Culpa

Este texto parece que ya lo mandé en una notita anterior, pero no importa repetirlo o reescribirlo otro poquito; es algo parecido a lo que ocurre con los platos de comida, o con las historias que a veces uno les cuenta a los amigos, cuentos que se distorsionan cada vez que uno los retoma, cada vez que uno las vuelve a recorrer para repasar ese pasado.

 

Estábamos en Chile en ese entonces, y me parece que estábamos terminando de probar un café con leche. Pero este último detalle la verdad es que da lo mismo, no importa, puedo haberlo inventado porque simplemente suena bien y en su tiempo me gustó, encaja con los recuerdos y no cambia la verdad de lo ocurrido. Muchas veces sucedió así, nos tomábamos un café en la mesa de diario, mientras los gatos pedían su comida en el patio vecino, y mientras el ruido de los autos empezaba a zumbar sobre la calles de Santiago. Repentinamente me mostraron unos cuadernos viejos, de mi época escolar, los que encontraron escondidos en el entretecho de la casa. Eran los tiempos del italiano Gianni Morandi y su grandes canciones como fueron -y todavía lo son- “Vagabondo,” “Zingara”, y “Ojos de Chiquilla”, todos éxitos de vinilo, grabados en esos platos negros que uno montaba sobre otro plato cilíndrico que giraba debajo de una aguja delicada. Esos mismos que recientemente se han puesto de moda nuevamente. En esos años más que nada escuchaba esas canciones por la radio.

 

En esos tiempos mi colegio, el San Ignacio, quedaba a pocas cuadras de la casa, de manera que siempre me iba caminando bien temprano por las mañanas. El año escolar se me aparecía de una eternidad insoportable y demasiado grande. Pero mirándolo ahora, y desde Michigan, dan unos deseos tremendos de volver, y de aburrirme tanto como me ocurría en esos años. Recuerdo que en las mañanas de invierno, se formaba una escarcha muy limpia y cristalina sobre los posones de agua encima de la arcilla, y era delicioso quebrar su superficie crujiente con la suela del zapato; era algo así como quebrar cristales, o parecido a caminar sobre cáscaras de huevos. A las pocas cuadras llegaba a la esquina de Avenida Los Leones con Pocuro, donde había una casa misteriosa y de muros amarillos, y donde se reunían ordenadamente muchos ciegos que parecían formar un grupo muy unido, solidario. Ellos esperaban silenciosos afuera de esa casona amarillenta a que alguien les abriera el portón de entrada. La casa tenía una placa de bronce brillante adosada al muro de entrada donde se anunciaba algo relacionado con los ciegos. Era raro el contrate de los autos que se movían rápidos en el trajín de la mañana frente a esa inmovilidad trágica de los ciegos esperando en esa esquina a que les abrieran el portón de entrada. Lo triste es que nunca los ayudé, y cuando entraban en apuros, cuando titubeaban, recuerdo que cruzaba los dedos para que fuera otro el que los asistiera a cruzar, los guiara, o los salvara de algo grave. Siempre quedé con esa sensación de no haberlos ayudado nunca, lo que es cierto, y es una deuda que siempre me renace cuando veo a un ciego por una calle de Michigan o donde quiera que me encuentre y veo un ciego: todavía no sé si prestarles ayuda o fugarme, correr, para que sea otro el que lo haga. Después seguía caminando y pasaba frente a una casa que a los pocos días del golpe militar del año 73 había quedado abandonada, y donde el pasto y los arbustos crecían como en una selva, o como en esos libros malos o película de terror barata. Siempre imaginaba a los antiguos habitantes de esa casa, y cada día me ofrecía una nueva posibilidad para imaginarlos. Un poco más adelante, y casi llegando al colegio, había un loco que vivía tirado en los jardines públicos y que tenía apenas cuatro dientes. Los matones del curso, o los más vivos, o los más grandes, o los que tenían pololas, se jactaban que por unas pocas monedas hacían que el mendigo les bailara y los entretuviera por un rato. Si la propina era suficiente también se masturbaba. Recuerdo que pasaba caminando al lado de ese espectáculo, pero ahí tampoco hice mucho, más bien me desentendía y cruzaba rápido hacia las clases del colegio, hacia los profesores…

…… y suma y sigue, porque uno cambia poco, y calla, calla demasiado. Como contaba en la nota anterior, por ejemplo, “primero llegaba el doctor Goic solitariamente a casa, entraba, se sentaba en el sofá café ubicado en el living de la casa y trataban –solos, siempre los dos solos- inútilmente de encajar con una buena cara en ese puzzle de muerte y de sangre y de traiciones, pero no les resultaba, ni a mi padre ni tampoco al doctor Goic.”

 

A lo mejor esos recuerdos sobre los años de colegio volaron gracias al efecto del cuaderno que me mostraron mientras probábamos café, y que alguien encontró en el entretecho de la casa. A lo mejor fue eso, el café, o el aroma del café. O podría haber sido también el blog de Paul Krugman, que en el The New York Times y cada viernes, nos ofrece un video sacado de YouTube. En este caso fue de Peter Gabriel, “Don’t Give Up” . Y así fue como terminé en YouTube escuchando también a Gianni Morandi y a Leonardo Favio. Después disfruté algunos comentarios que la gente ha dejado al escuchar esas canciones del recuerdo. Qué deseos grandes de haber estado ahí presente, por ejemplo, en ese bus que se menciona en el siguiente comentario referente a una de las melodías:

 

“…pasando una vez por Tulúa, por el estadio, donde había un concierto de música de los 70`s y 80`s, el conductor del bus se estacionó por un rato y todos disfrutamos de la música de Piero: gran artista.”

 

“…Verano del 69. Mi paso a Secundaria. Esta y otras canciones acariciaban nuestros oídos y nuestros corazones. Otros tiempos, sin duda… difíciles en lo económico, pero a quién le importaba. La música nos transportaba a otro mundo, distinto, placentero… gracias a Leonardo, Sandro, Leo Dan, Piero, Roberto Jordán, Marco Antonio Vázquez, Enrique Guzmán, Roberto Carlos, Julio Iglesias y tantos otros. Gracias por esa canciones del alma.”

 

Ahora, en la madrugada de un sábado aquí en Michigan y en el año 2018, enciendo nuevamente el laptop con otro café en la mano, distinto, y releo el comentario generoso que me mandó en su tiempo mi amigo español, Ignacio Carrión, que en esos años todavía nos acompañaba a la distancia, desde Valencia, España. Me mandó su opinión por e-mail después de leer el texto de más arriba y donde enfatizaba la importancia que tiene la memoria… y también la culpa, la culpa. Esto es lo que me escribió:

 

“Llega de Michigan el correo electrónico de un buen amigo chileno que vive allí, en los EE UU, desde hace años. Me habla de otros tiempos en los que escuchaba canciones de Giani Morandi por la radio de Santiago (Vagabondo, Zingara, Ojos de chiquilla), y eso le lleva a recordar la infancia en su país… el texto contiene todo esto pero además contiene otra cosa: la culpa, esa sombra que nos acompaña a lo largo del tiempo y nos devuelve al instante preciso de su origen: cuando uno cree que debe hacer algo y no lo hace; cuando uno desea evitar una injusticia y no la evita. Sigues caminando hacia la escuela, o hacia donde sea, a sabiendas de que debiste de ayudar a un ciego a cruzar la calle, y que debiste impedir que unos muchachos abusaran de un vagabundo loco y tampoco actuaste. Y esto queda para siempre en la memoria, no se borra, sigue ahí y sabes que seguirá ahí hasta el final,  y sólo te queda el consuelo de escribirlo, aunque es un consuelo que a lo sumo mitiga la angustia –el remordimiento-  pero jamás la elimina. La imagen de los ciegos en espera de que alguien los ayude a cruzar la calle, la imagen del loco desdentado que divierte a los muchachos y sacia su crueldad, son indelebles. Cuando menos lo esperas, saltan. Cuanto más las recreamos más poderosas vuelven. En cierto modo nos intimidan mucho más aunque las arrastremos, por la fuerza, a un espacio llamado literatura.”