Una radio con recuerdos

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        Nuevamente salimos en hacia una caminata larga por el barrio junto a nuestro perro Copo. Nuestro vecino, ya viejo y solitario, ha logrado entablar una amistad bien correspondida por el Copo. Apenas pasamos por su casa, Copo tira de la correa, olfatea, tira nuevamente y se mete sin permiso a su garaje para saludarlo y exigirle el pequeño regalito que él siempre le tiene por ahí escondido. A esta hora de la mañana él ya está instalado frente a una improvisada mesa destartalada, junto a su café, y en espera de ese nuevo día donde probablemente es poco lo que hará aparte de hundirse en recuerdos y conversaciones ya olvidadas. Hoy esperaba a Copo con una bolsita de galletas que este le aceptó gustoso. Por un momento se saludan, -Copo le mueve la cola, mientras él le mueve y le sacude el rostro- y por un momento los dos se encierran en su propia burbujita hermética que uno respeta con cuidado para no romperla. Nos despedimos, mientras él le sigue mandando piropos a la lejanía.

            Pronto parto nuevamente hacia Alemania por asuntos de trabajo. Luego nos tomaremos una semana de vacaciones con Pilar que vendrá de Detroit, junto a Sofía que vendrá de Vermont, y Camila desde Nueva York. Después de mi trabajo nos quedaremos una semana extra donde visitaremos Colonia, Berlín y Praga; todavía nos falta arrendar el auto. Y en un experimento que no habíamos intentado nunca nos juntaremos con un excompañero de colegio, Juan Pablo Molestina, en Colonia. Desde mi época de los 70, más de 40 años, que no nos vemos. Será como un viaje “atemporal” a las cavernas de otro tiempo, hacia una época que ya se fue y que tanto nos marcó. Por lo general creo que recuerdo poco, soy débil para recordar nombres, apellidos, pero repentinamente, mientras lavo un vaso de vidrio, ordeno mi oficina, tropiezo con una radio antigua que me sorprende con la melodía de una canción añeja, o una foto del patio de mi casa de esos años, saltan los recuerdos como si se rompieran una represa. Para mí los 70, fueron años de tensión, sobre todo para un niño (?), un joven (?), mirón, tímido, y que se despaliba lentamente para entrar a regañadientes al mundo adulto.

            Al poco rato de llegar del paseo junto a Copo, bajé al subterráneo de la casa donde me topé con esa radio de la foto, y que me abrió las compuertas del recuerdo. Por las noches chilenas, cuando ya se hacía tarde y me acostaba rendido sobre la cama junto a mi gato regalón, encendía esa radio onda corta y sintonizaba el programa que llegaba de Moscú, Escucha Chile. La recepción no era buena porque los servicios de inteligencia interferían la señal para que no la pudiera escuchar nadie. La radio era una Grundig que le compré al padre adoptivo de otro amigo de colegio, Luis Nieto. Ahora es una reliquia que todavía sobrevive a los años y los cambios de continentes, pero en esos años la recepción de ondas lejanas era excelente. Es una radio que me acompaña fielmente a través de mis trasteos por el mundo. Recuerdo claramente esa noche en nuestra casa de Santiago. Ya casi todos dormían cuando por la Grundig y en le programa Escucha Chile, nombraron a mi padre por algo relacionado con el Instituto de Neurocirugía de Santiago. Me levanté al baño donde me topé con mi papá que caminaba a paso lento por el pasillo de la casa. Ahí le conté nerviosamente lo que había oído por la radio, y que mencionaron su nombre y lo insultaban. Se quedó callado, silencioso, y como estaba oscuro no le pude ver el rostro para descifrar alguna huella, algún dolor, alguna rabia, y no me dijo mucho; más que nada me escuchó pero sin decir nada. La noche me pareció entonces más pesada que antes, silenciosa, algo que solo interrumpió la tranquilidad de mi gato que se movía frente a nuestros pies. Al poco rato, y después de tratar de escuchar la radio nuevamente, nos fuimos a la cama; la onda radial ya se había evaporado y solo nos llegaba el ruido de la estática como si nos invadieran los marcianos. Afuera, Santiago se sumía en la tranquilidad del toque de queda, y la noche se hacía silenciosa y oscura, y cubría los sustos y sobresaltos con la ventisca fresca que barría el smog diario.

            Como contaba, en esos años a mi padre le llegaban palos desde muchas direcciones. Había tensión en nuestra casa. Y ahora con el paso del tiempo siempre me pregunto, ¿qué habría hecho yo en una encrucijada semejante? Un primo nuestro, que trabajaba en el servicio de inteligencia, se divertía cuando pasaba a nuestra casa y le servíamos tecito. Ahí, mientras probaba galletitas y se limpiaba la boca con una servilleta blanca, pasaba revista a todas las conversaciones telefónicas que había escuchado de mis padres durante esa semana. “Así que son conocidos de los Aylwin, tía?,” le decía a mi mamá muriéndose de la risa, haciéndose el pícaro, el inteligente, y escupiendo por casualidad restitos de galletas. “Y habla harto con la señora Olaya (Tomic), tía, ¿cierto?….. y para qué decir algunos curas jesuitas.” Y uno lo miraba casi sin creer que eso se pudiera hacer. En el año 2014 -en el ahora- me pregunto si yo le habría servido también tecito con galletas a mi primo. No tengo pasta de héroe; y lo más probable es que le habría ofrecido no solo tecito, pero un asado con tecito, torta con tecito, lo que venga. Imagino que lo dejábamos entrar más que nada para conocer qué era lo que nos podría ocurrir en el futuro.

Y ahí tiene la foto de la radio, algunos años, y los futuros planes de una corta vacación.

¡Feliz día a las mamás!