Hasta Aquí Llegamos Juntos

Historia que relata los últimos años de la relación entre un padre y su hijo (el autor), al emigrar este último a los Estados Unidos. Por intermedio de cartas y visitas periódicas al país de origen se repasa la vida de ellos mostrando la vida del padre, sus logros, su actuar en una época dicicil para la sociedad chilena bajo Pinochet, junto a la búsqueda que emprende el hijo por reencontrarse con sus raíces al visitar continuamente Chile. Ese intercambio, esa despedida entre un padre y su hijo, a medida que transcurren los años, se mueve en paralelo con las vivencias del hijo al asimilarse a su nueva vida en los Estados Unidos, desligándose paso a paso y lentamente de la vida que transcurre sigilosamente en Chile. El relato explora las dificultades paralelas que s le presentan al autor al despedirse simultáneamente de su padre, cuando este finalmente fallece, y un país, Chile, que finalmente también abandona, pero sin perder completamente sus raíces y su identidad.

El Libro se encuentra en Amazon (amazon.com). Se puede buscar buscando por autor.

 

Prólogo………………………………..3

 

Adiós Hijos……………………….…5

Querido hijo   ……………………….5

Cuando era niño………………………6

Nuestro barrio……………………….7

Como viajábamos…………………………8

Estudiante en el Instituto Nacional…10

Mis primeros años de hospital………11

El primer edificio del Instituto de Neurocirugía…12

Victoriano falleció cuando murieron los muertos..16

El edificio actual……………..………17

Nuestra rutina……………..………….18

Elena Tapia………………..……………19

La tesis…………………..…………….20

Las tertulias literarias……..………..…21

Nos sentíamos pioneros de algo grande..22

El Dr. Valladares…………….………..24

El Dr. Mario Contreras………….……..25

El Dr. Carlos Villavicencio….………….26

El maestro Barraza…..…….…………..27

Los becados……………..……………..29

Una flor para Corales…..….……………31

El golpe de estado del 73 y sus preparativos..33

Una bandera y una joya…………………36

Un hijo en silla de rueda…….……………37

 

Adiós Papá…………… ………………..39

No encuentras todo tan viejo……………39

Te tengo la carta……………….………..43

Sabes tú que me perdí……………………44

Tía Euligia y el mar………………………45

A concho a concho…………………………46

Están destruyendo todo lo que creía permanente…51

Yo ya estoy en otra…………..…………..52

 

 

 

Prólogo:

 

A los Estados Unidos llegué como estudiante el año 82. En ese entonces todavía me sentía inmortal y permanente, donde la edad, el transcurso del tiempo y la vejez no me preocupaban, por eso jamás imaginé que veinte años, los veinte años que he vivido en el extranjero se resbalarían fáciles, como por un colador desportillado.

Acortamos las distancias abonando esos lazos que todavía nos unen fuertemente a Chile viajando cada dos o tres años para ver a nuestros padres, hermanos, hermana, y los amigos fieles. Y estábamos en eso, habíamos regresado hacía pocas horas en un viaje largo y pesado de Santiago, estaba de pie frente a la ventana de la cocina, intruseando en el refrigerador con la secreta esperanza de encontrar sorpresas, quizás una mermelada chilena, un poco de manjar blanco, acostumbrándome a ese invierno crudo de Míchigan que nos recibía sin demora, cuando sonó el teléfono. Al contestarlo una voz conocida me despabiló:

-Tu papá murió, Cristián, acaba de morir.

No entendí bien el motivo, pero al escuchar a mi madre anunciándome: «tu papá murió, Cristián, acaba de morir,» imaginé a mi padre muriéndose de a poco, tomándose su tiempo para perderse lentamente en un túnel de años y recuerdos, de tangos; zambulléndose en esa vejez que le llegó como un piedrazo, un capote negro que no lo soltó más. Finalmente nuestra despedida en Santiago había sido nuestra última y él lo supo, lo supo en el abrazo que nos dimos esa noche hacía pocos días, lo notó en esos temblores que nos recorrieron los huesos mientras me agachaba sobre su cama para despedirnos. Recuerdo que lo estaba tocando con mis manos cuando nuevamente me hice la pregunta con que siempre había terminado mis visitas previas: ¿Sería esta la última vez que lo abrazaba, la última vez que lo veía? Mientras me acercaba vi como sus brazos se extendían, los vi largos y delgados, como las dos extensiones de un pulpo que trataban de alcanzarme, que trataban de acortar distancias para encontrarse con los míos.

Y ahora estábamos de regreso en Santiago, asistiendo a su funeral en la Iglesia Nuestra Inmaculada Concepción. Nos costaba mirarnos a la cara para comprobar el rostro de sorpresa, de dolor y desencanto; pero fue reconfortante ver a los amigos, ver a Pedro, a Javier, Juan Pablo, Francisco, Andrés, y a los amigos de mi padre, a don Fernando, a Jorge, a Román, Alejandro, Guillermo, y también a sus pacientes y a nuestros tíos y tías, primos, Nicolás, familiares que no veíamos hacía tiempo. Debería haber conversado con ellos, sobre todo con los pacientes de mi padre que nunca conocí para que me contaran de él, para que habláramos, pero teníamos que continuar, ya estábamos atrasados después de recordarlo durante el servicio religioso. La ceremonia fue larga, tanto que al final lo sacamos de la Iglesia acompañados por el estrépito del campanario que llamaba a misa de doce.

Habíamos participado de esa misa inusual donde hablamos de mi padre como celebrándole un aniversario. Pero ahora, en este minuto preciso, empujábamos su féretro y costaba darnos cuenta que ya no lo tendríamos, que ya no estaría compartiendo entre nosotros. La chaqueta me apretaba y me sentía gordo, hinchado, el sol de un día de enero, a la salida de la Iglesia, me chicoteaba el rostro trasnochado y acostumbrado al frío del invierno en Míchigan.

Ya no estaba con nosotros pero de alguna manera todavía lo sentíamos presente, sobre todo porque muchas veces nos habló de este día, cuando lo fuéramos a despedir, y nos indicaba el lugar preciso donde lo íbamos a depositar apuntándolo con los dedos: ahí, en el Parque del Recuerdo. Y nosotros le escuchábamos, pero no le creíamos o no se lo tomábamos en serio, todavía pensábamos que a los padres, esos seres que un día conocimos vibrantes de salud, vigorosos, no les sucedía eso, no morían, eran inmortales. Pero ahora terminaba la misa y nos levantábamos apresurados, atropellándonos para encontrar un sitio al lado suyo para sacarlo hacia la calle. Nos daban ganas de llorar, pero ya lo habíamos hecho antes. Lo empujábamos con los pies apuntando hacia el altar, pero pronto alguien nos corrige. La gente silenciosa nos miraba y costaba creer que sí, que había fallecido. Desfilaban los rostros de algunos conocidos, amigos, mientras todavía lo sentíamos hablar, quizás reírse, conversar con ellos. Al empujar su féretro pensé en sus cartas, las cartas que nos escribimos y que estábamos organizando como en una larga historia. Fueron cartas donde se presentó casi desnudo, con una naturalidad que pocas veces floreció cuando estuvimos los dos juntos, sanos, radiantes de salud, en un cuarto de la casa y frente a frente. Al escribirnos fue como si inventáramos otra realidad que manteníamos distante, protegida de la vida diaria y sus trajines. Sujeté con fuerza la manija helada de su féretro y recordé también nuestras conversaciones telefónicas, esos encuentros donde tuvimos la posibilidad de despedirnos y mirar hacia atrás, la posibilidad de abrazarnos y decir hasta aquí llegamos juntos.

En Chile y en Europa, Asia o Latinoamérica han sido muchos los que partieron sin poder hacerlo, sin poder despedirse y hacer un recuento de sus vidas. Lo que sigue es un inventario de esa despedida, de esas cartas y conversaciones que nos acompañaron a través de la distancia que hay entre Santiago y Northville, y que ahora me acompañan mientras lo llevamos a su último reposo. No hay sentimiento más tremendo y triste que el olvido; estas pocas líneas son sólo un intento, un modesto borrador que trata de rescatar recuerdos, imágenes que acompañaron a mi padre, y que ahora, un poco desteñidas, perdidas por una memoria que flaquea, me hacen compañía cuando cruzo la autopista 696 en Northville y manejo hacia el trabajo. Espero que a ti -tú que estás leyendo- y pese a que vivas en otra geografía, en otro tiempo y haciendo tareas aparentemente tan distintas, en algún momento también logres convivir con ellos, con alguno de los personajes, y espero que de alguna manera todavía los sientas vivos y despiertos y te acompañen cuando vayas temprano a tus trajines.

Mi padre falleció, hace ya meses, años, lo dejamos en El Parque del Recuerdo; ese oso grande que uno creía indestructible ya no está, pero al menos nos dejó emociones, chispas, fuegos que en su época ocuparon toda su existencia y que ahora tú puedes leer, aunque acaso distorsionados por los años y desfigurados por las letras que muchas veces tiemblan y se niegan a salir.

Estados Unidos, Northville, Octubre 2002