Buenas noches

Siempre me asalta la tristeza al darme cuenta que no los conocí, a mis padres. A ella por sus complicadas formalidades, sus ritos, sus opiniones fuertes que tendían un enrejado, me alejaban. Y a mi padre porque siempre escondió algo, un hecho triste de su pasado, o varios, de los que nunca supo hablar. La última vez que lo vi estaba en su cama, pero como flotando sobre una nube a la que le tenía terror, la nube que lo paseaba por el mundo de la irrelevancia y sus últimos años. Le golpeó duro esa vejez porque nunca se acostumbró a ella.

La última vez que estuve en Chile ya mi padre había partido. Dormí en el departamento de mi madre, en un cuarto pequeño, vecino a su pieza, tapizado de antepasados aparentemente gloriosos, pero ya completamente olvidados, irrelevantes. Eran unos retratos extraños, donde estaban sentados en unas sillas de estilo ensartadas en un jardín. Siempre los miré a ellos muy extrañado al comprobar lo poco y nada que conocía sobre sus vidas. Al menos ese pasado ella no lo escondió, pero lo contó a su manera. Recuerdo que se hizo de noche, ya estaba oscuro y se escuchaban los autos que pasaban furiosos por avenida Kennedy, cuando repentinamente, desde su cuarto, me dijo buenas noches Cristiancito. Pero no le contesté, quizás para demostrar que el tiempo había pasado y que ella esta vez se había equivocado, y que su hijo Cristiancito ya estaba durmiendo, no estaba despierto como ella creía para decirle buenas noches mamá. Y después, cuando falleció, tampoco me despedí de ella, quizás para demostrarle otra cosa que todavía no encuentro.

Me visitan mis hijas para conocer la casa nueva que tenemos en Michigan. Se hace de noche y una de ellas se queda dormida mientras veíamos una película de terror en la tele. Me despido de ella, le digo buenas noches, pero no me contesta, no me dice nada. Me voy a mi cuarto caminando por la oscuridad de la casa, a tientas, en tinieblas, y me pregunto ¿qué me dijo al quedarse callada, qué trató de decirme?