. Recuerdo que al final de esas visitas, mi madre le dejaba dinero al despedirse. Se tocaban las manos y ocurría el intercambio, un billete arrugado que mi madre, con movimientos rápidos depositaba en la palma de la mano de mi abuela. Eran maniobras disimuladas que uno, siendo niño, las  captaba bien porque ocurrían a la altura de mis ojos. Luego venía el gesto de mi abuela al aceptarlo, una mueca triste, seguida de un contacto visual, pero sin mucha palabra para que yo no lo notara; pero lo notaba. La casa tenía una distribución improvisada, dos cuartos hacia un lado y un pasillo con un techo de vidrio que siempre se llovía. Recuerdo las ollas y tarros que mi abuelo distribuía para combatir goteras. No vivían bien, o no vivían de manera holgada. En ese sentido ellos vivían con más necesidades que los abuelos por parte de mi padre.  A lo mejor de ahí proviene también esa antipatía que les demostraba mi madre, ese desprecio, ese ninguneo que ejercía al ignorarlos. Le tiene que haber aumentado ese terror a la pobreza, ese susto que tenía de quedarse sin nada para la vejez, y soportando todo tipo de indignidades y humillaciones. ¿Tendría ella que aprender a mover tarritos para soportar la lluvia inclemente durante los inviernos? Tiene que haberle herido ver como su suegra, una Morales viuda de Fierro, es decir una don nadie, un pajarraco suelto por Vicuña Mackenna, viviera mejor que su madre, una Ramírez Ossa de Correa Urzúa Ruíz de Gamboa, y que en días de mal tiempo tenía que mover tarritos para soportar la rigurosa lluvia santiaguina. Comprobó en carne propia, que los grandes apellidos y linajes rimbombantes no servían para combatir goteras.

Las visitas con mi padre fueron de noche, cuando lo acompañaba para ver enfermos a domicilio al final del día. Llegábamos al departamento de mi abuelita María, y estaba todo en silencio y cubierto con una luz agonizante que se colaba apenas por unos postigos gruesos. Ahí vivía junto a mi tía Maruza y su marido, mi tío Pepe Agliati (que tuvieron un hijo gay, muerto joven y que nunca pude conocer), que también era médico, pero un desconocido al compararlo con la fama, los pergaminos de mi padre. Todavía recuerdo nuestros viajes de fin de semana hacia Algarrobo, cuando nos deteníamos a medio camino en restoranes para descansar y probar un sabroso sándwich de lomito. En una de esas escalas, caminando por el estacionamiento, recuerdo con claridad cuando alguien le gritó a sus amigos “ahí va Fierro, ahí va Fierro”, al reconocer a mi padre que se escabullía con toda su gloria y reconocimientos hacia la entrada del boliche. Mi tío Pepe tenía una consulta cerca de su departamento donde en la recepción, unos anaqueles mostraban una colección de autitos miniaturas, los conocidos matchbox. Los acompañaba una empleada, Teresa, que vivía con ellos. Ella siempre me recibió con cariño, con una voz ronca, pasada a tabaco y con una barba y pelos locos desparramados sobre su rostro, los que nunca se afeitó, quizás porque ya no los veía. Recuerdo el parqué del suelo reluciente, siempre brilloso y encerado, que iba bien con el silencio del departamento. Ella estaba siempre en cama, enferma de un cáncer estomacal. Respondía a las preguntas de mi padre con interés, a lo mejor con la esperanza de que poco a poco llegarían días mejores, días que nunca le llegaron.

En el texto, las nuevas generaciones, las que comenzaban a mostrar su valor en la nueva economía y en la sociedad chilena están representadas por mi padre, que pese a no tener ilustres apellidos, en la nota del periódico sale a colación como el personaje que la despidió en Santiago: “Despidieron el duelo en la capital el Dr. Juan Fierro y su esposa, Jimena Correa Ramírez  de Fierro, junto a sus hermanos y otros miembros de la familia.” Imagino que desde el punto de vista de los parientes que teníamos en La Sagrada Familia, o Valparaíso y Viña, quien despidió los restos de mi abuela en Santiago había sido un roto recién llegado a Chile, mi padre. Y según la visión de las nuevas generaciones que comenzaban a mover la economía, como mi padre, los restos de mi abuela habían sido despedidos en Valparaíso por tipos buenas personas, pero en retirada, que se esforzaban más en mantener un apellido que encaminar sus pasos hacia el trabajo y un futuro mejor. 

El escrito que sigue, fue la respuesta que me dio mi padre cuando le consulté sobre mi tata Augusto, el marido de mi abuelita Oriana, donde se ríe de su “estatus de aristócrata” que logró al casarse con mi madre:

En tu última carta haces preguntas precisas sobre tu abuelo, Augusto Correa Urzúa. Desconozco si tu mamá te va a contestar, pero de todas maneras yo quiero darte mis impresiones sobre él. A lo mejor son injustas, pero te lo cuento simplemente como yo lo vi vivir.

Don Augusto nació en Talca o Curicó, pero no se sabe con certeza cuál fue la ciudad porque en esa época no había Registro Civil y las inscripciones o nacimiento se hacían en la parroquia o Iglesia cercana que la familia escogía como más apropiada. Él fue inscrito como Augusto Correa Urzúa y tuvo once hermanos, uno de los cuales fue sordomudo y con el cual don Augusto se entendía muy bien.

Tu abuelo fue una buena persona, y creo que conscientemente no le hizo daño a nadie; pero de la misma manera tampoco le hizo el bien a mucha gente. Como eran personas adineradas y de la sociedad de ese entonces, al casarme con tu mamá, no heredé un peso, pero si heredé la aristocracia que ellos pretendían tener…… aunque me hubiera gustado mucho más heredar algo de fortuna. Cuando uno de sus hermanos estaba en edad de estudiar, lo mandaban a Santiago y financiaban su estadía vendiendo un fundo cada año. Al final nunca exhibían certificado o título universitario alguno, y la carrera se prolongaba hasta que sus padres simplemente se aburrían y perdían la esperanza. Esto se tradujo en que ninguno de ellos llegara a ser un profesional con título, y así fueron empobreciendo a la familia entera. Don Augusto, por supuesto, no estudió ninguna carrera universitaria y solo asistió algunos años al colegio lo que le permitió ingresar a la empresa de Ferrocarriles del Estado. Ahí no alcanzó una buena posición, y después de muchos años jubiló pobre y sin dinero. Como era aficionado a las carreras de caballos, la poca plata que le dieron de desahucio la perdió y lo que le quedaba se la robó un juez de toda confianza y amigo de la familia. Él le prestó dinero bajo palabra de honor, y con la promesa de que se lo devolvieran con un interés importante. Por supuesto, ese compromiso de palabra nunca se cumplió y el prestigioso juez falleció sin devolverle un peso a nadie. Dada la precaria situación económica, como tú lo sabes, la mamá se trasladó a vivir a una galería de la calle Siglo XX (renombrada como Antonia Lope de Bello), en Santiago, donde la conocí. Después de un tiempo nos casamos y vivimos con ellos durante algunos meses. De allí nos trasladamos a la casa de El Bosque y después a la de Avenida Suecia 1521, lugar donde nacieron la mayoría de tus hermanos. En realidad, no nacieron en la casa, sino que en la Clínica Santa María, y de acuerdo con mi status de aristócrata. El único que no nació en esa Clínica sino en el Hospital Salvador y en una pieza chica fue Alberto. Esa decisión fue tomada porque el doctor Tisné atendía en ese hospital y me dijo que no me iba a cobrar y nosotros por nuestra situación económica quisimos aparecer modestos. Pagamos por una pieza fea, con ratones, baratas, catre despintado y con unos muros rayados con frases de enfermas que habían estado ahí antes, aunque eran recordatorios escritos sin obscenidades. Eso para nosotros era suficiente.

Si los dos no hubiesen arrancado con tanto terror del pasado habrían logrado más libertad.

¿Cómo terminaron mis padres? Porfiadamente mostrando sus ataduras y falta de libertad hasta los últimos instantes de sus vidas. Muy atados a lo ocurrido en el pasado de ellos. Los dos se negaron a mirar hacia atrás y confrontar sus raíces y mostrarlas sin vergüenza. Mis padres toda su vida arrancaron de las humillaciones que llegan con la pobreza, las penurias de un dinero a goteras que apenas da para vivir.  Por eso entiendo la felicidad de mi madre, cuando mi padre falleció y no hubo más gastos para atenderlo. Estaba radiante y no paraba de hablar, como si hubiese evitado una tragedia -¿la indigencia?- o como si hubiese evitado las penurias de vivir bajo el dinero de otros, sometida por nueras indeseables, o de los hijos para poder sobrevivir en cuartos arrendados y con muros de pintura descascarada. Siento que los dos arrancaron exitosamente de la pobreza, pero siempre siguieron sintiendo una vergüenza, a lo mejor fue la vergüenza de pertenecer a esa casta de los que vivían mejor, de los que podían viajar y dominar, o tener una casa propia en la playa, mientras antepasados y contemporáneos de ellos la seguían pasando mal y eran dominados. Cambiaron una vergüenza por otra. Mi madre hablaba mucho de las empleadas, la injusticia que se cometía con ellas, pero era muy poco lo que se hacía para que eso no fuera así.

A lo mejor también hui de esa vergüenza.

Mi abuelita María trató de reescribir su historia, y se presentó como una mujer casada hasta el final de sus días. Eso se ve claramente en el ataúd del mausoleo, donde se despide como María Morales Vda. de Fierro. Lo importante era la imagen, que todo Santiago se enterara que ella había sido viuda hasta la muerte, y no una separada cualquiera, no una divorciada de pacotilla buscando hombres.

Su marido, mi abuelo, no descansa lejos. La acompaña en el mismo cementerio, pero en un sitio que se asemeja a una fosa común. Su nombre está escrito a mano, con brochazos de pintura negra que lo hacen invisible.

A lo mejor también hui de esa vergüenza.

¿Quién terminará cuidando el retrato de mi padre?

FIN

-Luis Fierro Cabello, 11 de Junio1894 – 14 de Julio 1948

-María del Rosario Morales Puelma, 20 de noviembre 1897 – 28 de septiembre 1967

-Isabel del Carmen Morales Puelma, 5 Nov 1903 – 19 de enero 1992

-Tía Maruza. María Josefa Adelaida Fierro Morales 5 de abril 1915 – 25 de abril 1996

-Juan Luis Fierro Morales, 1 agosto 1917 – 14 enero 2002. Según el registro de nacimientos en la circunscripción de Santiago, mi padre nació a las 5 de la mañana en su casa, Esperanza 1265, Santiago. Una propiedad que todavía existe. Se la puede ver en Google Maps.

-Ximena Correa Ramírez, 1927-2020)