Algarrobo era a veces la televisión. Partíamos con mis padres en un fin de semana cualquiera, en ese Chevrolet rojo, aletudo, y que ahora solo veo en los shows de autos históricos aquí en Detroit, Michigan. Llegábamos después de varias horas al balneario. Era un viaje largo y tortuoso, y donde al pasar por Isla Negra, veíamos la casa vecina a la de Neruda, que habíamos arrendado un verano, antes de que mis padres construyeran la casa de Algarrobo. Recuerdo con felicidad unos patos que entraban y salían de la propiedad a través de un hoyo en el enrejado. En ese tiempo Neruda era un vecino cualquiera que escribía versos, todavía no había ganado el premio Nobel.
Al llegar a nuestra casa se me acentuaba esa sensación de lejanía cuando encendíamos la tele, un aparato de plástico, Motorola, que captaba una señal muy débil. La pantalla gris repentinamente se llenaba de puntitos blancos que pronto se evaporaban cuando captaba algo de afuera, una señal anémica, misteriosa que me llenaba de felicidad. Esa señal me empujaba a soñar porque me hacía sentir lejos, aislado, como si estuviera en otro lado, casi escondido de la civilización. Mi madre todavía no se había perdido en los laberintos de una vejez triste y solitaria, agria, como esos vinos baratos que con los años añejan mal. Pero en ese tiempo todo era distinto, ella buscaba vernos contentos, felices, en una actitud que la llenaba de alegría cuando reíamos y celebrábamos. Una amiga de ese tiempo, la recuerda en un e-mail que me mandó después de leer un texto triste que escribí sobre mi madre ya anciana, marchita, con esa actitud poco generosa que mostró pocos años antes de morir: “me acuerdo de nosotras muy chicas en Punta de Tralca. Nos llevó tu mamá. Ella vestía una túnica o caftán, y, allí en la playa con los brazos abiertos y mucho viento gritaba, ‘quiero ser feliz’ mientras nosotras saltábamos de gusto sobre la arena. Qué feroz es la vejez y la muerte de los padres.” Lo triste es que después, con los años, todo eso cambió, crecimos, nos hicimos adultos, y como que empezó la competencia, hubo filtros entre nosotros, se interpusieron otras gentes, otras familias que ella no había escogido ni aceptado, como nuestros amigos y parejas.
Encendíamos la tele, y ese pequeño mundo nuestro, de Santiago, hacía su entrada en Algarrobo, pero cuidadosamente, con filtros, con una nieve de puntitos blancos, titilantes, que nos entregaba la pantalla. Me gustaba luchar contra esos filtros, con esa señal mala. Movía la antena, la orientaba, le colgaba un alambre (que antes había sido un colgador de ropa), y a veces funcionaba, nos dejaba ver El Santo, Los Invasores, o Hawái Cinco Cero, seriales populares en esos años, y que nos llegaba como desde otra dimensión. Después, y con el tiempo, eso también cambió, y ya no hubo problemas para escuchar muchos canales y de todo el mundo. Pero ahora desde Michigan, a veces, y en días de tormenta, la señal en nuestra tele empeora. Mis hijas condenan, Camila se enoja, Sofía la apoya, y llaman al servidor, pero a mí me ocurre lo contrario, disfruto de ese desperfecto. Mientras ellas tratan de explicarse el problema, yo lo disfruto, me gusta la mala señal, imagino que nuevamente estamos lejos, distantes, que nadie se ha movido. Y entre sueños y alucinaciones, entre los reproches de mis hijas, entro nuevamente a mi casa de Algarrobo, -una casa que sentía como nuestra- y veo a mi madre, que está anciana, disminuida, pero que sonríe al verme. Salimos en un auto, un Honda gris, hacia Punta de Tralca donde al llegar, veo que salta de gusto frente al mar y nos grita que ha sido feliz, “he sido feliz, Cristián”, y que está contenta, dichosa, como en esos años de Algarrobo. Y yo vuelvo a ver esos patos que entraban y salían de la propiedad a través de un hoyo en el enrejado, un hoyo en el tiempo, y la acompaño y me largo y corro por la orilla de la playa gritando que quiero ser feliz.