Era fin de semana y por eso era también Algarrobo. Primero, durante los años iniciales, llegábamos a ese balneario de la costa central de Chile, cruzando Melipilla, Llolleo, y muchos otros poblados pequeños como Las Cruces y El Quisco. Al poco rato de bajarnos del auto, al estirar las piernas y sentir la brisa fresca en el rostro, y al comprobar la arcilla crujiente bajo los pies recién estirados, limpiábamos la casa, espantábamos a las arañas peludas y ventilábamos los cuartos pasados a la humedad de la playa y encierro. De ahí partíamos al Club de Yates del cual éramos socios, pero sin ser dueños de ningún bote; ni siquiera teníamos un flotador de goma para arrojar al mar, pero éramos socios. En ese tiempo sonaba bien proclamar que íbamos por el fin de semana a la playa, a Algarrobo. Ahora, imagino, suena mejor nombrar otros lugares. Nos arrancábamos felices de Santiago y sus calles polvorientas, su ruido, sus veredas atestadas de gente en el centro de Santiago. Camino a la playa nos deteníamos en los semáforos donde veíamos desfilar a la gente a través de las ventanas del auto; muchos bien trajinados por el trabajo, los horarios, la pega difícil, y que se apuraban también por llegar al descanso, a sus casas o departamentos distantes. Con el tiempo, celebraríamos la construcción del túnel Lo Prado que nos acortaría el viaje hacia la playa. Y ahí fue cuando cambiamos la ciudad de Melipilla por Casablanca; y de Casablanca a Algarrobo seguíamos por un camino de tierra y piedra floja, gredoso. Por esa camino, tiempo después se mató mi querido amigo Jaime Escobar en los años 90. Nunca había sido dueño de un auto y creo que eso lo traicionó, le faltó experiencia al volante. Se dio una vuelta de campana en una curva maldita donde se machacó la cabeza. Al poco rato llegó a las manos de mi padre, quien pese a que por breves momentos me dijo optimista, quizás, quizás se salva, mijito, a los pocos días murió y no hubo vuelta. Falleció tu amigo, mijito, me contó mi padre por la línea, bien parco, pocos días después, como escondiendo palabras, detalles.
Cuando ya creíamos que habíamos ventilado la casa, llegábamos al Club de Yates, donde sin subirnos a ningún bote, subíamos en cambio por una escalera de madera bien encerada, pasada a la humedad de la costa y a cera espesa, para sentarnos en el segundo piso que tenía unos ventanales bien grandes y un poco sucios por la sal y el agua de mar. Afuera se veía el océano moviéndose como un animal lento y tranquilo, y el típico muelle de metal oxidado y muchas gaviotas, cormoranes, pelícanos que volaban muy bajo, y algunas parejas y familias que se paseaban por la vereda que bordeaba la orilla del mar. Eran unas parejas que se paseaban hacia fuera, mirando hacia fuera y como buscando conocidos, amigos, tratando de encontrar a fulano de tal. Aquí en USA a lo mejor ocurre algo parecido en un balneario importante, pero en mi caso siempre me ha gustado pasear escondido, en el anonimato, o mirando hacia adentro, sin buscarle la cara a nadie, y sin tratar de reconocer a nadie tampoco, sin buscar a ese fulano de tal. Como que en Chile nunca encontré mi burbuja, o donde me pudiera sentir a gusto.
En el Club de Yates me gustaban los garzones, y el ruido que hacían, la crujidera de hielo que hacían cuando preparaban el pisco sour. En ese sentido como que ellos también pertenecían a una burbuja distinta y eso me atraía hacia ellos, nos parecíamos mucho. Al poco rato nos acercaban unos canapés de erizos, unos rectángulos olorosos que traían una torrejita de limón amarillo colocada estratégicamente sobre la lengua café. En esos momentos percibía breves instantes de felicidad, chispazos. Mi padre estaba conversador y los mozos –pese a pertenecer a otra burbuja- genuinamente se sentían a gusto porque el balneario resucitaba y cobraba vida cuando llegaban los santiaguinos como nosotros. A veces, cuando a mi padre se le acababa el tema, conversaba con ellos sobre el clima, la última marejada, o preguntaba sobre temas que apenas conocía, como por algún bote, pero en detalles bien vagos porque de eso entendía poco.
Eran fines de semana tranquilos porque todavía no había llegado Steve Jobs a cambiarnos el mundo. De celulares no sabíamos nada, y Santiago era una ciudad que ahí, frente al mar, rápidamente nos parecía ajena y distante. Siempre me gustó comprobar que pese a ser uno un mocoso callado y bastante mirón, que contribuía en nada a la conversación, me dejaran probar sin problemas esos canapés que disfrutaba en silencio estirando la mano, y que compartía junto a ese olor a cera, a humedad y encierro de las maderas en esa casa-refugio a la orilla del mar. De las murallas colgaban cuadros manchados y chuecos que nos mostraban un buque en medio de una batalla, o enfrentado a una tormenta tremenda. Imaginaba esos desastres y disfrutaba al estirar la mano nuevamente para probar otro canapé de erizos. Nadie me detenía, nadie me decía nada. Había felicidad aunque en eso tiempo yo no lo sabía.
Y ahora que ya pasado el tiempo, ya grandulón, con trabajo, salario, y mi propia familia, podría perfectamente comprarme los bocados más ricos y caros del mundo, pero noto que ninguno de ellos me llegará con esa magia y con esa intensidad inicial, no serán nunca tan ricos como los que probé en ese entonces, respirando ese olor a madera encerada frente al mar y frente a esos mozos felices de ese trabajo de fin de semana. Todo eso se terminó, se esfumó, se vaporizó. Creo que a eso me refería la semana pasada cuando escribía que ya no siento como lo hacía antes. Y por eso escribo también estas notas; para recuperar un poco eso que un día dejé, cuando abandoné mis calles, mis veredas, mi casa……. y que en ese entonces me parecían de todas maneras un tanto ajenas. Viviendo en otro lugar ya la situación se regularizó, porque se hizo normal sentirme ajeno a tantas cosas, viviendo en un país ajeno como este, o que tampoco ha sido el mío.
Creo que a mis hijas, en unos años más y cuando ya no estemos –es decir, cuando ya estemos todos muertos- les gustará también escuchar la crujidera de hielo que genera la preparación del pisco sour, porque ellas me observan con mucha atención cuando agrego el hielo, cuando agrego el pisco, el azúcar; me interrogan, me hacen preguntas. A lo mejor ahí se darán cuenta que por breves momentos también fueron felices. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más se puede ofrecer?