Viví por mucho años en una misma casa, en avenida Suecia 1521, en Santiago de Chile, hasta que partí. Pero mi partida fue gradual y también casi violenta, porque cambié de país, me fui a los Estados Unidos. Al principio mi partida fue gradual porque siempre regresaba para celebrar los fines de año, pero fue también violenta por ese cambio brusco, por esas raíces que se quedaron titilando y buscando tierra firme. Al principio fue como un experimento acompasado porque me arrimaba a esa idea de que nada había cambiado, podía regresar cuando quisiera a ese nido que todavía estaba ahí, en Chile. Pero no lo hice, con el tiempo no regresé, y ese cambio de país lo hice permanente, adquirí otro idioma, otros amigos y nuevos conocidos. El nido se me fue. Por muchos años me entretuve con la idea de que podría regresar, incluso imaginaba mi retorno, pero no fue así, el tiempo se me pasó, murieron los amigos de esos años, y muchos familiares cayeron al vacío como palitroques, incluida mi madre de quien ni siquiera me despedí. Y no me arrepiento de ese final poco glorioso y triste, pero así ocurrió, a través de un e-mail parco y frío donde me contaban que ya había chuteado el tarro, que ya había volado de este mundo. Ni siquiera lloré, pero eso sí me sorprendió. Trato de agregar algo, de explicarme, pero no resulta. Sucede que uno también cambia, se añeja, se deteriora y ya no se puede regresar, ya no podemos apostar y doblarle la mano al paso de los años, o cambiar la propia historia y lo que hemos hecho o dejado de hacer. La casa de mi infancia ya no existe, y a mis hermanos y hermana los veo distantes, diferentes, más nublados. Todavía conservamos mucho ADN común, mucho territorio que actúa como goma de pegar, pero son demasiadas las vivencias ajenas, distintas, que yo no les conozco y que ellos tampoco me conocen. Hemos tomado rumbos diferentes, hemos escogido parejas distintas. Nos hemos desgranado; pero sobrevive un árbol de esos años, un magnolio que todavía muestra flores y no muere, que porfiadamente se mantiene en pie como palitroque invicto. A los pies de ese árbol enterré a un gato siamés, el Olaf, que en su día quise mucho. Y es cierto, tú que lees este texto, tienes razón, te has dado cuenta, me acuerdo mucho más de mi querido gato que de mi propia madre (….hay que reconocer ese detalle, no lo puedo evitar). ¿Soy un monstruo? Cuando veo ese magnolio usando Google-Map, en la pantalla de mi laptop, logro imaginar mi antigua casa, y a mis padres, esos seres que creía eternos, infalibles, inmutables, pero que con el tiempo me mostraron los pies de barro que tenían, y los pies de barro míos, mis falencias, mis silencios. A veces logró escuchar también los bocinazos del auto de mi padre cuando llegaba del trabajo, mientras nosotros corríamos para recibirlo. Mi madre no corría, pero le daba sus mandados perentorios a Guillermina, la empleada de la casa: “apúrese mijita, apúrese, dele comida al caballero que acaba de llegar.”
Termino este texto en un día de otoño en Michigan y después de muchos años. Afuera llueve, vuela un pájaro, y no hay nadie que toque la bocina, no hay nadie que salga a recibir a nadie. Pero en la imaginación mucho sobrevive, vive un rato más, incluidos los recuerdos de mi madre.
Mi gato, el Luca, se me arranca de la casa y trepa sobre el tronco del magnolio que tenemos aquí en Michigan. Lo salgo a rescatar. Le doy comida.