¿Qué hubiese pensado mamá de todo esto?

El  día  que mamá  murió  muchos pensamos que había sido finalmente un alivio. Raúl, Julio y Pedro, mis hermanos, junto a Oriana, en  un  principio abrigaron   la  esperanza  de una mejoría rápida; pero cuando mamá  empeoró   y  dejó   de saludarnos, cuando empezó  a caminar como una extraña por su departamento  y nos pedía -sujetándose un pañal con las dos manos- que por favor nos fuéramos, cuando se perdía en el tramo que iba de su cuarto a la cocina, mi hermano Raúl deseó  sin  disimulo  que  aquello  terminara  pronto. «Ojalá esto se termine un día»,  declaraba sin mirarnos a los ojos.

            Era  triste  ver  a  mamá  pasear sonámbula  por  el pasillo, y afirmándose ese pañal blanco mientras  conversábamos,  o cuando nos tomábamos un pisco sour  junto  a Raúl viendo las noticias en la tele. Raúl llenaba el vaso con harto pisco y poco hielo, y nos decía con la voz triste y fatigada que mamá  ya no estaba  con  nosotros,  que la veíamos pasar,  podíamos tocar la misma ropa,  pero vivía  en  otro lado. Probaba otro poco del licor, le veíamos vaciar su vaso entre  tragos espaciados, sonoros,  mientras nos decía que mamá debía descansar, (tiene que descansar, Cristián, me repetía) que ya era demasiado el desvarío de su vida. Y después se iba apurado terminar unos oleos que pintaba. Siempre le ha gustado la pintura, pero nunca, jamás -por suerte- a pintado a nuestra madre.

            Y  era  cierto,  mamá ya caminaba  sin  reconocer  su departamento, y muchas veces se orinaba  como niña chica a la entrada de su cuarto, muy cerca del baño. Sentíamos el ruido del líquido que se le escurría entre las piernas. Usaba una bata  desgastada  y una horquilla negra que apenas le afirmaba el pelo. Recuerdo que  cuando se orinaba, Oriana corría con un trapo café  a limpiar las baldosas para que  Raúl  no  se  fuera a  creer  que  mamá  estaba tan mal; con Oriana todavía creíamos  que  mamá mejoraría,  y  como  unos grandes bobos abrigábamos la esperanza  de  ver  a  mamá  levantarse de la cama para tomar ese desayuno que le gustaba  tanto a ella: un yogurt bastante desabrido junto a un café tibio y con leche descremada. Oriana aseguraba que así  sucedería, nos escondíamos en la cocina,  y tomando  leche  con  plátano,  inventando  juegos  con el dominó  incompleto,  o   con un ludo en un tablero patituerto, nos convencíamos de eso: mamá se iba a mejorar y saldría con nosotros, compraría una torta para el cumpleaños de alguien para salir después al  cine Oriente.  Lo triste fue que nunca imaginamos una vejez tan patética y solitaria, ni que avanzara tan irrevocablemente. Oriana había escuchado  lo de mamá,  y sabía que también tenía una enfermedad muy agresiva, un cáncer o algo parecido -siempre sufrió de variedad de cánceres- pero nunca imaginamos que terminaría así porque siempre se libraba; su vida había sido un constante desfile de médicos y enfermedades. Poco antes de morir, mamá recobró algo de su lucidez original y le pidió a Oriana en un susurro triste y débil: «tienen que ser unidos, los hermanos muy unidos, Orianita.»  La pobre Oriana, cuando se acordaba de eso se ponía a llorar sin pedir ayuda.

            Pero el  día  en  que mamá  murió,  sentimos un alivio intencional, casi voluntario, y acompañado  de un  raro  malestar  a los codos, en un hombro, aunque nos reconfortábamos  pensando  que  a  lo  mejor era el cansancio, una dolencia transitoria que pronto pasaría. A mí se me hinchó  momentáneamente el pie derecho y después el codo izquierdo, pero lo atribuí  sin darle mayor vuelo, a una pequeña artritis que me  molestaba. Tomé reposo sin contarle a nadie, y distrayendo mi atención con las noticias,  averiguando  lo  que sucedía en el asunto del petróleo, o estudiando el problema de  unas  islas en el sur de Chile -nunca en la muerte de mamá, eso jamás- se me curó esa incomodidad tan inusitada.

            Mis  hermanos  no  dijeron  gran  cosa,  pero ellos también se enfermaban,  y  el  mismo día en que mamá  murió les surgieron malestares que  Raúl, cuando  estaba  con  un  poco  de  trago,  prefirió  llamar como «los problemas  de la  asimetría,» y nada más que para darle un nombre, porque mi hermano como médico que era no  se  le  ocurrió   nada  más concreto  que agregar. Recuerdo que Raúl llamaba a un colega por  teléfono que  nos  venía a ver de inmediato, había sido un buen amigo de nuestro padre, también médico, y  así,  entre  sonrisas y un trago de jarabe, nos trataba de explicar que quizás  había  sido  una  caída,  o  un machucón  que  nos  habíamos dado cuando estábamos  en  cama,  sin  darnos cuenta. La gente sueña, nos decía, se mueve por  la noche, y no sería raro que eso explicara las molestias. Raúl lo llamó  en innumerables  oportunidades; pero él, que era un experto, un médico que se había perfeccionado  durante muchos años  en Francia,  nunca supo decirnos lo que sucedía. Cuando  el doctor Mayerstein -así se llamaba-, entraba a nuestra casa, inmediatamente  comenzaba  a contarnos de su  perro, su nieta que estaba tan grande,  o  sobre la actualidad internacional (en ese entonces pasaba algo en el Japón),  y  al  poco  rato nos sentíamos mejor, mi hermana, Oriana, se recuperaba y decía que  le gustaba el jardín y  que por favor la acompañaran para distribuir algunas plantas. Tratamos con  insistencia  de  explicarle  al  doctor nuestras dolencias, y en varias  oportunidades -pese a mi juventud y el respeto que imponía su presencia, había sido colega de mi padre-,  le  conté   irritado  las  muchas veces en que Oriana se había puesto a llorar mientras  se  le  hinchaba  el  pie  derecho, o le dolía el lado izquierdo, pero nunca  los dos juntos; como descubrió  mi hermano Raúl, siempre había asimetría. Le conté  cómo Raúl y Julio, se afanaban sacándole un zapato para que no se fuera  a  desarrollar  una  gangrena  o  cosa  peligrosa.   Le mencioné  que a mí también  me  habían ocurrido dolencias parecidas, y le dibujé  en detalle lo que sucedió   al  día  siguiente de la muerte de mamá; pero él me tomó  de los hombros, y con cariño,  abrazándome,  comenzó  a hablar de mujeres, que me buscara una noviecita y que entonces  vería  como  todo  se  arreglaba,  que  viajara,  que tomara vacaciones,  que me juntara con amigos e inventara panoramas nuevos; y la verdad es  que  de inmediato me sentía mejor, el absceso de mi hombro derecho se achicaba, y Raúl,  que  tenía  el  ojo  izquierdo tumefacto, ya podía ver sin lentes. Oriana corría buscando candidatos para que la ayudaran a trabajar en el jardín.   

            Raúl  desde  un  principio supo que nuestros problemas estaban  relacionados con la mamá,  porque  coincidía que cuando hablábamos de ella, cuando recordábamos su  manera  triste  de  caminar  por  los pasillos, los largos meses de orines y pingajos sucios en el baño, sus silencios, de  inmediato nos empezaban las molestias físicas y los dolores, “los problemas de la asimetría”,  como  nos  decía  Raúl  cuando  tomaba  trago; y el pobre se levantaba  rápidamente a beber otro poco de pisco para mejorarse, se le ponía la nariz colorada de tanto  tomar trago y con otra voz cambiaba  el tema en forma fácil, nos hablaba del fútbol, de la Chile,  o  del problema limítrofe con unas islas en el sur. Así  fue como propuso la  fase  de  los  experimentos,  estos consistieron en recordar intensamente un gesto  de  mamá, como tomaba un vaso de agua, o como tomaba su café con leche tibia sobre su cama amplia y vacía, solitaria; había que recordarla hasta  casi  tocarla  al frente de uno, nos decía, para luego olvidarla velozmente  jugando  al  ajedrez, o sumergiéndonos en el trabajo de la casa (Raúl corría a pintar. Ese era el hobby que tenía). Fue  increíble  constatarlo,  pero  Raúl  estaba en lo cierto, él se  mejoraba y reía a carcajadas,  y sin darse cuenta  se  descolgaba de la risa encima del sofá  que había sido de mamá. Tengo que reconocer que Raúl fue el  primero  en  notar ese misterio, -hay que darle crédito- y  después de la fase de los experimentos que él propuso  nos cupieron  pocas dudas: los recuerdos de mamá  y las molestias que sentíamos estaban  de  alguna manera entrelazados. Me lo dijo primero directamente a mí  en el  último  cumpleaños que le celebrábamos a Oriana. Comíamos torta de chocolate cuando  se  me  arrimó   a  un  costado  y  me explicó  su teoría y la fase de los experimentos.  Yo  dejé   de  comer  (el pastel de chocolate estaba parecido al que nos compraba  la mamá) y le dije que eso no era cierto, no se lo creía, incluso me  enojé   y le sugerí  que inventara otras calumnias para vengarse de mamá, para vengarse  de ella porque no había sido su hijo regalón, o no le habían querido suficiente cuando niño (ya no recuerdo cuantas cosas más le tuve que decir). Pero  Raúl  tenía   razón,  y  de  alguna  manera  así   nos  defendíamos,  pensábamos  en  vacaciones  o  imaginábamos  una  visita  a la antigua casa de Algarrobo y nos mejorábamos;  nos  sentíamos  mejor  aunque nunca fuéramos a visitar la casa o Raúl tomara  vacaciones. 

            Con Oriana desgraciadamente el proceso fue distinto, las distracciones  funcionaron, pero ella -la única hija- sufrió un influjo mucho más fuerte de nuestra madre, y por eso siempre regresaba  a lo mismo,  a  recordarse  en forma recurrente de mamá. Cuando la situación empeoró, después  de  una  arritmia dolorosa que la chicoteó  de sorpresa, nos reunimos en la  mesa  de  patas  combadas,  en el comedor principal, y Raúl nos anunció con voz grave  lo que ya todos pensábamos pero no queríamos reconocer: teníamos que olvidar a  mamá,  las  cosas de mamá. Recuerdo que fue tan duro decirlo y escucharlo que rápidamente  empezamos  con  los malestares. Oriana sintió  un dolor fuerte en el pecho,  y  a mí, el codo izquierdo me dolió  en otro sector; apenas lograba  estirar el  brazo  para  alcanzar  el café. En todo caso Raúl lució su sangre fría, y para  demostrarnos  que  estaba  en  lo cierto, que había que olvidarse de mamá, esconder  sus  cosas,  en  lugar  de  ir y socorrer  a  Oriana,  corrió  a encender la tele donde  estaban dando las noticias. Oriana gritaba y nos decía que le cargaba  la  política,  que  no quería saber nada de política, pero que esta vez pasaba,  las  vería, lo importante era cambiar de tema, hablar de cualquier antojo para  mejorarnos.  Y  nos mejorábamos, Oriana dejaba de quejarse y nos pedía que por favor la acompañaran al jardín.   

     Así fue  como  llegamos al acuerdo final de destruir las fotos de mamá; era lo  último  que  nos  quedaba  de  ella,  porque sus anillos, cartas, zapatos, abrigos de pieles, su florero preferido, los distribuimos  entre  amigos  y  familiares;  incluso una amiga quedó  bien contenta  cuando  le  regalamos  el Honda blanco, bien roñoso, de mamá. Al principio no le dijimos a Oriana  el  asunto  de  la  destrucción  para  que no llorara, para que no se exacerbara  esa  puntada  al  pecho  que  ya  era casi crónica; una arritmia nefasta  que  se podía  desarrollar en una enfermedad «preocupante», como nos dijo el médico. Mi hermana era casi una mujer adulta, pero con los asuntos de mamá se portaba como una niña chica, casi infantil, muy sometida a sus influjos. Pero de  alguna  manera  Oriana  se enteró  (como se enteraba de muchas cosas) sobre la destrucción de las fotos de mamá,  pero nos  dio mucho  valor  cuando  la  vimos  abrir  el  primer álbum de fotografías  para arrancar sin  ninguna duda los retratos de mamá, sin una mueca de remordimiento.  Luego  mi  hermano  Raúl,  en  otro  gesto  que  también nos dio fortaleza,  porque  le  atormentaba  el lado izquierdo, en el tórax, de la misma manera  continuó   con  otras  fotos,  unos  retratos de mamá  luciendo un vestido repolludo  y  largo  sosteniendo  a  Oriana entre sus brazos (que después Oriana se ofreció a romper para arrojarlos ella misma a la chimenea humeante); otros de mamá  en su matrimonio, o en la playa Mirasol, cerca de Algarrobo, o  de  mamá  manejando un Chevrolet antiguo de aletas amplias y nosotros con los rostros asomados por  la  ventanilla y gesticulando hacia el fotógrafo. Después a Raúl se le puso el  dedo  meñique  derecho más grande que el izquierdo -y sé  que es doloroso, intolerable, porque me ha pasado algo parecido-, pero siguió  imperturbable en su  tarea  de  romper  las  fotos.  Estoy  seguro que buscaba darnos un ejemplo porque  teníamos  que  apoyarnos, mantenernos unidos -como ella quería- tratando de olvidar a mamá, las cosas de mamá.

            Acordamos  vivir en la misma casa, unidos, juntos, como le hubiese gustado  tanto  a la mamá. Lo conversamos los tres, incluso Oriana participó (la tratábamos  como  mujer adulta y grande). Al principio le escondíamos los argumentos (total era  la  nena,  la  niña  de  mamá);  pero  al  final  se  enteraba y nos conversaba  como una mujer madura. Y creo que no fue raro que así  fuera, ella había sido  la primera en constatar la muerte de mamá. Ese día, temprano en la mañana, Raúl  sintió   ruidos  provenientes  de su cuarto, y me pidió  que por favor fuera  a  verla,  lo  más probable es que necesite ayuda para levantarse, me dijo, pero quizás no quiere molestar. Me puse la bata, corrí  a su cuarto y me encontré  con Oriana  jugando a los enfermos encima de mamá, saltando encima de ella. Supe que estaba  muerta por su rigidez y ese color  de aceituna fría que tenía en su rostro.  Sólo cuando Oriana me vio de pie a la entrada del cuarto, mirando y sin decirle nada,  se  puso  a  llorar  y  me dijo que mamá  se había ido y que ella la estaba cuidando, que  pocas horas antes mamá  le había dicho que partiría en un viaje largo,  grande,  como  perdiéndose  en   un  túnel  gris, y que no había para qué llorar.  Estaba asustada porque había pasado mucho tiempo y mamá  no volvía de su viaje  grande.  Como  no  le  contesté,  y  solamente la miré  sin pedirle que se bajara  de  la cama, dejó  de saltar y se puso a llorar desconsoladamente. Ahí  me reconoció  que  mamá  estaba muerta, dura como un palo de madera seco, y me busco para perderse  en  un  abrazo. Esa experiencia la hizo crecer en pocas horas, incluso nosotros,  que  la  tratábamos  siempre  como  la  nena de mamá, la vimos enorme y madura en cosa de minutos.

            Pese  a  los  esfuerzos  desplegados  borroneando las huellas de mamá  muchas veces  nos  seguíamos topando con retratos de ella, sus ropas, papeles, cartas, y mi hermana no lo soportaba. Oriana se ponía a llorar e inmediatamente se le agravaba el  dolor  al pecho. El médico ya estaba preocupado. Recuerdo que sentados en la mesa  coja, de patas combadas, con los brazos estirados al frente, decidimos que había  que  quemar  todo  lo  que  nos  trajera  algún  recuerdo de mamá; y para asegurarnos  que  el  proceso  caminara bien y limpio, le pediríamos a tía Carmen que  se  hiciera  cargo  de Oriana por unos meses. Oriana estaba débil, le había afectado  demasiado la muerte de mamá junto con las complicaciones que nos ocurrían; el médico  nos  advirtió  que  había  que  hacer  algo  rápido. A tía Carmen le explicamos  que  necesitábamos  modificar el departamento, organizar nuestros papeles (a Raúl  no  se  le  ocurrió   otra  excusa que agregar), y eso sería  más fácil si ella se hacía  cargo de nuestra hermana. Ningún problema, dijo la tía, Oriana nunca da problemas.   Y   para   dejarla  mejor  recomendada  le  hicimos  saber  nuestra preocupación  por  la salud de Oriana, su arritmia que avanzaba, aunque guardábamos  secretamente nuestras esperanzas.  El médico -pese a su inquietud manifiesta- nos había  dicho  que  en  cualquier  momento  se  podía  producir  una  «regresión espontánea» (otro término que nunca pudimos entender).   

            Recuerdo  que  finalmente  descansamos  cuando  el  médico  nos anunció  algo concreto  sobre  los  padecimientos  de Oriana: definitivamente tiene arritmia, nos dijo,  y  tiene  que  cuidarse. Ahí  fue cuando la grité  pidiéndole que por favor olvidara  las  cosas  de  mamá,  y  ella nos juró  entre sollozos, escondiendo el rostro  en  una  almohada,  que  así   lo  haría,  y que ya era una niña grande y entendía  como eran las cosas de los grandes. Antes de partir nos juró  -a mí y a Raúl  que  era el más convencido sobre la teoría de las asimetrías-, que olvidaría todo lo relacionado  con  ella.  Nos  abrazamos y yo sin querer le dije a Raúl que ahora era  distinto, que mamá  hubiese estado triste al ver lo que nos pasaba, nos estábamos  dispersando,  estábamos  tratando  de  arrancar, le dije.  Pero  Raúl  me  apretó  fuerte entre sus hombros, me miró  a los ojos, y con un tufo a pisco sour que me dejó mareado, me aseguró que mamá hubiese  hecho  lo  mismo en una circunstancia parecida. Ahí  Oriana  se me colgó  del cuello y se puso a llorar  desconsoladamente; le dolía el pecho, en el lado izquierdo («aquí, aquí,» me decía). A mí se me hinchó  otra vez el codo y Raúl corrió  a servirse un trago; le dolía un ojo.

            Desgraciadamente  cuando hablábamos por teléfono con Oriana no había alternativa y siempre  terminábamos  hablando de mamá. Le costaba dormirse por las noches, nos decía;  pero le tenían prometido un poodle, y eso la hacía más contenta. Un día, como  la  niña  grande  que  era,  Oriana me llamó  a la oficina y después de una conversación  intrascendente,  donde  hablamos  de  tía Carmen y sus manías, del perro que le tenían prometido, me preguntó  que habría pensado ella.

                        -¿Quien? -le pregunté.

                        -¿Mamá, qué  hubiese pensado mamá  de todo esto?

             Me  dio  una tristeza amarga y tuve que contestar cualquier mentira antes de colgar. Una puntada profunda en el abdomen se me colaba por el costado izquierdo,  una  afección  que  se movía, y me fue imposible conversar largo con Oriana.  Tomé   aire,  traté  de  meditar,  y estaba en eso, respirando profundo, ensayando  la  fase  de  las distracciones, cuando nuevamente me llamó. Me pidió  disculpas,  que  perdonara, me dijo, pero ya era algo biológico que no se iba ni siquiera  con  las distracciones que explicaba Raúl, a veces era incontrolable y no  podía hacer nada sino llamarme a mí, que Raúl ya no la entendía. “No me entiende», me dijo, “me siento tan sola”. Le expliqué  que  la situación se estaba tornando crítica, y que por favor olvidara las  cosas de mamá, «por favor Orianita», le dije, “anda al cine, hace cualquier cosa;  pero  olvídate.”  No le colgué  hasta que juró  nuevamente que sí, que lo estaba  haciendo,  que dolía mucho hacerlo, pero que Raúl tenía razón, había que olvidarse  de   mamá,  además  ella  era una niña grande. Al despedirse se puso a llorar  y  nuevamente me preguntó  que hubiese pensado mamá  de todo esto. Me dañé  los  puños  al  golpear  mi  escritorio  cuando  la  escuché  preguntar lo mismo, insulté   al  mundo,  a mi hermano, y sólo me calmé  cuando vi  entrar a Pilar, una amiga en ese entonces, que se  asustó  al verme los ojos vidriosos, la vista cansada; apenas podía mover el brazo izquierdo.   

            Jamás  imaginé   que  esa  sería  la  última  vez que hablaría con Orianita, mi querida  hermana.  Al  rato  traté   de  llamarla, marqué  su número apurado, pero nadie  contestó   el teléfono. Al día siguiente llamaría tía Carmen, al principio no  nos  dijo  nada; pero lloraba y nos pedía que por favor fuéramos pronto donde  ella.  Nos subimos al Audi de mi hermano y arrancamos sin fijarnos en el  vecindario,  mirábamos  hacia  afuera,  a través de las ventanas mugrientas, pero  abríamos  los  ojos  sin  interés,  como paseándonos por galerías vacías o adentro  de  un  acuario de aguas turbias. Cuando llegamos a la casa de mi tía, el vecindario se veía  tranquilo,  y  estaba  el  mismo  gato  regalón  durmiendo en las baldosas limpias.  Tocamos  el timbre y la tía Carmen salió  corriendo a abrir la puerta, la besé   en  la  mejilla  pero  no  le  hablé,  tenía una toalla húmeda que frotaba frenética  entre  sus  manos coloradas, frías. Al entrar a la casa, en el zaguán oscuro,  de inmediato me dolió  un hombro y me di cuenta que era Oriana, le había pasado  algo a Orianita. Raúl apenas  se mantenía en pie y se quejaba de un dolor  muy  fuerte  en  el  oído izquierdo, y el ojo derecho lo tenía inflamado. Cuando   caminé    por  el  cuarto  de  Carmen  mi  molestia  artrítica  se  hizo insoportable,  sólo  flaqueó en intensidad cuando abracé  a la tía y le traté  de  explicar  que  no  hubo  nada  raro, que Oriana sabía lo que tenía que haber hecho  para que no le sucediera nada malo; pero ella parecía no entender, sólo miraba a  su  toalla.  Fue  como una ventisca helada cuando entramos a su cuarto,  Oriana estaba  tendida  encima de la cama y en la misma posición en que había terminado mi mamá: con  sus  brazos cruzados y unos dedos que trataban de agarrar un pañuelo rojo;  pero esta vez no había nadie que tratara de jugar con ella.  Raúl  cuando  la  vio  se  puso  a gritar y corrió  al garaje a romper una botellas  de  licor  vacías,  gritaba  que ya era demasiado, que no lo soportaba más.   Tuvimos  que  llamar  al médico para que le prescribiera unos calmantes, un Valium  5  que  se  tomó   con agua de romero después de muchas rogativas. La más serena  era  la tía  Carmen;  aunque  no  entendía  lo  que  pasaba,  ella hacía lo imposible  por  explicarse  lo  que sucedía, y la pobre no dejaba nunca su  toalla, tenía  la  palma  de sus manos rojas de tanto frotar esa toalla húmeda. Nos dijo que  había  sentido  unos  ruidos  por  la  noche,  pero  no le había dado mayor importancia:  siempre sentía ruidos, ¡estaba segura que penaban!. Nunca imaginó  que Oriana pudiera terminar así, la nena de mamá.

            Decidimos  no  asistir  a  la  ceremonia religiosa, nos traería recuerdos de mamá,  además apenas podíamos con nosotros mismos. Habíamos quedado sin energías al  limpiar   el cuarto de Oriana, al escarbar entre sus papeles, las servilletas y  la  filatelia que juntaba; recuerdo que el corazón nos dio un vuelco al abrir un  cajón y ver el álbum de fotografías: ahí  estaba mamá, un retrato de ella, pero esta vez pintado al óleo, con un traje negro y mirando al frente, como esas realezas que uno se encuentra sobre los muros de museos europeos (y donde mi hermana le había dibujado una corona de oro sobre la cabeza). No podíamos  creer  que  Oriana  fuera  hasta ese extremo testaruda. Raúl me juró que había hecho desaparecer todas las fotos de mamá, incluso los cuadros y álbumes vacíos.  Quién  te ayudó, le grité  frente a la tía Carmen que todavía no distinguía nada de lo que pasaba.

                        -¿Quién te ayudó? -le repetí.  

                        -¡Oriana,   con   Oriana  lo  hicimos,  era  la  más  convencida!  -me  dijo agarrándome  del  cuello-  era la que mejor arrancaba los retratos y después los arrojaba  al fuego. ¡Tú  la viste! -y luego me abrazó. Pero sin contener el temor y la rabia,  la  impotencia, siguió  repitiendo: «¡tú  la viste, tú la viste!»,  en un  llanto  nasal,  como recirculando líquidos por unas entrañas que le parecían ajenas.   

            Mi  hermana,  sin que nosotros lo notáramos, había atesorado  las fotos de  mamá y unos cuadros,  las  que ella le había juntado para cuando fuera grande («para cuando seas  grande  Orianita y ya no vivas con nosotros»), y  periódicamente las veía,  se acordaba de mamá.

            Después  de  la  muerte  de  mi  hermana tuvimos otra reunión. Nos juntamos  con  Raúl  sentados  en  la  misma mesa coja, de patas combadas, en el comedor,  pero esta vez teníamos los brazos recogidos debajo de la mesa, como si esperáramos  un plato de comida helado o escondiéramos algún recuerdo de mamá. Sólo alzábamos  los brazos  para  probar un sorbo de café, o para aplastar con la yema  de  los  dedos  una  miga añeja, un resto de galleta dura. Sentados  en la mesa  decidimos que lo mejor sería no recordar a nuestra querida hermana, lo mismo que hacíamos con nuestra madre. Y que convendría desunirnos, vivir en casas separadas y vender pronto  el departamento de mamá. Nos dimos un abrazo antes de partir, Raúl se iría a vivir a un balneario, al Totoral,  y  Julio  se  quedaría en Santiago tratando de venderlo todo. Pedro regresaría a Canadá y yo intentaría suerte en Michigan. Cuando  vi a mi hermano Raúl alejarse con sus lentes ahumados -le dolía el ojo derecho- y cuando  lo  escuché   cerrar  la  puerta,  la  lejanía  de su Audi,  su motor ronroneando  por  la  calle  descubierta, tuve la triste certeza de que algo se nos estaba  escapando  de  las manos, se cumplía un ciclo; ya no nos veríamos nunca más con la  regularidad  de  una  familia  establecida,  nos arrancábamos en un proceso  limpio  y  quirúrgico,  nos  despedíamos;  de  seguro a mamá  le hubiese entristecido vernos.

            Y ya han pasado casi veinte años desde que partió mi hermana, la pobre Orianita, aunque trato de no recordarla, de no pensar en ella porque me ocurre lo mismo que al pensar en la mamá, me comienzan los dolores y ya no lo soporto.  Y pese  a lo que habíamos imaginado, con el tiempo a Raúl  le ha ido bien;  aunque  toma mucho whisky –ya no prueba pisco- y cambia continuamente de pareja.  Primero  vivió   un  tiempo  con  Iris,  una colombiana de quien no tuvo hijos.  Ahora  parece  que  sale con una Maltesa, eso creo por lo que me cuentan algunos  conocidos.  A  él  no  me atrevo a consultarle, y tampoco le pregunto nada sobre Oriana y los dolores, no sé si a él le ocurre algo parecido; desde que vivimos lejos hemos  perdido  la  confianza.  Sé   que  Raúl dejó la medicina y durante mucho tiempo se dedicó a la pintura, pinta unos óleos que despliegan mucha luminosidad, pero lo más importante es que nunca hablamos  de mamá ni tampoco de la Orianita. Desde que nos separamos le juré que las olvidaría, concluimos que lo importante entre nosotros era sobrevivir, y estuvimos totalmente de acuerdo que había que borrarlas de nuestras vidas; había que evitar la enfermedad de las asimetrías, como la llamaba él. Pedro con el tiempo llegó a ser el presidente de una empresa de vapores  importante  -la  Stanley  Vapor  parece  que se llamaba-,  donde tuvo que viajar  continuamente por asuntos de  trabajo.  A  veces  me mandaba una postal del Cairo, otra de Camerún, o de una importante capital europea.  Julio se casó con una mujer de mucho dinero y por años se entretuvo coleccionando autos históricos que traslada por distintas exposiciones internacionales. Con él tampoco, nunca, hemos hablado de Orianita.  Y desde ese tiempo mi vida se ha desarrollado de manera predecible. He luchado por conseguir un espacio honorable en este mundo, hasta podría decir que fui durante un tiempo un hombre de éxito, con amplio poder en el trabajo, en la empresa química BASF de Michigan, hasta que me echaron del trabajo y me transformé en un perfecto inútil. A veces escribo relatos donde sin censura lo cuento todo. Ahí he perdido a los pocos amigos que me quedaban, porque los otros ya se han muerto. Pero mi esposa, Pilar, me ha ayudado mucho, me ha dado dos hijas vivarachas y tiernas, que me regalan esperanza cuando  estamos  juntos  y  conversamos de la vida. Me hago el leso cuando me preguntan por su abuela o la tía Oriana. Pero esa  alegría  -esa  borrachera  de  alegría que me regalan-, no me altera la certeza  de  saber que un día, en un tiempo no muy lejano, ordenaré  mis papeles, cancelaré   algunos  compromisos,  y  como  un  autómata  afiebrado  llamaré  a mis hermanos  con  la billetera abierta al frente. Tengo una pregunta que me arde, sé  que  no  debo hacerlo -lo hemos conversado sentados en esa mesa coja, en el comedor de entrada-,  pero mirando valientemente una  foto  de mamá junto a Orianita, una que se tomaron para la canonización del padre Hurtado en Roma (y que guardo en una billetera que pertenecía a mi papá), cerrando bien un puño, me haré   de  valor  y  les  preguntaré   qué   hubiese pensado la mamá  de todo esto:

            ¿Qué  hubieras pensado tú, mamá?