En la contribución anterior contaba que mi madre había escogido compartir su vida con mi padre para mejorar el pull genético que afectaba a su familia. Una familia de altos apellidos y mucho rango, pero de capa caída y condenada por la naturaleza, al emparejarse demasiado entre primos y parientes, entre “gente como uno”. A ella misma la tenían en línea para casarla con un primo hermano, pero al final se decidió por “el roto” de mi padre. En general pareciera que acertó con eso del pull genético “mejorado”, porque los hijos no le llegaron al mundo con cola de cerdo, pero conmigo no tuvo tanto éxito porque desde chico fui muy callado y bueno para fijarme en detalles, detalles tristes y buenos para el olvido; pero que yo no olvido, no puedo olvidar. Esa es mi falla genética.
Por ejemplo, cuando mi padre comenzó a ser derrotado por la vejez y los años, mi madre nos mandó a todos sus hijos (hija incluida) una carta diciendo que ya no daba más, y que nosotros teníamos que hacernos cargo de él; sobre todo los hijos que vivían en Chile, y que ellos debían aceptarlo en sus respectivas casas por períodos largos. Nunca se habló de atención especializada, o de vender algo para ayudarlo; eso nunca se discutió. Así fue como el experimento propuesto por mi madre se implementó de inmediato, pero no funcionó; fracasó no solo porque mi padre se paseó como un perdido por las diferentes casas que no eran las suyas, por camas que le eran ajenas, pero sobre todo falló cuando mi padre, el Profesor Extraordinario de Neurocirugía, se sentó en la taza del water (en la casa de mi hermana) y defecó sin darse cuenta que tenía la tapa cerrada…… nunca le pregunté a mi hermana cómo limpió. ¿Ocupó un paño mojado? ¿papeles absorbentes? ¿Pañales? ¿Le contó a alguien más en su casa?
Finalmente mi padre falleció solo y sin atención especializada, sin enfermeras o cuidadoras. Mi madre le confidenció a mi hermano, Gonzalo, como había ocurrido todo. Le contó que cuando vio que mi padre se precipitaba hacia su final inevitable, salió del departamento por unas horas porque era muy estresante verlo morir, escuchar los sonidos, los espasmos, las súplicas. Muchas veces, en esos momentos previos a la muerte, uno entra en un sopor, interrumpido por breves momentos de mucha lucidez y angustia, donde uno percibe que ya se muere y lo resiste con mucha fuerza, lo pelea y batalla. Es ahí cuando se hace necesario administrar medicamentos, calmantes, a los que mi padre no tuvo acceso. Ella, mi madre, se quedó por un largo rato afuera, esperando, para que al regresar estuviera muerto. Lo que ocurrió tal como había sido planificado.
-¿Cómo? ¿Qué? ¿Te entendí bien? –le pregunté a mi hermano, Gonzalo.
-Claro. Así. Tal cual. Ella debe haber pensado que como yo en ese entonces era monje budista, me lo podía contar sin problemas…..
Mi hermano, Gonzalo, entonces le volvió a preguntar qué había pasado, cómo había ocurrido todo, pero ella no se lo repitió, y simplemente le dijo que había pedido un vaso de jugo de naranjas y había muerto.
Y a mí, que siempre me han gustado ese jugo, desde ese entonces ya no me gusta tanto.
Luego en la Iglesia mi madre se notaba radiante, liberada, y nunca nadie la vio derramar una sola lágrima. Y hubo un encontrón que desgraciadamente no presencié. Ocurrió cuando mi madre divisó a una señora que trataba de saludarla, pero que ella rechazó sin miramientos con las siguientes preguntas que dejaron a muchos mudos, temblando:
-¿Y usted quién es? ¿Cómo viene al entierro de mi marido? ¿Cómo se atreve? ¿Con qué cara viene, si usted fue su amante?
Desgraciadamente en ese momento yo estaba en otro lugar de la Iglesia y no lo pude ver en persona, pero me lo contaron mis hermanos. Me habría encantado escucharla….. haber podido hablar con esa señora, y quien sabe, a lo mejor darle las gracias por el mucho bien que le pudo haber causado a mi padre.
Al final del servicio, nos subimos a un auto negro, con el cadáver de mi padre en un ataúd ubicado atrás. Fue ahí cuando mi mamá repentinamente se puso a hablar del médico que pocos minutos antes le había dedicado unas palabras muy cariñosas a mi padre. “A ese no lo nombraron director del Instituto de Neurocirugía”, nos dijo, “porque tenía los dientes feos. Y todavía los tiene horribles”. Y entonces miró a su alrededor para ver el efecto que provocaban sus verdades, sus latigazos de conocedora del mundo. Y yo miré al pobre chofer que seguía haciendo lo que dictaba el contrato: manejar y estar atento a los otros autos, llegar a destino. La verdad es que no lo podía creer; y aunque uno no había firmado ningún contrato, guardé silencio, y no me atreví a decir una sola palabra. Desgraciadamente yo tampoco manejaba; me habría gustado poder hacerlo, por hacer algo, al menos. Solo guardé silencio y me quedé mudo. Y sentí pena, vergüenza, porque mi madre claramente no podía cambiar de marcha, no sabía como mover la palanca de cambio y olvidarse por un momento de las intrigas, las conversaciones de pasillo, las maquinaciones siniestras. Sentí cierta envidia por el chofer, que seguía mirando hacia el frente como si no hubiese escuchado nada, impertérrito, sordo, cuadrado con las obligaciones de su contrato. Sentí curiosidad por las historias que debe haber conocido de tantas otras familias como la nuestra, por los cuentos y recriminaciones que debe haber escuchado al moverse adentro de su auto, encerrado en esa burbuja, inmutable, entre el torbellino de Santiago para llegar hasta un cementerio. Cuando finalmente llega a su casa al final del día, me pregunté, ¿hablará con su pareja sobre todo lo que había escuchado? ¿Repetirá esos diálogos, esas historias inconexas, esas recriminaciones, al sentarse a la mesa, cuando ya no maneja, y sin la necesidad de obedecerle a un contrato?
Me he dado cuenta que el drama en que estamos últimamente inmersos en el corazón de nuestra familia, encaja perfectamente con esta narrativa de vida de adulto….. hasta que no quede nada.
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Termino de corregir y leer este texto en la librería Barnes & Noble aquí en Northville, Michigan, a las 1 PM de un viernes 29 de Diciembre del 2017. A mi lado pasa un viejito ayudándose con un “burrito”. Su señora, otra viejita, lo acompaña. Los dos tienen un libro “Tenth of December: Stories” de George Saunders, en sus manos, un libro que quiero leer, que deseo conocer. Ellos no se dicen una palabra, pero se entienden; uno los ve y parece una danza. Así me gustaría llegar a viejo. ¿Resultará?