El día que mamá murió muchos pensamos que había sido finalmente un alivio. Raúl, Julio y Pedro, mis hermanos, junto a Oriana, en un principio abrigaron la esperanza de una mejoría rápida; pero cuando mamá empeoró y dejó de saludarnos, cuando empezó a caminar como una extraña por su departamento y nos pedía -sujetándose un pañal con las dos manos- que por favor nos fuéramos, cuando se perdía en el tramo que iba de su cuarto a la cocina, mi hermano Raúl deseó sin disimulo que aquello terminara pronto. «Ojalá esto se termine un día», declaraba sin mirarnos a los ojos.
Era triste ver a mamá pasear sonámbula por el pasillo, y afirmándose ese pañal blanco mientras conversábamos, o cuando nos tomábamos un pisco sour junto a Raúl viendo las noticias en la tele. Raúl llenaba el vaso con harto pisco y poco hielo, y nos decía con la voz triste y fatigada que mamá ya no estaba con nosotros, que la veíamos pasar, podíamos tocar la misma ropa, pero vivía en otro lado. Probaba otro poco del licor, le veíamos vaciar su vaso entre tragos espaciados, sonoros, mientras nos decía que mamá debía descansar, (tiene que descansar, Cristián, me repetía) que ya era demasiado el desvarío de su vida. Y después se iba apurado terminar unos oleos que pintaba. Siempre le ha gustado la pintura, pero nunca, jamás -por suerte- a pintado a nuestra madre.
Y era cierto, mamá ya caminaba sin reconocer su departamento, y muchas veces se orinaba como niña chica a la entrada de su cuarto, muy cerca del baño. Sentíamos el ruido del líquido que se le escurría entre las piernas. Usaba una bata desgastada y una horquilla negra que apenas le afirmaba el pelo. Recuerdo que cuando se orinaba, Oriana corría con un trapo café a limpiar las baldosas para que Raúl no se fuera a creer que mamá estaba tan mal; con Oriana todavía creíamos que mamá mejoraría, y como unos grandes bobos abrigábamos la esperanza de ver a mamá levantarse de la cama para tomar ese desayuno que le gustaba tanto a ella: un yogurt bastante desabrido junto a un café tibio y con leche descremada. Oriana aseguraba que así sucedería, nos escondíamos en la cocina, y tomando leche con plátano, inventando juegos con el dominó incompleto, o con un ludo en un tablero patituerto, nos convencíamos de eso: mamá se iba a mejorar y saldría con nosotros, compraría una torta para el cumpleaños de alguien para salir después al cine Oriente. Lo triste fue que nunca imaginamos una vejez tan patética y solitaria, ni que avanzara tan irrevocablemente. Oriana había escuchado lo de mamá, y sabía que también tenía una enfermedad muy agresiva, un cáncer o algo parecido -siempre sufrió de variedad de cánceres- pero nunca imaginamos que terminaría así porque siempre se libraba; su vida había sido un constante desfile de médicos y enfermedades. Poco antes de morir, mamá recobró algo de su lucidez original y le pidió a Oriana en un susurro triste y débil: «tienen que ser unidos, los hermanos muy unidos, Orianita.» La pobre Oriana, cuando se acordaba de eso se ponía a llorar sin pedir ayuda.
Pero el día en que mamá murió, sentimos un alivio intencional, casi voluntario, y acompañado de un raro malestar a los codos, en un hombro, aunque nos reconfortábamos pensando que a lo mejor era el cansancio, una dolencia transitoria que pronto pasaría. A mí se me hinchó momentáneamente el pie derecho y después el codo izquierdo, pero lo atribuí sin darle mayor vuelo, a una pequeña artritis que me molestaba. Tomé reposo sin contarle a nadie, y distrayendo mi atención con las noticias, averiguando lo que sucedía en el asunto del petróleo, o estudiando el problema de unas islas en el sur de Chile -nunca en la muerte de mamá, eso jamás- se me curó esa incomodidad tan inusitada.
Mis hermanos no dijeron gran cosa, pero ellos también se enfermaban, y el mismo día en que mamá murió les surgieron malestares que Raúl, cuando estaba con un poco de trago, prefirió llamar como «los problemas de la asimetría,» y nada más que para darle un nombre, porque mi hermano como médico que era no se le ocurrió nada más concreto que agregar. Recuerdo que Raúl llamaba a un colega por teléfono que nos venía a ver de inmediato, había sido un buen amigo de nuestro padre, también médico, y así, entre sonrisas y un trago de jarabe, nos trataba de explicar que quizás había sido una caída, o un machucón que nos habíamos dado cuando estábamos en cama, sin darnos cuenta. La gente sueña, nos decía, se mueve por la noche, y no sería raro que eso explicara las molestias. Raúl lo llamó en innumerables oportunidades; pero él, que era un experto, un médico que se había perfeccionado durante muchos años en Francia, nunca supo decirnos lo que sucedía. Cuando el doctor Mayerstein -así se llamaba-, entraba a nuestra casa, inmediatamente comenzaba a contarnos de su perro, su nieta que estaba tan grande, o sobre la actualidad internacional (en ese entonces pasaba algo en el Japón), y al poco rato nos sentíamos mejor, mi hermana, Oriana, se recuperaba y decía que le gustaba el jardín y que por favor la acompañaran para distribuir algunas plantas. Tratamos con insistencia de explicarle al doctor nuestras dolencias, y en varias oportunidades -pese a mi juventud y el respeto que imponía su presencia, había sido colega de mi padre-, le conté irritado las muchas veces en que Oriana se había puesto a llorar mientras se le hinchaba el pie derecho, o le dolía el lado izquierdo, pero nunca los dos juntos; como descubrió mi hermano Raúl, siempre había asimetría. Le conté cómo Raúl y Julio, se afanaban sacándole un zapato para que no se fuera a desarrollar una gangrena o cosa peligrosa. Le mencioné que a mí también me habían ocurrido dolencias parecidas, y le dibujé en detalle lo que sucedió al día siguiente de la muerte de mamá; pero él me tomó de los hombros, y con cariño, abrazándome, comenzó a hablar de mujeres, que me buscara una noviecita y que entonces vería como todo se arreglaba, que viajara, que tomara vacaciones, que me juntara con amigos e inventara panoramas nuevos; y la verdad es que de inmediato me sentía mejor, el absceso de mi hombro derecho se achicaba, y Raúl, que tenía el ojo izquierdo tumefacto, ya podía ver sin lentes. Oriana corría buscando candidatos para que la ayudaran a trabajar en el jardín.
Raúl desde un principio supo que nuestros problemas estaban relacionados con la mamá, porque coincidía que cuando hablábamos de ella, cuando recordábamos su manera triste de caminar por los pasillos, los largos meses de orines y pingajos sucios en el baño, sus silencios, de inmediato nos empezaban las molestias físicas y los dolores, “los problemas de la asimetría”, como nos decía Raúl cuando tomaba trago; y el pobre se levantaba rápidamente a beber otro poco de pisco para mejorarse, se le ponía la nariz colorada de tanto tomar trago y con otra voz cambiaba el tema en forma fácil, nos hablaba del fútbol, de la Chile, o del problema limítrofe con unas islas en el sur. Así fue como propuso la fase de los experimentos, estos consistieron en recordar intensamente un gesto de mamá, como tomaba un vaso de agua, o como tomaba su café con leche tibia sobre su cama amplia y vacía, solitaria; había que recordarla hasta casi tocarla al frente de uno, nos decía, para luego olvidarla velozmente jugando al ajedrez, o sumergiéndonos en el trabajo de la casa (Raúl corría a pintar. Ese era el hobby que tenía). Fue increíble constatarlo, pero Raúl estaba en lo cierto, él se mejoraba y reía a carcajadas, y sin darse cuenta se descolgaba de la risa encima del sofá que había sido de mamá. Tengo que reconocer que Raúl fue el primero en notar ese misterio, -hay que darle crédito- y después de la fase de los experimentos que él propuso nos cupieron pocas dudas: los recuerdos de mamá y las molestias que sentíamos estaban de alguna manera entrelazados. Me lo dijo primero directamente a mí en el último cumpleaños que le celebrábamos a Oriana. Comíamos torta de chocolate cuando se me arrimó a un costado y me explicó su teoría y la fase de los experimentos. Yo dejé de comer (el pastel de chocolate estaba parecido al que nos compraba la mamá) y le dije que eso no era cierto, no se lo creía, incluso me enojé y le sugerí que inventara otras calumnias para vengarse de mamá, para vengarse de ella porque no había sido su hijo regalón, o no le habían querido suficiente cuando niño (ya no recuerdo cuantas cosas más le tuve que decir). Pero Raúl tenía razón, y de alguna manera así nos defendíamos, pensábamos en vacaciones o imaginábamos una visita a la antigua casa de Algarrobo y nos mejorábamos; nos sentíamos mejor aunque nunca fuéramos a visitar la casa o Raúl tomara vacaciones.
Con Oriana desgraciadamente el proceso fue distinto, las distracciones funcionaron, pero ella -la única hija- sufrió un influjo mucho más fuerte de nuestra madre, y por eso siempre regresaba a lo mismo, a recordarse en forma recurrente de mamá. Cuando la situación empeoró, después de una arritmia dolorosa que la chicoteó de sorpresa, nos reunimos en la mesa de patas combadas, en el comedor principal, y Raúl nos anunció con voz grave lo que ya todos pensábamos pero no queríamos reconocer: teníamos que olvidar a mamá, las cosas de mamá. Recuerdo que fue tan duro decirlo y escucharlo que rápidamente empezamos con los malestares. Oriana sintió un dolor fuerte en el pecho, y a mí, el codo izquierdo me dolió en otro sector; apenas lograba estirar el brazo para alcanzar el café. En todo caso Raúl lució su sangre fría, y para demostrarnos que estaba en lo cierto, que había que olvidarse de mamá, esconder sus cosas, en lugar de ir y socorrer a Oriana, corrió a encender la tele donde estaban dando las noticias. Oriana gritaba y nos decía que le cargaba la política, que no quería saber nada de política, pero que esta vez pasaba, las vería, lo importante era cambiar de tema, hablar de cualquier antojo para mejorarnos. Y nos mejorábamos, Oriana dejaba de quejarse y nos pedía que por favor la acompañaran al jardín.
Así fue como llegamos al acuerdo final de destruir las fotos de mamá; era lo último que nos quedaba de ella, porque sus anillos, cartas, zapatos, abrigos de pieles, su florero preferido, los distribuimos entre amigos y familiares; incluso una amiga quedó bien contenta cuando le regalamos el Honda blanco, bien roñoso, de mamá. Al principio no le dijimos a Oriana el asunto de la destrucción para que no llorara, para que no se exacerbara esa puntada al pecho que ya era casi crónica; una arritmia nefasta que se podía desarrollar en una enfermedad «preocupante», como nos dijo el médico. Mi hermana era casi una mujer adulta, pero con los asuntos de mamá se portaba como una niña chica, casi infantil, muy sometida a sus influjos. Pero de alguna manera Oriana se enteró (como se enteraba de muchas cosas) sobre la destrucción de las fotos de mamá, pero nos dio mucho valor cuando la vimos abrir el primer álbum de fotografías para arrancar sin ninguna duda los retratos de mamá, sin una mueca de remordimiento. Luego mi hermano Raúl, en otro gesto que también nos dio fortaleza, porque le atormentaba el lado izquierdo, en el tórax, de la misma manera continuó con otras fotos, unos retratos de mamá luciendo un vestido repolludo y largo sosteniendo a Oriana entre sus brazos (que después Oriana se ofreció a romper para arrojarlos ella misma a la chimenea humeante); otros de mamá en su matrimonio, o en la playa Mirasol, cerca de Algarrobo, o de mamá manejando un Chevrolet antiguo de aletas amplias y nosotros con los rostros asomados por la ventanilla y gesticulando hacia el fotógrafo. Después a Raúl se le puso el dedo meñique derecho más grande que el izquierdo -y sé que es doloroso, intolerable, porque me ha pasado algo parecido-, pero siguió imperturbable en su tarea de romper las fotos. Estoy seguro que buscaba darnos un ejemplo porque teníamos que apoyarnos, mantenernos unidos -como ella quería- tratando de olvidar a mamá, las cosas de mamá.
Acordamos vivir en la misma casa, unidos, juntos, como le hubiese gustado tanto a la mamá. Lo conversamos los tres, incluso Oriana participó (la tratábamos como mujer adulta y grande). Al principio le escondíamos los argumentos (total era la nena, la niña de mamá); pero al final se enteraba y nos conversaba como una mujer madura. Y creo que no fue raro que así fuera, ella había sido la primera en constatar la muerte de mamá. Ese día, temprano en la mañana, Raúl sintió ruidos provenientes de su cuarto, y me pidió que por favor fuera a verla, lo más probable es que necesite ayuda para levantarse, me dijo, pero quizás no quiere molestar. Me puse la bata, corrí a su cuarto y me encontré con Oriana jugando a los enfermos encima de mamá, saltando encima de ella. Supe que estaba muerta por su rigidez y ese color de aceituna fría que tenía en su rostro. Sólo cuando Oriana me vio de pie a la entrada del cuarto, mirando y sin decirle nada, se puso a llorar y me dijo que mamá se había ido y que ella la estaba cuidando, que pocas horas antes mamá le había dicho que partiría en un viaje largo, grande, como perdiéndose en un túnel gris, y que no había para qué llorar. Estaba asustada porque había pasado mucho tiempo y mamá no volvía de su viaje grande. Como no le contesté, y solamente la miré sin pedirle que se bajara de la cama, dejó de saltar y se puso a llorar desconsoladamente. Ahí me reconoció que mamá estaba muerta, dura como un palo de madera seco, y me busco para perderse en un abrazo. Esa experiencia la hizo crecer en pocas horas, incluso nosotros, que la tratábamos siempre como la nena de mamá, la vimos enorme y madura en cosa de minutos.
Pese a los esfuerzos desplegados borroneando las huellas de mamá muchas veces nos seguíamos topando con retratos de ella, sus ropas, papeles, cartas, y mi hermana no lo soportaba. Oriana se ponía a llorar e inmediatamente se le agravaba el dolor al pecho. El médico ya estaba preocupado. Recuerdo que sentados en la mesa coja, de patas combadas, con los brazos estirados al frente, decidimos que había que quemar todo lo que nos trajera algún recuerdo de mamá; y para asegurarnos que el proceso caminara bien y limpio, le pediríamos a tía Carmen que se hiciera cargo de Oriana por unos meses. Oriana estaba débil, le había afectado demasiado la muerte de mamá junto con las complicaciones que nos ocurrían; el médico nos advirtió que había que hacer algo rápido. A tía Carmen le explicamos que necesitábamos modificar el departamento, organizar nuestros papeles (a Raúl no se le ocurrió otra excusa que agregar), y eso sería más fácil si ella se hacía cargo de nuestra hermana. Ningún problema, dijo la tía, Oriana nunca da problemas. Y para dejarla mejor recomendada le hicimos saber nuestra preocupación por la salud de Oriana, su arritmia que avanzaba, aunque guardábamos secretamente nuestras esperanzas. El médico -pese a su inquietud manifiesta- nos había dicho que en cualquier momento se podía producir una «regresión espontánea» (otro término que nunca pudimos entender).
Recuerdo que finalmente descansamos cuando el médico nos anunció algo concreto sobre los padecimientos de Oriana: definitivamente tiene arritmia, nos dijo, y tiene que cuidarse. Ahí fue cuando la grité pidiéndole que por favor olvidara las cosas de mamá, y ella nos juró entre sollozos, escondiendo el rostro en una almohada, que así lo haría, y que ya era una niña grande y entendía como eran las cosas de los grandes. Antes de partir nos juró -a mí y a Raúl que era el más convencido sobre la teoría de las asimetrías-, que olvidaría todo lo relacionado con ella. Nos abrazamos y yo sin querer le dije a Raúl que ahora era distinto, que mamá hubiese estado triste al ver lo que nos pasaba, nos estábamos dispersando, estábamos tratando de arrancar, le dije. Pero Raúl me apretó fuerte entre sus hombros, me miró a los ojos, y con un tufo a pisco sour que me dejó mareado, me aseguró que mamá hubiese hecho lo mismo en una circunstancia parecida. Ahí Oriana se me colgó del cuello y se puso a llorar desconsoladamente; le dolía el pecho, en el lado izquierdo («aquí, aquí,» me decía). A mí se me hinchó otra vez el codo y Raúl corrió a servirse un trago; le dolía un ojo.
Desgraciadamente cuando hablábamos por teléfono con Oriana no había alternativa y siempre terminábamos hablando de mamá. Le costaba dormirse por las noches, nos decía; pero le tenían prometido un poodle, y eso la hacía más contenta. Un día, como la niña grande que era, Oriana me llamó a la oficina y después de una conversación intrascendente, donde hablamos de tía Carmen y sus manías, del perro que le tenían prometido, me preguntó que habría pensado ella.
-¿Quien? -le pregunté.
-¿Mamá, qué hubiese pensado mamá de todo esto?
Me dio una tristeza amarga y tuve que contestar cualquier mentira antes de colgar. Una puntada profunda en el abdomen se me colaba por el costado izquierdo, una afección que se movía, y me fue imposible conversar largo con Oriana. Tomé aire, traté de meditar, y estaba en eso, respirando profundo, ensayando la fase de las distracciones, cuando nuevamente me llamó. Me pidió disculpas, que perdonara, me dijo, pero ya era algo biológico que no se iba ni siquiera con las distracciones que explicaba Raúl, a veces era incontrolable y no podía hacer nada sino llamarme a mí, que Raúl ya no la entendía. “No me entiende», me dijo, “me siento tan sola”. Le expliqué que la situación se estaba tornando crítica, y que por favor olvidara las cosas de mamá, «por favor Orianita», le dije, “anda al cine, hace cualquier cosa; pero olvídate.” No le colgué hasta que juró nuevamente que sí, que lo estaba haciendo, que dolía mucho hacerlo, pero que Raúl tenía razón, había que olvidarse de mamá, además ella era una niña grande. Al despedirse se puso a llorar y nuevamente me preguntó que hubiese pensado mamá de todo esto. Me dañé los puños al golpear mi escritorio cuando la escuché preguntar lo mismo, insulté al mundo, a mi hermano, y sólo me calmé cuando vi entrar a Pilar, una amiga en ese entonces, que se asustó al verme los ojos vidriosos, la vista cansada; apenas podía mover el brazo izquierdo.
Jamás imaginé que esa sería la última vez que hablaría con Orianita, mi querida hermana. Al rato traté de llamarla, marqué su número apurado, pero nadie contestó el teléfono. Al día siguiente llamaría tía Carmen, al principio no nos dijo nada; pero lloraba y nos pedía que por favor fuéramos pronto donde ella. Nos subimos al Audi de mi hermano y arrancamos sin fijarnos en el vecindario, mirábamos hacia afuera, a través de las ventanas mugrientas, pero abríamos los ojos sin interés, como paseándonos por galerías vacías o adentro de un acuario de aguas turbias. Cuando llegamos a la casa de mi tía, el vecindario se veía tranquilo, y estaba el mismo gato regalón durmiendo en las baldosas limpias. Tocamos el timbre y la tía Carmen salió corriendo a abrir la puerta, la besé en la mejilla pero no le hablé, tenía una toalla húmeda que frotaba frenética entre sus manos coloradas, frías. Al entrar a la casa, en el zaguán oscuro, de inmediato me dolió un hombro y me di cuenta que era Oriana, le había pasado algo a Orianita. Raúl apenas se mantenía en pie y se quejaba de un dolor muy fuerte en el oído izquierdo, y el ojo derecho lo tenía inflamado. Cuando caminé por el cuarto de Carmen mi molestia artrítica se hizo insoportable, sólo flaqueó en intensidad cuando abracé a la tía y le traté de explicar que no hubo nada raro, que Oriana sabía lo que tenía que haber hecho para que no le sucediera nada malo; pero ella parecía no entender, sólo miraba a su toalla. Fue como una ventisca helada cuando entramos a su cuarto, Oriana estaba tendida encima de la cama y en la misma posición en que había terminado mi mamá: con sus brazos cruzados y unos dedos que trataban de agarrar un pañuelo rojo; pero esta vez no había nadie que tratara de jugar con ella. Raúl cuando la vio se puso a gritar y corrió al garaje a romper una botellas de licor vacías, gritaba que ya era demasiado, que no lo soportaba más. Tuvimos que llamar al médico para que le prescribiera unos calmantes, un Valium 5 que se tomó con agua de romero después de muchas rogativas. La más serena era la tía Carmen; aunque no entendía lo que pasaba, ella hacía lo imposible por explicarse lo que sucedía, y la pobre no dejaba nunca su toalla, tenía la palma de sus manos rojas de tanto frotar esa toalla húmeda. Nos dijo que había sentido unos ruidos por la noche, pero no le había dado mayor importancia: siempre sentía ruidos, ¡estaba segura que penaban!. Nunca imaginó que Oriana pudiera terminar así, la nena de mamá.
Decidimos no asistir a la ceremonia religiosa, nos traería recuerdos de mamá, además apenas podíamos con nosotros mismos. Habíamos quedado sin energías al limpiar el cuarto de Oriana, al escarbar entre sus papeles, las servilletas y la filatelia que juntaba; recuerdo que el corazón nos dio un vuelco al abrir un cajón y ver el álbum de fotografías: ahí estaba mamá, un retrato de ella, pero esta vez pintado al óleo, con un traje negro y mirando al frente, como esas realezas que uno se encuentra sobre los muros de museos europeos (y donde mi hermana le había dibujado una corona de oro sobre la cabeza). No podíamos creer que Oriana fuera hasta ese extremo testaruda. Raúl me juró que había hecho desaparecer todas las fotos de mamá, incluso los cuadros y álbumes vacíos. Quién te ayudó, le grité frente a la tía Carmen que todavía no distinguía nada de lo que pasaba.
-¿Quién te ayudó? -le repetí.
-¡Oriana, con Oriana lo hicimos, era la más convencida! -me dijo agarrándome del cuello- era la que mejor arrancaba los retratos y después los arrojaba al fuego. ¡Tú la viste! -y luego me abrazó. Pero sin contener el temor y la rabia, la impotencia, siguió repitiendo: «¡tú la viste, tú la viste!», en un llanto nasal, como recirculando líquidos por unas entrañas que le parecían ajenas.
Mi hermana, sin que nosotros lo notáramos, había atesorado las fotos de mamá y unos cuadros, las que ella le había juntado para cuando fuera grande («para cuando seas grande Orianita y ya no vivas con nosotros»), y periódicamente las veía, se acordaba de mamá.
Después de la muerte de mi hermana tuvimos otra reunión. Nos juntamos con Raúl sentados en la misma mesa coja, de patas combadas, en el comedor, pero esta vez teníamos los brazos recogidos debajo de la mesa, como si esperáramos un plato de comida helado o escondiéramos algún recuerdo de mamá. Sólo alzábamos los brazos para probar un sorbo de café, o para aplastar con la yema de los dedos una miga añeja, un resto de galleta dura. Sentados en la mesa decidimos que lo mejor sería no recordar a nuestra querida hermana, lo mismo que hacíamos con nuestra madre. Y que convendría desunirnos, vivir en casas separadas y vender pronto el departamento de mamá. Nos dimos un abrazo antes de partir, Raúl se iría a vivir a un balneario, al Totoral, y Julio se quedaría en Santiago tratando de venderlo todo. Pedro regresaría a Canadá y yo intentaría suerte en Michigan. Cuando vi a mi hermano Raúl alejarse con sus lentes ahumados -le dolía el ojo derecho- y cuando lo escuché cerrar la puerta, la lejanía de su Audi, su motor ronroneando por la calle descubierta, tuve la triste certeza de que algo se nos estaba escapando de las manos, se cumplía un ciclo; ya no nos veríamos nunca más con la regularidad de una familia establecida, nos arrancábamos en un proceso limpio y quirúrgico, nos despedíamos; de seguro a mamá le hubiese entristecido vernos.
Y ya han pasado casi veinte años desde que partió mi hermana, la pobre Orianita, aunque trato de no recordarla, de no pensar en ella porque me ocurre lo mismo que al pensar en la mamá, me comienzan los dolores y ya no lo soporto. Y pese a lo que habíamos imaginado, con el tiempo a Raúl le ha ido bien; aunque toma mucho whisky –ya no prueba pisco- y cambia continuamente de pareja. Primero vivió un tiempo con Iris, una colombiana de quien no tuvo hijos. Ahora parece que sale con una Maltesa, eso creo por lo que me cuentan algunos conocidos. A él no me atrevo a consultarle, y tampoco le pregunto nada sobre Oriana y los dolores, no sé si a él le ocurre algo parecido; desde que vivimos lejos hemos perdido la confianza. Sé que Raúl dejó la medicina y durante mucho tiempo se dedicó a la pintura, pinta unos óleos que despliegan mucha luminosidad, pero lo más importante es que nunca hablamos de mamá ni tampoco de la Orianita. Desde que nos separamos le juré que las olvidaría, concluimos que lo importante entre nosotros era sobrevivir, y estuvimos totalmente de acuerdo que había que borrarlas de nuestras vidas; había que evitar la enfermedad de las asimetrías, como la llamaba él. Pedro con el tiempo llegó a ser el presidente de una empresa de vapores importante -la Stanley Vapor parece que se llamaba-, donde tuvo que viajar continuamente por asuntos de trabajo. A veces me mandaba una postal del Cairo, otra de Camerún, o de una importante capital europea. Julio se casó con una mujer de mucho dinero y por años se entretuvo coleccionando autos históricos que traslada por distintas exposiciones internacionales. Con él tampoco, nunca, hemos hablado de Orianita. Y desde ese tiempo mi vida se ha desarrollado de manera predecible. He luchado por conseguir un espacio honorable en este mundo, hasta podría decir que fui durante un tiempo un hombre de éxito, con amplio poder en el trabajo, en la empresa química BASF de Michigan, hasta que me echaron del trabajo y me transformé en un perfecto inútil. A veces escribo relatos donde sin censura lo cuento todo. Ahí he perdido a los pocos amigos que me quedaban, porque los otros ya se han muerto. Pero mi esposa, Pilar, me ha ayudado mucho, me ha dado dos hijas vivarachas y tiernas, que me regalan esperanza cuando estamos juntos y conversamos de la vida. Me hago el leso cuando me preguntan por su abuela o la tía Oriana. Pero esa alegría -esa borrachera de alegría que me regalan-, no me altera la certeza de saber que un día, en un tiempo no muy lejano, ordenaré mis papeles, cancelaré algunos compromisos, y como un autómata afiebrado llamaré a mis hermanos con la billetera abierta al frente. Tengo una pregunta que me arde, sé que no debo hacerlo -lo hemos conversado sentados en esa mesa coja, en el comedor de entrada-, pero mirando valientemente una foto de mamá junto a Orianita, una que se tomaron para la canonización del padre Hurtado en Roma (y que guardo en una billetera que pertenecía a mi papá), cerrando bien un puño, me haré de valor y les preguntaré qué hubiese pensado la mamá de todo esto:
¿Qué hubieras pensado tú, mamá?