Después de escuchar los excelentes textos sobre la maternidad en la clase pasada, donde algunos describieron lo que sintieron al ver nacer a un hijo o hija, o nieta, me cuesta agregar algo que considere bueno. En mi caso, cuando nacieron mis dos hijas me sentí, como en tantas ocasiones anteriores de mi vida, poco preparado, y casi a punto de gritar me repetía: y ahora qué hago, qué hago, o cómo lo hago. Recuerdo que cuando me pasaron una tijera pesada y filuda para que le cortara el cordón umbilical a mi hija, Camila, cambié de color y casi me desmayo. Me ofrecieron asiento y sentí susto, y una tremenda responsabilidad. De inmediato pensé que no me podía morir, no me podía pasar nada, no podía fallar porque necesitaba cuidar y ayudar a esta nueva convidada al mundo.
Siento que muchos de mis momentos de felicidad han nacido así, después de innumerables periodos tristes, difíciles, y creo que por eso los aprecio más. Siento que los cimientos de esos momentos de felicidad están ligados a muchos episodios de fracaso, de lucha, desencantos y traiciones. Así fue como me a ocurrió con mi madre, por ejemplo. La trato de recordar sin rabia, pero su recuerdo aflora con un descariño doloroso. ¿Llegará eso a transformarse en rabia? Espero que no. A ella la asocio con la casa de Algarrobo, que a veces, también, relaciono con nuestra antigua tele. Como ya lo he escrito antes, ocurría así (nunca es tarde como para intentarlo con un texto nuevo): partíamos con mis padres en un fin de semana cualquiera, en ese Chevrolet rojo, aletudo, y que ahora solo veo en los shows de autos históricos aquí en Detroit. Llegábamos después de varias horas al balneario. Era un viaje largo y tortuoso, y donde al pasar por Isla Negra, veíamos la casa vecina a la de Neruda, que habíamos arrendado un verano, antes de que mis padres construyeran la casa de Algarrobo. Recuerdo con felicidad unos patos que entraban y salían de la propiedad a través de un hoyo en el enrejado. En ese tiempo Neruda era un vecino cualquiera que escribía versos, todavía no había obtenido el premio Nobel.
Al llegar a nuestra casa se me acentuaba esa sensación de lejanía cuando encendíamos la tele, un aparato de plástico, un Motorola café claro, que captaba una señal muy débil. La pantalla gris repentinamente se nos llenaba de puntitos blancos que pronto se evaporaban cuando captaba algo de afuera, una señal anémica, misteriosa que me llenaba de felicidad. Esa señal me empujaba a soñar porque me hacía sentir lejos, aislado, como si estuviera en otro lado, casi escondido de la civilización. Mi madre todavía no se había perdido en los laberintos de una vejez triste y solitaria, agria, como esos vinos baratos que con los años envejecen mal. En ese tiempo todo era distinto, ella era joven y buscaba vernos contentos, felices, en una actitud que la llenaba de alegría cuando reíamos y celebrábamos todos juntos. Una amiga de ese tiempo, la recuerda en un e-mail que me mandó después de leer una sección triste de este relato, donde cuento sobre mi madre ya anciana, ya marchita, con esa actitud poco generosa que mostró pocos años antes de partir: “…..me acuerdo de nosotras muy chicas en Punta de Tralca. Nos llevó tu mamá. Ella vestía una túnica o caftán, y allí, en la playa, con los brazos bien abiertos y mucho viento gritaba, ‘quiero ser feliz’ mientras nosotras saltábamos de gusto sobre la arena. Qué feroz es la vejez y la muerte de los padres.” Lo triste es que después, con los años, todo eso cambió, crecimos, nos hicimos adultos, y como que empezó la competencia, hubo barreras entre nosotros, se interpusieron otras gentes, otras familias que ella no había escogido ni aceptado, como nuestros amigos y parejas. Y pronto, demasiado pronto, ella se avinagró. La vejez se la robó hacia otro territorio.
Pero en Algarrobo encendíamos la tele, y ese pequeño mundo nuestro, santiaguino, hacía cuidadosamente su entrada, pero con filtros, con una nieve de puntitos blancos, titilantes, que nos entregaba la pantalla. Me gustaba luchar contra esos tamices, contra esa señal de mala calidad. Movía la antena, la orientaba, le colgaba un alambre (que antes había sido un colgador de ropa), y a veces funcionaba, lográbamos ver El Santo, Los Invasores, o Hawái Cinco Cero, seriales populares en esos años, y que nos llegaban como desde otra dimensión. Después, y con el tiempo, eso también cambiaría, y ya no hubo problemas para escuchar muchos canales y de todo el mundo. Y ahora desde Michigan, a veces, y en días de tormenta, de lluvias y relámpagos, la señal en nuestra tele empeora. Mis hijas entonces condenan, Camila se enoja, Sofía la apoya, y llaman de inmediato al servidor, pero a mí me ocurre lo contrario, disfruto de ese desperfecto. Mientras ellas tratan de solucionar urgentemente ese problema, yo lo saboreo, me gusta la señal de mala calidad porque imagino que nuevamente estamos lejos, distantes, y que nadie se ha movido. Y entre sueños y alucinaciones, entre los reproches de mis hijas, entro nuevamente a mi antigua casa de Algarrobo, -una casa que sentía como mía- y veo a mi madre anciana, disminuida, sentada sobre una silla de fibra de vidrio roja, pero que esta vez sonríe al verme. Salimos en un auto, un Honda gris, hacia Punta de Tralca donde al llegar, veo que se saca sus zapatos y empieza a saltar de gusto frente al mar y mucho viento, y me grita que ha sido feliz, “he sido feliz, Cristián”, y que está contenta, dichosa, como en esos años de Algarrobo. Entonces vuelvo a ver esos patos que entraban y salían de la propiedad a través de un hoyo en el enrejado, un hoyo en el espacio y en el tiempo, y me saco los zapatos y la acompaño, y me largo y corro contra el viento sobre la orilla de la playa, me mojo los pies, la ropa, y grito a pulmón abierto que también quiero ser feliz.
Cristian , que genial. Lo he disfrutado y me conmueve cómo escribes . Un abrazo enorme. Chus
Gracias, Chus! Que me gusta saber que lo leiste con interés! Cuando escribo, siempre lo hago imaginando que Ignacio lo puede leer, por eso me esfuerzo para que me resulte lo mejor posible.
Un fuerte abrazo desde Michigan
Cristian
Qué bonito lo que dices !
Gracias, Alberto!