Destino final

Cuando llegué a los Estados Unidos en el año 82 lo vi todo muy grande. El intermedio me lo dieron los aeropuertos. El de Santiago de Chile se veía pequeño, borroso, frente al de Miami que parecía una ciudad entera y llena de luces. Imaginé que frente a cualquier distracción, corría el riesgo de ser devorado por una vorágine de pasillos, escaleras, y gente apurada y de todo los colores. Lo vi todo muy grande comparado con lo que yo llevaba, que eran una radio Grundig, de onda corta, algunos libros, algo de ropa, y un sándwich de jamón con queso en un pan crujiente, una marraqueta fragante, que me traje de la casa. El sándwich me lo había preparado mi padre a último minuto, poco antes de partir, imaginando que el viaje sería solamente un paréntesis, un cambio leve, porque pronto volvería a vivir a mi país.  

Alrededor mío, en el aeropuerto, la gente se movía a un ritmo alocado, dando a entender que conocían bien hacia donde iban, conocían bien el destino final. Yo todavía no sabía nada de eso y me costó esfuerzo ubicarme frente a las grandes pantallas -porque también eran bien grandes- donde se anunciaban los vuelos y las salas de embarque. Sentí hambre, desolación, y probé el sándwich que me había preparado mi padre; le di el primer mordisco y lo guardé. ¿Me habré equivocado?, pensé, ¿me devuelvo? ¿Me podré devolver? Al desembarcar en el aeropuerto de Miami, las autopistas me parecieron canchas de aterrizaje, y me costó esfuerzo darme cuenta que ya habíamos salido del terminal, porque todo seguía siendo grande, desproporcionado. Iba en un bus de proporciones, que se movía entre unos camiones enormes que zumbaban a gran velocidad a mi lado. Miré hacia mi maletín de mano, lo toqué con mi manos traspiradas como para asegurarme de que todavía tenía algo familiar a mi lado, como para buscar la confirmación de que un pedazo del país del cual me despedía porfiadamente seguía ahí, y me acompañaba, todavía lo podía ver en las pequeñas cosas que llevaba, estaba en mi escobilla de dientes, unas fotos de familia, libros livianos y mi juego de ajedrez. Respiré hondo al abrir el maletín de mano para sacar el sándwich; pero lo empecé a probar y me di cuenta que comenzaba a tener otro sabor; no estaba mal, pero era distinto. No lo pensé mucho y creí que era el efecto del cansancio.

Ya han paso muchos años y me he quedado a vivir fuera de Chile. Me casé, tuvimos dos hijas maravillosas que nos llenan de alegría, junto a nuestros dos perros pirineos y varios gatos; pero noto, siento, que durante todos estos largos años siempre me he esforzado por recuperar ese sabor del sándwich que me preparó mi padre. No sé si lo he logrado.

2 comentarios en “Destino final”

  1. Recuperar el sabor original de ese sandwich solo es posible si nos quedamos suspendidos en el tiempo. Más vale pensar en cómo revivir ese sandwich en nuestros propios hijos y renovar de esa forma el ciclo de la vida.

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