La nota siguiente no fue escrita por mí, pero me habría encantado haberlo hecho. Es un texto que escribió un amigo en respuesta a las notas anteriores referente a las familias y sus historias, sus secretos. Son recuerdos personales que parecerían muy ajenos, pero que de una manera bien especial los siento bien cercanos, casi míos; a lo mejor eso sucede por lo universales que son, por esa fibra humana que tocan donde se muestra un mundo, un universo personal, pero que también es nuestro por ese acercamiento tan entrañable hacia la vejez. Están editados mínimamente, y cuando lo hice, fue solamente para acercar ese recuerdo a la verdad emocional de esos momentos -aumentar “el eco”, como dice mi amigo-, que es lo que verdaderamente importa. Puede leerse mejor probando un cafecito sin apuro, o sentados frente al mar. Aquí va:
Cristián, leí tu relato y me quedó resonando, con eco, lo mismo que el relato anterior, el de una semana atrás. Pero no te preocupes, el que me provoquen eco es bueno, es positivo, no es como cuando escuché en una oportunidad poco feliz, el cuarto está mal amoblado, vámonos de aquí, se siente eco, me decían, y lo decían como un dictamen condenatorio, fulminante; así que nos fuimos, nos escabullimos raudamente como si el eco nos hiciera mal, nos enfermera.
Los ecos respecto a los recuerdos, que de por sí son imperfectos, de poca fidelidad, pueden no coincidir perfectamente con los hechos o las percepciones atesoradas, pero construyen nuestra vida. Siempre he tenido buena memoria, lo he sabido continuamente y lo he podido confirmar en mi vida diaria; de hecho hasta los 30 o más años padecí de una híper-memoria, una desagradable manía o capacidad de guardar todos los detalles de algo que me había sucedido. Y más que evocar, después me transportaban de cuerpo presente al instante vivido previamente, y dado que cuando chico era tímido, callado, me empujaban de regreso a esas “planchas” o momentos difíciles, pero también hacia la alegría. Eran fuentes que me ayudaban a revivir las emociones. Esa conciencia tan vivaz de los momentos pasados debí trabajarla incluso con algo de terapia, ya que episodios de culpa mínima hacían recriminarme varias veces el mismo hecho hasta el atontamiento. Logré sobrepasar esos temas, pero los hechos se han quedado siempre ahí, siguen vivos, y los busco y saco a voluntad cuando deseo.
Trataré de contarte algunos episodios que ilustran como los recuerdos soportan nuestras vidas cual andamios o hilos firmes que nos posicionan en lo que somos.
Mi madre tiene 89 años y ha estado enferma en estos días. Siempre ha sido hipocondríaca. Creo que hace unos 30 años que no sale de su casa por más de cuatro horas. Ayer sábado, mi hermana y mi padre la llevaron a la Clínica después de averiguar si podían hacerle imágenes con equipos de campaña, es decir con rayos-X’s portátiles, ecógrafos, etc. Se enteraron de que no es posible, y de serlo sería caro y bien poco común. Pero al menos aprovecharon de pasearla por Valdivia. Me enviaron una fotos donde se ve feliz, casi como descubriendo por primera vez esa ciudad y sus calles que fueron sus dominios durante tantos años, cuando manejaba su auto junto a ese carácter fuerte y complejo heredado de sus abuelos, esos de rancia aristocracia y donde se “roteaba” sin miramientos a quien no fuera “como uno”. En un momento, la discusión más enredada se centró en como bajarla del auto y subirla a una silla de ruedas. Me cuentan que los dejó a todos mudos cuando zanjó la discusión con un…. “no, por favor, no; que todo Valdivia creerá que soy vieja. Pásenme un sombrero grande y con anteojos”. ¿Qué percepción tendrá de ella misma? ¿La de cuarenta años atrás? He conversado largamente sobre estos temas con ella, sobre el paso de los años y donde le gustaría vivir en el futuro. Me ha dicho que le gusta estar donde están sus cosas, sus revistas, sus recuerdos; al final ese es su mundo, el suyo propio. Y siempre me agrega como para convencerme, ¡en otros lugares no sabría donde está el baño, mijito! ¿Cómo lo hago si necesito el baño? Dime, dime: ¿cómo lo hago? El baño, ¿me entiendes, mijito? ¡Tanto te cuesta entender a tu propia madre, la que te parió!
¿Qué puedo explicarle a mi madre? ¿Imaginará que muchos lugares ya no tienen baño, o que los baños ahora los esconden, los mueven, son portátiles, los cambian de lugar? Realmente no lo sé.
Mientras conversábamos sobre los baños traté de ordenar una rima de revistas polvorientas que a todas luces nadie había leído en décadas. Pero de improviso y de una esquina del dormitorio, como si me llegaran ecos de un país lejano, me ordenó afligida, deja mis cosa ahí, no revises nada, no muevas nada, no cambies nada. Me levanté titubeado, -sin moverle nada, por supuesto- pero recordando, repasando todos esos años que vivimos juntos, cuando de sorpresa vi sobre su velador las cartas que le escribí cuando nos fuimos becados a Rumania, por ahí en el año 86-87. Las tenía delicadamente abiertas como recién llegadas por correo, con esos sobres y papeles crujientes y translucidos de bordes tricolores. Las había releído y vuelto a releer y vuelta a sorprenderse con las noticias de mi juventud como si las cartas le hubiesen llegado una semana atrás. Tampoco se las cambié de lugar, no se las toqué, pero noté con pena que esa realidad, la de mi madre, y esa percepción tan vívida de su entorno cercano y su cobijo, la hacen sentirse segura; ese es su espacio, es lo conocido, ese es su hábitat. Noté que sus recuerdos le permiten afirmarse en ellos como muletas, como “burritos”, para seguir, para continuar hacia adelante con su vida.
Mientras te escribo este correo me avisan que murió su perro, el Chopo, esta mañana a las 3:30 AM. Lo enterraron a las 7:30 en el jardín; creo que será un golpe fuerte para ella; fueron 16 años de un fiel compañero que la escuchaba y no la contradecía, no la contrariaba. Mi padre me confiesa que ese estado de máxima dependencia en que se encuentra ahora, lo obliga a estar anclado en la casa y sin poder moverse.
Salgo de su cuarto mientras la escucho todavía lejana, todavía distante; y que no le toque las cartas, me recuerda, deja mis cosas ahí, me pide, no revises nada, no muevas nada, no cambies nada…..
Me quedé levitando afuera de su cuarto y esperando algo (¿a alguien?), sin moverme; esta vez era yo el que no movía nada. Toda la casa y los pasillos estaban en silencio y creo que llegué a palpar el aroma de las alcayotas. ¿Qué edad tendría en ese entonces? ¿Qué edad habré tenido? Corría el año 66 o 67 cuando llegamos a este sitio que nos parecía tan lejano, húmedo y desconocido, con olor a pinos y a ese barro hediondo que rodea a las alcayotas. Llegamos en un auto de color granate y con olor a tapiz nuevo. Y con mis 10 años me preguntaba si mi padre sabía lo que estaba haciendo. Y ahora, frente al implacable paso de los años, puedo decir que sí, me he dado cuenta que invariablemente supo lo que estaba haciendo; y nos hizo partícipe de sus sueños y también de sus locuras, esas que se han quedado conmigo para siempre. Son recuerdos que como el burrito de mi madre, todavía me acompañan y ayudan a moverme en esta vida.
Y mi amigo termina el texto con evocaciones que parecen oraciones, lágrimas, o simplemente eso: recuerdos de familia…… pero ya sin los secretos:
-¿Te acuerdas de la alfombra roja, en tu casa de Avenida Suecia?
-¿Lo potente del sol que se acrecentaba y crecía por las rendijas de los postigos a medida que avanzaba el día, en tu casa de Avenida Suecia?
-¿La crujidera de las maderas del pasillo, en el segundo piso, en tu casa de Avenida Suecia?
-¿El olor del baño de la Guillermina, la empleada, siempre con filtraciones y humedad, en tu casa de Avenida Suecia?
-¿El portazo que daba tu padre al llegar o al irse al hospital, en tu casa de Avenida Suecia?
-¿Esa bodeguita/bar, bajo la escalera, llena de arañas y polvo y más arañas, en tu casa de Avenida Suecia?
Sí, me acuerdo; me acuerdo de todo eso y mucho más.