Escribe como si ya hubieras muerto o como si nadie, nunca, te pudiera leer. Escribe solo así. Porque lo otro no es hacer escritura sino méritos.
Ignacio Carrión
Me preguntaste si acaso te podrías venir a vivir a mi casa cuando llegaras a tu vejez para morirte tranquila. Al principio te dije que sí, pero no me escuchaste, no volviste a preguntar y entonces te dije que no, que mejor no, que mi casa era pequeña y quedaba muy lejos, fuera de Chile, en Michigan. No te mencioné que Pilar se habría vuelto loca contigo ensartada en nuestra casa, en nuestras vidas, en nuestros afanes. Pero tú tampoco me dijiste nada, hiciste como lo hace uno cuando entiende, cuando se da cuenta que algo es inevitable. Le preguntaste eso mismo a mi hermano, Álvaro, el menor, “el Plito”, pero él también se hizo el desentendido, o quizás derechamente te dijo que no. Creo que a mi hermano Gonzalo, que vive en Canadá -pero tu jamás te habrías ido fuera de Chile- no le preguntaste nada, ni tampoco a mi hermano mayor, Alberto. Abrigabas la esperanza de vivir con mi hermana Mónica, en su casa, pero ella tampoco se apuntó para consagrarse a esa tarea. Pero ella, te ayudó, te mantuvo en tu departamento alto y aislado, como viviendo en una pajarera lejana, ayudándote en tus asuntos prácticos del día a día, pero tampoco te llevó a vivir con ella a su casa. Muchas veces llegó tarde para solucionarte un descuido, como cuando llenaste con agua caliente tu tina del baño mientras dormías, inundando tu cuarto y chorreando de agua los departamentos vecinos ubicados en los pisos inferiores. Fueron emergencias causadas por tu edad, tu deterioro -al que le tenías terror-, y quizás exacerbados por esa soledad triste que te golpeó de sorpresa durante tus últimos años.
Nunca te mencioné la revista porno que me encontraste escondida en mi cajón de ropa sucia. Y tú tampoco nunca me dijiste nada, pero sé que me espiabas, me seguías, me vigilabas. Recuerdo ya sin espanto y sin sorpresa esa confesión que me largaste mientras comíamos pizza junto a mis sobrinos y mi hermana en una de mis tantas visitas al país. A ti te gustaba -cuando te quedabas colgando en la periferia de lo que ocurría en tu entorno- desviar y recuperar la atención largando una declaración altisonante, ruidosa, que se robaba toda la tensión, y esa vez no fue diferente, no supiste, o no lograste esperar y entregaste sobre la mesa esa confesión tan tuya, donde con mucho orgullo nos dijiste a todos que tú habías visto a cada uno de tus hijos haciendo el amor. Ese era tu record, la vara estaba alta; nos quedaba claro. A lo mejor tu felicidad se relacionó con el hecho de no tener un hijo gay, porque para ti no había nada peor que eso; ser gay, o “salir” gay. No supe qué decirte, creo que me quedé mudo, nos quedamos todos, por un momento mudos y sin pizza y sin oxígeno. Y recordé una instancia donde eso pudo haber ocurrido. Estábamos en un hotel de Nueva York donde compartimos varios cuartos misteriosos y de mucho lujo que nos había conseguido un paciente del papá, o una organización misteriosa que lo había hecho para devolverle un favor, o varios favores. Con el tiempo, siempre recuerdo ese latigazo tuyo, y donde se me enfrió la pizza, y desde entonces te contesto mentalmente pero a destiempo, como ahora, sin que me puedas escuchar, y lo hago con otro comentario aún más desvergonzado: ¿te excitaste, mamá? Recuerdo que después del silencio de la pizza (siempre recuerdo eso pedazo de pizza helada), agregaste con algo de tristeza que yo lo hacía igual a mi padre, “lo haces igual a tu papá”.
Con los años, mamá, fuiste añejándote como los vinos malos, de botillería barata. Si tenías la posibilidad de pensar mal de un conocido, o un pariente, lo hacías sin titubear. A mi padre, ya anciano, le molestaba ver ese espectáculo, escucharte hablar así. Y contrariado no podía dejar de exclamar, me molesta lo que dice tu mamá, mijito; pero lo decía sin que tú lo escucharas, sin que tú lograras enterarte porque ya te tenía miedo. Lo decía sufriendo, adolorido y callado. El papá ya estaba viejo para detenerte, era tarde para para intentar algo, una corrección. A lo mejor mi silencio o negativa a que vivieras en nuestra casa, fue un rechazo a todo eso, y tú tienes que haberlo notado; y espero lo hayas notado. Converso con algunos amigos que me escuchan, pero ayudan poco; son mucho más vivaces para dar consejos y opiniones sobre otros dramas, sobre disputas de pareja, calenturas, infidelidades, engaños, pero siempre se quedan mudos al mirar hacia los padres, ahí no saben decir mucho. Se asustan, se paralizan, como si los padres tuvieran que ser siempre buenos, intachables.
Estabas añosa, disminuida, y ya no pretendías asumir el papel de abeja reina cuando llegaras a tu ancianidad. “A mí me vendrán a ver como se hace con las abejas reinas, y entonces yo voy y los recibo”, nos decías. No imaginaste que en la vejez verdadera, práctica, donde se te puede inundar la bañera por un descuido, se llega a un punto sin retorno donde se hace imperativo bajar del trono para aceptar ayuda, auxilio, compañía. Muchas veces, cuando se ha muerto un amigo, o alguien a quien aprecio, bajo por la escalera larga que me lleva al subterráneo de mi casa, y me inundan unos incontenibles deseos de llorar. Pero contigo no me ocurriría así, cuando tú partiste no me ocurrió nada importante, o quizás algo, una indiferencia total porque seguí sentado en la mesa del primer piso, en la cocina, y no derramé ni una sola lágrima por ti.
Me cuesta escribir, me cuesta trabajo hablar de ti y de esta manera tan descarnada y cruda. Pero felizmente también quedan recuerdos buenos. Como cuando estábamos en Algarrobo, frente a esa quebrada que teníamos frente a la casa ubicada en avenida Los Claveles 1984. Se abría una mañana luminosa junto al murmullo de la ventisca fresca que azotaba los eucaliptus de la orilla, y entonces tú pedías que te pusieran el disco con los poemas del Cid Campeador, recitados por el incomparable Roberto Parada. Colocábamos el platillo de vinilo en el tocadiscos Grundig, y el aire se cargaba de solemnidad bajo el influjo de esa voz grave y dulce, valiente, de alguien que conocía bien su oficio, y que nos regalaba una cariñosa mañana de verano. Años después lo escuché en persona recitando los versos de su amigo Pablo Neruda, en un bar bullicioso y de mucha vida. Su misión en esos años de oscuridad cultural y violencia fue recordar a su amigo, y darlo a conocer mostrándoselo a los jóvenes, a las nuevas generaciones.
Leo periódicos, y me intereso por las traidores, los dramas que ocurren en las familias; como un padre que mata a su hijo, por ejemplo, al competir por el cariño de una mujer, como ocurrió con unos familiares de mi padre, algo que nunca me quisieron explicar o dar detalles. Pasan los años y el subterráneo de mi casa crece en importancia; lo veo sólido, profundo. Bajo nuevamente para ver si logro encontrar algo nuevo, pero todo lo que veo son libros y recuerdos, fotos viejas donde los personajes ya están mudos. Afuera nieva. Encuentro dos libros -Este Domingo y Cuentos- de José Donoso, que me trasladan a otros tiempos y a la vida de mi familia en el Chile de esos años. Veré qué me sucede al abrirlos, quiero ver si logro reencontrar historias sobre mi familia en sus relatos. Ayer por la noche, antes de dormir, por ejemplo, leí una historia del escritor holandés A. L. Snijders. Es un relato breve titulado Tren de Noche, donde nos cuenta cuando, sentado en el asiento de un tren que iba de Zurphen a Winterswijk, conoció a un pasajero de rostro atormentado que le contó su historia, porque necesitaba desesperadamente conversar. Sin ninguna vergüenza le contó que estuvo profundamente enamorado de la esposa de su vecino, un buen tipo. Se miraban, ellos sabían que se querían, pero nunca lograron tocarse o compartir un momento los dos solos. El drama se desencadenó cuando, por asuntos de trabajo, trasladaron al vecino a otra ciudad. El hombre atribulado le contó que la última vez que la vio, ella se subía al tren, y al despedirse, fue también la única vez en que la tocó y la besó, y donde también lloraron y suspiraron juntos. Partió el tren y nunca más se vieron, le confiesa amargado a Snijders. Y Snijders le contesta que lo sabe, “lo sé”, le dice, y le da detalles, “usted me está contando una historia de Chejov, esa es la historia de otro.” “Así es”, le contestó el pobre hombre, “lo sé, pero le prometo que leí ese relato hace poco. Ha sido perturbador comprobar que he vivido la historia de otro.” Y entonces le preguntó a Snijders, aún más desconcertado: “¿usted cree que Chejov lo inventó?” Y Snijders le contestó:
-Con los escritores nunca se sabe.
Esa historia breve me introduce ahora hacia José Donoso y las familias que él describe en sus relatos, pobladas de seres herméticos, asfixiantes, torturados adentro de sus propias leyes, cargados de secretos y convenciones, un poco como fue mi vida junto a ti mamá, y junto al papá y sus incógnitas, “perdona, Juanito, perdona Juanito”, como le escuché a un desconocido cuando nos subíamos presurosos al auto mientras el papá me tomaba de una mano. ¿Qué lo perdonaran de qué? ¿Qué le había hecho ese desconocido al papá? Nunca lo sabré, como nunca lograré conocer su verdadera historia y sus orígenes, las raíces de ese recién llegado a Chile que fue mi padre.
Recuerdo cuando te mostré un texto donde recordaba a mi papá. Tu comentario no se hizo esperar….”pero escribes solamente sobre las cosas buenas y bonitas”. Por eso al tomar el libro de cuentos de José Donoso, y después de muchos años, me he sentido nuevamente en territorio conocido, donde noto lo malo, y donde me asaltan las historias de vidas malas, podadas, sin salidas. Recuerdo bien “Paseo”, ese cuento que leí antes de dormir. Es un relato inquietante donde Donoso describe a una familia asfixiante, de muchas convenciones y rutinas escritas con sangre, y donde cuidadosamente y de manera implacable algunos de sus miembros desaparecen, se van, abandonan el hogar, y sin una explicación lógica, simplemente parten para no volver nunca más. Y mientras todo eso ocurre en la familia, entre ellos no se toca el tema, simplemente abren la puerta y desaparecen, se “descastan,” como a veces, creo, me ha ocurrido a mí; pero buscan, siempre buscan y sufren, como guardándose un secreto : “…poco a poco me fui dando cuenta de que no solo mi padre, sino que todos los hermanos, como escondiéndose unos de los otros y sin confesarse ni a sí mismo lo que hacían, rondaban las ventanas de la casa, y si alguien llegaba a mirar desde la acera de enfrente, quizás divisara la sombra de cualquiera de ellos apostada junto a una cortina o rostros envejecidos por el sufrimiento atisbando detrás de los cristales.” ¿Inventó todo eso, José Donoso, mamá? ¿Qué crees tú?
Al terminar el cuento me dormí, pero no tuve un sueño recomponedor, porque pronto me vi sentado dentro de un avión donde partía fuera de Chile, me largaba. Y repentinamente y sin motivo mi vecino en la cabina me interroga y me pregunta detalles sobre mi vida (los aviones y los aeropuertos se prestan para eso, para hablar de uno, y sobre la familia con muchos extraños). Le cuento lo que me ha ocurrido a mí, ese distanciamiento doloroso que tuve contigo, ese rechazo donde lentamente me fui, me alejé de ti, y entonces, para sorpresa mía, me dice que mi relato se parece a uno de José Donoso. Me molestó comprobar que un extraño me lo hiciera notar, y que de alguna manera he vivido la historia de otro, o la vida de otro, y asustado le consulto si él cree que Donoso inventó la historia. Me dice que él no es escritor, que es imposible saber eso, y que Donoso ya está muerto. Es cierto, le digo, y agrego que tú estás muerta, que Donoso y Chejov están muertos, y que Snijders acaba de morir, pero que cada día me gustan más los textos de José Donoso.
¿Y qué sucedió con ese personaje de abeja reina que habías imaginado para ti, mamá? Pareciera que quedó relegado a los recuerdos, porque nadie hizo antesala para ir a verte. Durante tus últimos años, sobre todo a una edad en que la soledad te penetraba hasta en los huesos, fuimos lejanos, distantes, poco comprometidos contigo, ¿malos hijos? Y tristemente eso que te ocurría a ti, no me conmovió, porque también participé con mi propia desatención, con mi propio desencuentro helado, patético, aunque siempre pude defenderme anunciando que vivía lejos, aquí en USA, en Michigan; y así ocurrió y siguió ocurriendo hasta que simplemente se te apagó la llama para partir sin mucha bulla de este mundo.
Recuerdo un anillo tuyo, un brillante enorme, una verdadera roca transparente que te definió por muchos años; fue tu identidad, lo mismo que un abrigo de visón peludo y protector, como una coraza, y que al tocarlo se notaba suave, acogedor. Pero recuerdo sobre todo el anillo porque a medida que envejecías este te quedaba grande -o tú te achicabas o ese anillo crecía, da lo mismo- y cuando movías las manos se te bamboleaba sobre un dedo esquelético como un bolo de campanario que en cualquier momento podía saltar lejos, volar, para caer sobre la vereda, o en la tina del baño, en las alcantarillas, o en las manos de esas temibles empleadas (incluidas las nueras) que tú imaginabas esperaban agazapadas a que te murieras pronto para peloteárselo y quedarse con todo lo tuyo, con el anillo que cada día que pasaba se bambolean más sonoro sobre tu dedo, con tus zapatos, incluso con el papá, con el viudo que le gustaba comer bien, o con tus sombreros de colores, tus medias. Pocos horas después de tu muerte, mi hermana comenzó a conversar sobre tus cosas. Mencionó dos oleos que te habían pintado, y donde posabas mirando de frente como esas soberanas europeas que uno se topa en los museos de importancia. Le dije que no, que no me interesaban esos oleos porque les faltaba una corona de oro dibujada sobre tu cabeza. Así lo escribí en el e-mail que le mandé, y que no deseaba quedarme con nada tuyo; pero cuando lo leí me costó darme cuenta que lo había escrito yo, y que me estaba refiriendo a ti, mi propia madre. Eres un descastado, Cristian, llegué a pensar. Mi hermano Gonzalo me recuerda cual era según tú manera de ver la vida, el peor pecado. Ser un descastado, Gonzalito, le dijiste, traicionar a su propia clase social. Yo me sentía un descastado, pero pronto caí en la cuenta que ese título se ajustaba bien porque representaba un rechazo a tu casta, a tus convenciones, a tus mañas, a tus cafés con leche tibia, casi fría, tendida sobre tu cama grande; un rechazo a ese ninguneo que ejercías frente a cualquiera que no perteneciera a tu burbuja, a tu tribu, como mi padre que pese a ser un recién llegado a Chile -el término muy usado por ti- ya que su abuelo había llegado de Ronda, España, tenía que tragarse esos desprecios sobre los hombres y mujeres que habían arribado con “una mano por delante y otra por detrás” a Chile, al puerto, tiritando de frío, con hambre y muchos sueños moribundos para intentar una nueva vida, otra oportunidad. Pero cuando llegaba la hora de sacarle provecho al papá, cuando sonaba bien proclamar que eras la señora del doctor Fierro, no lo pensabas demasiado y lo largabas sin demora, “dígale que llamó la señora del doctor Fierro”, te escuchaban por la línea. Claro que tuviste iniciativas que te resultaron exitosas y ayudaron al papá, como cuando con otras amigas fundaste esa organización conocida como Voluntarias de Hospital Anita Gómez de Asenjo, más conocidas como las Damas de Rojo por el uniforme que usaban. Anita Gómez fue la madre del doctor Asenjo, el jefe máximo y mentor del papá e impulsor de la neurocirugía en Chile. Esa movida, seguro que apoyada también por mi padre, fue oportuna porque dio los frutos esperados al congraciarlo con la madre del doctor Asenjo, con la madre de su jefe. ¿Promovieron al papá tiempo después de esa iniciativa? No lo sé, eso nunca lo sabré; pero lo dabas a entender, porque tus contactos y tu buena presencia insinuaban que lo habías hecho bien. El desprecio que a veces demostrabas por el papá puede haberse relacionado también a esa idea tuya de que él había “hecho carrera” gracias a ti, gracias a tus encantos, a tu conversación inteligente. Y la verdad es que no lo hacías mal. Pero todo eso se arruinó con la llegada de Pinochet al poder, donde con algunas dudas pero sin demora, el papá aceptó el cargo del doctor Asenjo, compadre de Salvador Allende, que fue despachado hacia su casa y después hacia un exilio cruel y solitario. Eso marcó al papá, le quitó el saludo de muchos colegas y manchó su legado, algo que él acertadamente reconoció en su lecho de anciano al confesarme, “Pinochet nos jodió a todos, mijito”. Eso tú ya lo tenías claro, mamá, lo sabías, porque un día, en tu departamento de Santiago, ya sola y viuda, me reconociste lo poco que habían hecho por Asenjo para ayudarlo en su humillación, en su retiro obligado, en su expulsión. Me confesaste que esa vez estabas hablando por teléfono con su señora, cuando le preguntaste que cómo estaban. Ella sin demora te contestó, que estaban bien, pero que justo en ese momento estaban siendo allanados por una patrulla militar que registraba la casa entera. “Y yo no hice nada”, me confesaste, “podríamos haber hecho algo, pero no lo hicimos.”
Al final, mamá, te quedaste sola sobrellevando tu vejez, pero al menos te atendieron, uno no llegaba a un cuarto pasado a orina como ocurriría con el cuarto del papá, por ejemplo. Tú tuviste atención, no tanto de tu familia, de nosotros, porque como te conté, no llegaste nunca a ser abeja reina; pero al menos tuviste una cuidadora, alguien contratada para eso. Es decir contigo se gastó, se consumió algo de dinero que en el fondo fueron los ahorros también del papá, pero que él no pudo aprovechar, o no lo supo hacer, o no lo dejaste, ¿tuvo miedo? Recuerdo que incluso escribiste una carta larga que nos mandaste a cada uno de nosotros para que nos hiciéramos cargo de él, para que lo recibiéramos en nuestras casas porque ya estaba muy anciano y te costaba esfuerzo ayudarlo en sus tareas diarias. Pero no resultó, ya estaba demasiado mal. Por ahí tengo esa carta. Cuando la encuentre en el subterráneo de mi casa, te la mostraré.
La misión del papá había sido siempre producir, producir y sin descanso; incluso ya anciano y desmemoriado, siguió generando dinero porque eso parecía dictar la letra chica en el contrato de matrimonio. Al final lo tenían que llevar en andas a la sala de operaciones para que estampara su firma atestiguando que él había operado al paciente, que el doctor Fierro había estado a cargo de la exitosa intervención quirúrgica. Pobre papá, que tristeza no haberse dado cuenta a tiempo que la jubilación, el retiro, no es una medida arbitraria, un castigo que les llega repentinamente a los mal preparados, o a los incompetentes. No pudo o no quiso darse cuenta, o no lo dejaron darse cuenta que el desmoronamiento físico y también intelectual nos llega a todos, nadie se salva de entrar lentamente a la edad de la insignificancia, por mucho títulos y cartones que hayamos conseguido en nuestra vida. Como te decía cada día me gustan más los relatos de José Donoso. ¿Crees tú, mamá, que él inventó sus historias?
Ese día mi padre despertó agitado, le daban ataques de llanto incontrolables, tenía susto, y rezaba en voz alta. Y tú, mamá, intuyendo ese momento que ya esperabas desde hacía tiempo, te pusiste unos botines negros, un abrigo beige y saliste presurosa a caminar por el vecindario. El papá a lo mejor estiraba sus brazos pidiendo compañía, pero tú estabas decidida, apurada, tenías que salir, y te ajustaste el sombrero y partiste a caminar por el vecindario. Eso se lo contaste privadamente a mi hermano, Gonzalo, aunque poco después, frente a todos, lo negaste. Conozco a mi hermano, sé que jamás inventaría algo así; le creí y le creo. ¿Y por qué te lo contó a ti?, le pregunté. A lo mejor porque yo fui monje budista, me contestó, Gonzalo.
Es tan descabellado lo sucedido que necesito inventar, imaginar como transcurrió ese día. A lo mejor saliste del ascensor como un trompo, y apenas saludaste al conserje y ya estabas en la calle, en la vereda, que parecía recibirte de una manera agresiva, hiriente, y con un viento helado. Los autos zumbaban a tu alrededor cuando un despistado que corría por la vereda te gritó que miraras hacia un costado porque venía detrás tuyo. Al poco rato llegaste al McDonald donde acostumbrabas probar un cafecito. Pediste uno, el habitual, y te sentaste a repasar tu vida hojeando un diario añejo, recorriendo los años que habías vivido junto al papá, o los años que no habías podido vivir sin el papá, recordaste tu matrimonio, a tus hijos, a nosotros. Estabas feliz porque el mesonero no te había reconocido; días antes le habías arrojado café caliente a una señora que había protestado porque te habías rehusado a esperar pacientemente en la línea que se formaba frente a la cajera. La señora te gritó asustada, y su marido te amenazó con pegarte una bofetada ahí mismo. Saliste corriendo con mi hermana tratando de disipar ese tremendo fiasco. Pero esta vez, te habías sentado frente al ventanal y donde por un rato largo, cerca de una hora, no probaste el café. Fue entonces cuando sentiste deseos de ir a recorrer el Parque Arauco, querías caminar mientras pasaba ese tiempo que te parecía eterno y maldito. En el Mall del Parque Arauco, entraste a una tienda de lanas donde no compraste nada y después recorriste la librería Antártica. Cuando finalmente viste que la gente comenzaba a regresar a sus casas, partiste rauda hacia tu departamento. Cuando entraste felizmente todo estaba en calma, nadie movía nada, y el papá yacía en su cama todavía tibio (sus manos fueron siempre tibias). Su velador mostraba un vaso de jugo de naranjas a medio consumir. Respiraste aliviada, ahora ya quedaban fondos para tu vejez, para sobrellevar los gastos de tu larga vida.
Después, ya viuda, te imaginé dando tumbos adentro de tu departamento vacío y que con el tiempo parecía agrandarse, crecer, y donde incluso los muebles, que acumulaban polvo y años, adquirían vida propia, porque durante las noches se te presentaban como vivos y amenazadores, y emitían murmullos, soplos, como si respiraran. A lo mejor en tus desvelos, o en tus dudas, nos veías ahí sentados, todavía conversando, o quizás mudos, sin decirte mucho, solo mirándonos. Lo primero que hiciste al fallecer mi padre fue remover los retratos que él tenía colgando sobre el muro, al lado de su cama. ¿Donde se quedaron escondidas las conversaciones que habíamos tenido adentro del auto, cruzando el tráfico santiaguino, cercano a nuestra casa de avenida Suecia 1521? ¿Dónde se escondieron las conversaciones que tuvimos en nuestra casa de Algarrobo, frente a esa chimenea de piedras moteadas? ¿Dónde se quedó el disco de Roberto Parada? Siempre recuerdo esa casa, sus ventanas largas, abiertas, junto a mi padre que leía en su cama, mientras tú nos pedías el disco de Neruda donde recitaba sus poemas.
Me pregunto los motivos por los que escribo esta carta ahora, en este momento; me imagino que en esos años no me daba cuenta, no percibía bien estos detalles que ahora te cuento y que encajan en ese puzle que fue tu vida, donde pareciera que tuvieron que pasar muchos años para poder verlos con mediana claridad y poder hablar y confrontarlos; pero cuesta trabajo, es triste, es difícil. Recuerdo que te escribí una carta pocos años antes de que tú fallecieras explicándote cómo me sentía, y el por qué de mi silencio tan largo y poco fértil, donde había dejado de hablarte, de preguntar por ti, por tu salud, por tu vejez avinagrada:
Northville, Michigan
Sábado 6 de Abril, 2019
Querida mamá
No te he llamado, tampoco te he escrito una sola palabra porque simplemente no he sabido qué hacer, uno queda paralizado; quedé dolido, triste, al enterarme sobre el testamento que nos has dejado como herencia. Considero que siendo eso algo tan importante, tan crítico para la salud de una familia, no fue conversado, y al menos conmigo, en mi caso, no hubo una sola palabra. Y estás en tu perfecto derecho, pero eso no evita que me hagas sentir como un allegado a la familia, a tu familia, o como un hijo periférico, adoptivo, con otros derechos.
Siento que tengo que contarte esto, que no estaría bien si no lo hiciera. Tengo también derecho a confesarte como me siento. Muchos abogados incluso se niegan a participar en algo como lo que tú has hecho, porque la suerte de un hijo o una hija, puede cambiar en cualquier momento; en un instante cualquiera de nosotros puede perder su trabajo, sufrir una tragedia o ser sorprendido -o sorprendida- con una enfermedad sorpresiva.
En todo caso esta triste experiencia, a nosotros, en mi familia, nos ha servido y creo que estaremos mejor preparados para cuando nos llegue la hora. Pensamos, por ejemplo, dejarle todo lo nuestro a nuestras dos hijas en vida, ahora, y bien conversado. Ya lo hemos hablado con nuestro abogado para que así ocurra.
Creo que ninguno de nosotros se opone a que Mónica quede favorecida, pero de otra manera, conversándolo, hablándolo, como se hace adentro de una familia. Ojalá lo hagas.
Se despide con el cariño de siempre….
Cristián
Mi hermano, Álvaro, te pasó a dejar esa breve nota, que yo le mandé por e-mail, a tu departamento. Tú habías salido, o parece que dormías. Te dejó la nota sobre tu cama, pero no te diste por enterada. Sé que la leíste, aunque mi hermano me cuenta que a lo mejor no, porque no le dijiste una sola palabra ni a él o a mí. Mi hermano entonces me sugirió que a lo mejor la carta se había perdido o se había caído a la basura, o al canasto de ropa sucia, pero sé que la leíste porque vivías sola y nada se caía a la basura sin que tú lo determinaras. La leíste y solo después se cayó a la basura, porque ya no preguntaste por mí, dejaste de hacerlo, y lo decidiste así porque tú también me habías borroneado de tu vida. A lo mejor esa carta que te escribí fue un error porque exacerbó ese tremendo temor tuyo a que alguien se aprovechara de ti, se quedara con tus cosas, con tus anillos -sobre todo ese anillo gordo que se bamboleaba sobre tu dedo flaco como si fuera un campanario de iglesia colonial- tus sombreros, o tu abrigo de visón que guardabas como si fuese una coraza protectora, y todo eso junto al espectro temible de tus nueras que pasaron a engrosar ese grupo; las voraces nueras enlistadas sin demora junto a ese ejercito de empleadas y amigas que esperaban ansiosas a que tú fallecieras -y que a lo mejor se aprovecharían de ti ahora, en vida, como le había ocurrido a una de tus amigas que había quedado hundida en la miseria cuando su hijo “reclamó su parte”- para correr y agarrar lo que llegara a sus manos, lo que pudieran pelotear. No mandaste tu respuesta porque de seguro imaginaste que no fue Cristiancito quien te había escrito esa carta, de seguro había sido Pilar, mi esposa, que escondida en las tinieblas se sacaba finalmente la careta para mover sus hilos y acaparar riquezas, para adueñarse de lo que no era de ella; finalmente Pilar actuaba como la habías imaginado siempre, se le habían soltado las trenzas y finalmente se mostraba como lo que siempre fue: una puta voraz, hambrienta, codiciosa.
¿Dónde se quedaron esos saludos que nunca me mandaste? ¿O los que yo no te mandé? ¿Dónde se quedaron las conchitas de mar que coleccioné caminando por la orilla de la playa, en Algarrobo?
Recuerdo los almuerzos que a veces organizabas. Creo que adquirías otra personalidad, porque eras dinámica, alegre, interesada; pero pronto, cuando se retiraban los invitados a sus casas, esa calculada alegría se evaporaba por los aires, se iba por los ventanales de la casa, y llegaban los silencios, los puzles, las convenciones, los sombreros y capotes que te imponías para armar distancia, barreras. Recuerdo que en uno de mis últimos viajes a Chile no te pronunciaste para organizar algo y despedirnos. Estaban los familiares de Pilar acompañándonos por las calles de Santiago, recorriendo Providencia, Las Condes, pero nadie nos invitó a compartir esa última noche santiaguina. Guardo el retrato que nos tomamos en la vereda, apiñados en una esquina. Tú a lo mejor murmurabas que ya no estabas para atender gente, y te interrogabas sobre el derecho que podían tener esos provincianos para que los atendieran en Santiago. Ahí empecé a notar que tu casa ya no era la mía.
Pero estábamos hablando de José Donoso y la familia, la historia de las antiguas familias chilenas. No sé, desconozco si por ahí el terminó escribiendo la trágica historia de su propia familia en sus relatos. El suicidio de su hija adoptiva, por ejemplo, que después de escribir sobre su padre, donde se expuso a sus sustos, a sus fobias y sus tremendas debilidades, se quitó la vida. No puedo dejar de recordar con tristeza, esa tarde cuando lo fuimos a ver a su casa en Avenida Providencia. Su señora, muy alegre y simpática, tu amiga, nos hizo sentir como los amigos de siempre; pero pronto llegó el cineasta Silvio Caiozzi que en ese entonces pretendía rodar una película basada en un libro de Donoso. Donoso era disciplinado y trabajaba mucho, y por eso mismo, creo, buscaba con desesperación el reconocimiento público. Recuerdo que en una entrevista confesó como le había ido a pedir aplausos al director de una obra de teatro basada en un relato suyo. Él estaba mal anímicamente y le pidió si era posible, que al final de las funciones lo presentara al público para que lo aplaudieran. Y lo aplaudieron. La verdad es que todos buscamos reconocimiento, pero lo tuyo fue un tremendo narcisismo.
Continúo pensando en ti, mamá, o en lo que pienso cuando pienso en ti. Pienso sobre todo en tus ropas, tus sombreros, tus zapatos y guantes, donde instalabas cierta lejanía, cierta distancia que te inmunizaba un poco hacia la crítica, hacia la fragilidad que se produce cuando uno se expone, se muestra, se desnuda. Pienso en los colores que usabas, pienso en el rojo, en el negro, en algunas pieles que usabas cuando salían hacia una comida con mi padre. Pienso también en tus estados de ánimo, que eran tan cambiantes. Cuando teníamos invitados largabas a veces unas opiniones sonoras, excéntricas, diseñadas para provocar o indicar espontaneidad, poco cálculo, aunque tú eras más que nada eso, puro cálculo, estrategia, antes de hacer una movida. Cuando se retiraban los invitados, o al día siguiente, todo cambiaba y eras diferente, porque podías quedarte el día entero en cama, la misma cama que mi padre solícito te ayudaba a armar porque tú decías no sentirte bien, te molestaba una pierna o sentías un tirón que provenía de alguna articulación bien misteriosa. Recuerdo también cuando comías y te sonaba la quijada al masticar, era un quejido de huesos que te brotaba del mentón. Tus dientes eran pequeños y puntudos, pero poco hiciste para mejorarlos. Al final de tu vida eran unos palitos frágiles que apenas se te afirmaban sobre un hueso que ya estaba en retirada, y a veces se te caían sonoramente, sobre un plato de comida; pero tú nunca te los dejaste tratar, y así fue como muchas veces había que combatir el olor a acetona que arrancaba de tu boca cuando hablabas. Deberías haber usado una placa, pero de seguro eso te habría empujado a sacarte los dientes y reconocer tu vejez, como le ocurrió a mi abuelita Oriana, tu madre, que por la noche los guardaba en un vaso de agua y de vidrio transparente, sobre su velador al lado de la cama.
Recuerdo también un disco de Julio Iglesias que teníamos en nuestra casa de Algarrobo, y otro del Cid Campeador, que ya mencioné antes, recitado por Roberto Parada. Hubo chispas de felicidad donde parecía todo normal. Me esforcé por creer en eso, mamá, y me esforcé buscando y guardando esos momentos, pero estábamos solos, faltó goma de pegar entre nosotros. Cuando conversábamos, incluso con mis hermanos y hermana, era algo parecido a una entrevista que se hacía para la televisión; casi nada íntimo, nada emocional. A veces los amigos me preguntan por lo que te gustaba preparar de comida, mamá. Busco pero encuentro poco. Recuerdo un puré en polvo, que al agregarle agua caliente y crema formaba una masa fluida que no quedaba mal. Muchas veces acompañabas ese puré con un unos pescados Findus, que eran unos fritos congelados que al calentar quedaban bastante bien. Pero no recuerdo mucho sobre platos especiales. En mis tareas del colegio tampoco me ayudaste. Nada en la aritmética, o en las obligaciones de las clases de castellano; todo eso lo podía hacer otro, lo mismo que las comidas y los almuerzos. No recuerdo que hayas ido a consultar con mis profesores del colegio sobre mi rendimiento o sobre mi agrandada timidez. Alguna veces lo hiciste porque conocías a las monjas que estaba a cargo de nosotros. A la madre Silvia, por ejemplo, que aparentemente me quería, me apreciaba mucho; pero de ella recuerdo la punta del lápiz que me clavó en la cabeza, mientras en fila, entrábamos a clase. No tengo buenos recuerdos de esa época. Pero por ahí veo a mi padre, a mi papá, mientras jugábamos y yo pasaba el tiempo en un recreo. Lo veo conversando con Martín Miranda, nuestro profesor de castellano, en los pasillos, frente a un ventanal. Mi papá vestía un impecable traje blanco, ya que venía del trabajo. Esa noche, en la casa, no me dijo nada, pero sí recuerdo que repasó conmigo las materias del colegio dibujando una estrella grande sobre los temas que tenía que repasar. Puedo parecer injusto cuando analizo de manera tan descarnada los años de mi infancia, porque mis padres, y tú, estaban ocupados en salir adelante, en consolidar una posición segura en este mundo, una posición que ahora, a mi edad, considero siempre relativa, porque depende mucho de nuestros sueños y de nuestro punto de referencia. Creo que tu hiciste lo que habían hecho contigo cuando pequeña, entregada a las manos de otros, a los cuidados de otros. Incluso para amamantar lo habían hecho así contigo, por encargo a otros. Así fue como dejaste a uno de nosotros, que acababa de nacer, a cargo de tu hermana, viviendo con ella en Santiago, para que tu pudieras pasar un año tranquila en París por un perfeccionamiento médico del papá. Yo creo que jamás habría hecho algo semejante.
A mí no me gustó nunca el colegio, de enormes clases, con cuarenta y cinco o cincuenta alumnos donde uno pasaba a ser un grano de arena más, y a merced de los matones del curso, los vivos, los buenos para las patadas. Recuerdo que incluso para mi último día de clases, al salir de las secundarias, ni siquiera te enteraste, y ni siquiera se te ocurrió imaginar o preguntar si habría una ceremonia de despedida, de graduación. Yo estaba feliz porque tampoco me interesaba el colegio, su ambiente, sus reglas poco definidas; pero ahora, visto a la distancia, noto ese descuido tuyo como algo decidor. Siento no haber ido a la ceremonia porque nunca logré recuperar el crucifijo de bronce que nos regalaban; esa ha sido una tradición. A lo mejor estabas ocupada con otras obligaciones, pero eso tampoco lo discutiste conmigo. Me da la impresión, mamá, que para ti, el haber tenido hijos fue chequear un listado grande donde anotabas, ya lo hice, me casé, clic; tengo marido, clic; tengo mi casa, clic; tengo casa en la playa, clic; tengo un abrigo de visón, clic; tengo un anillo de roca enorme, clic; he viajado por el mundo, clic.
¿Y qué ocurrió cuando ya habías logrado todo en ese listado que te habías propuesto? No lo sé, pero quizás por eso creo que lo que te define, al menos frente a mí, no es el de una mujer alegre, realizada, que se esmeraba en presentarse así frente al mundo exterior, a los colegas de mi padre, al médico jefe de mi padre, a tus amigas, a tus escritores amigos, o a los curas que llegaban a la casa. Para mí esa no fue la mujer que conocí, porque más que nada fuiste muy insegura, sembrada de dudas y temores, susto al rechazo, terror a la falta de estatus, y sobre todo el social. A lo mejor ese te golpeó duro por el desmoronamiento social que viste en tus padres, en tu papá, por ejemplo, un jubilado de mucho apellido pero que sobrevivió a duras penas trabajando en puestos de pacotilla para Ferrocarriles del Estado. Y tu madre, mi abuela, que tenía como profesión conocerse los apellidos y los secretos de familia de la gran sociedad chilena. Al final todos ellos, de alguna manera se relacionaban con ella, y sobre todo en sus miserias. Conocía muy bien los apellidos de los recién llegados al país, como la familia Frei, donde uno de ellos llegó a ser presidente de la república…. pese a que ella había visto a su padre vendiendo peinetitas plásticas en la Estación Mapocho. Mi abuelita, como ya había bajado en esa escala social, se esmeraba en arrastrarlos junto con ella hacia el fondo de ese pozo profundo y negro de los ciudadanos comunes, a veces cochinos, mugrosos que se desplazaban por la calle. ¿A ese?, decía, pero si yo vi a sus padres vendiendo peinetitas. ¿Y ese otro? ¿Qué se cree? Se casó con la fulanita de tal que después se metió con su mejor amigo. Y así fue como todos eran desmontados de algún pedestal para llegar a tener la misma altura de la calle, la misma ficha social, la misma vida un tanto miserable, muy cercana a la de tantos mortales que deambulaban por las veredas de Santiago.
Muchas veces siento miedo, miedo a que descubran que soy un impostor, miedo a que me delaten, o que repentinamente alguien diga o grite que no soy ese que creo ser. Siento miedo a que me aprecien y me quieran o me combatan por lo que no soy. Miedo a que alguien venga y me quite la ropa a tirones y me muestre lo que soy, con mis carnes al aire, sin camisa, sin corbatas, incluso sin títulos de nada, y me diga ahora anda, camina, corre Cristián. Quizás eso viene de ti mamá, que te refugiabas y se cubrías con los silencios, con pieles, con mantas gruesas, con capotes negros, guantes de cuero, con sombreros de colores lustrosos. Incluso ya bastante anciana continuaste con esa tradición. Me acuerdo de tus lentes gruesos, tus anillos que también imponían alejamiento, y que se te bamboleaban sobre los dedos frágiles, los dedos esqueléticos de tu ancianidad. Siempre me fijé en esa distancia que te gustaba imponer cuando estabas con familiares, con amigos, e incluso con nosotros, pero yo no sabía qué era, o no sabía cómo llamarla. Solo ahora me doy cuenta que era miedo, pero no sé a qué. ¿Fuiste una impostora?
Me habría gustado que me hubieses visto vivir lejos de tu techo, de tus normas, de tus capotes negros, o rojos, pero algo así no lo podías soportar o no lo sabías intentar; habría sido como internarte en un terreno desconocido para entonces tocar con tus manos otra burbuja. Éramos nosotros los que teníamos que ir a verte, porque las abejas reinas no golpean las puertas de nadie, de ninguno, nunca. Gracias a la internet leo que las colonias de abejas están constituidas por tres castas, la reina, las obreras y los zánganos. Si tu fuiste la reina, ¿dónde quedábamos nosotros, donde me ubicaba yo? ¿Obrero o zángano? ¿O en una categoría nueva, diferente, como la de un descastado?
Creo que esa actitud tuya acentuó tu soledad, tu aislamiento de abeja situada bien arriba, reina. Lo extraño es que las colonias de abejas colapsan cuando se quedan sin la reina. En tu caso, cuando partiste, sentí una indiferencia tremenda, y eso fue todo, porque nada colapsó. Me pregunto si existirán las abejas descastadas y que por eso las colonias no colapsan. Me llegaron los emails de los hermanos anunciando tu muerte y como te contaba, trágicamente lo sentí muy poco. Es triste, demasiado triste, pero aquí, mientras escribo este texto no puedo mentirte, no debo mentirme. ¿Qué tiene que ocurrir para que uno no sienta la muerte de una madre, de su propia madre? ¿Cuesta mucho para que ocurra algo así? ¿Puede ser explicable? Recuerdo que cuando me enteré, vi tu cuarto, imaginé tu cama baja, tu ventanal entierrado y por donde penetraba el bullicio de la ciudad, de las calles, de los niños jugando en las veredas, los bocinazos de los autos, y me pregunté si habrá ocurrido alguna vez la proliferación de una colonia después de la muerte de una abeja reina. No lo creo, pero a lo mejor tú nunca fuiste reina.
Fueron tristes tus últimos años. Yo vivía en USA y apenas te vi, pero creo que mis hermanos también te vieron poco. Era difícil verte, pequeños errores eran interpretados por ti como insultos graves, ofensas calculadas, ninguneo. Racionalmente no eras así, pero en el diario vivir no podías evitarlo y eso se notaba, por ejemplo, cuando largabas opiniones lapidarias sobre las distintas pareja que cada uno de nosotros iba eligiendo. No respetaste nuestros espacios. No fue raro que insinuaras que un determinado hijo de un hermano mío no fuera verdaderamente su hijo o hija. Algo así ocurrió bien a menudo en otra época, en la tuya, ¿por qué no, entonces, asumir que esa costumbre continuaba como tradición en tus hijos?
Noto que esto que te escribo se repite, mamá, como si escribiera continuamente sobre lo mismo, los mismos temas, con los mismos personajes y dramas. Es la historia que ya he escrito muchos veces, y que siempre la reintento con pequeñas variaciones con la esperanza inútil de descubrir algo nuevo, donde me censure menos, para así buscar una mejor respuesta a lo que fuiste tú, a lo que significaste para mí. El texto siguiente, por ejemplo, lo escribí en ese relato que titulé “Novela no Ficción”, donde muestro y cuento sobre nuestra vida por intermedio de las cartas que nos escribimos en esos años, los 80 y los 90. Ahí, y de manera muy extraña, pasé a ser tu confidente; un hijo que debía ser tu hijo pasó a ser tu acólito, casi un confesor. Está escrito en segunda persona y lo dejaré así. En ese momento intenté la segunda persona imaginando que alguien me soplaba las palabras, y así me censuraba menos. Creo que esa técnica me dio más libertad. Después me he envalentonado y he escrito casi lo mismo pero en primera persona, y más breve, como en esta carta para ti. Como vez cambian los detalles, pero es la misma historia, es la misma y fuerte intrusión tuya en el espacio nuestro, de tus hijos e hija ya adultos (incluso creo que transgrediste más a mi hermana que a nosotros), y donde compruebo que hiciste algo que se asemeja mucho al abuso, a la violencia. Aquí va solo una muestra de ese texto:
A la distancia, notas que una de las cualidades importantes de tu padre fue esa seguridad que siempre les supo regalar a destajo; no los defraudó, no desertó, estuvo siempre ahí. Cuando sucedía algo malo en vuestro entorno, ustedes sabían que podían contar con él, era una roca firme adosada a la orilla de la playa y a donde siempre podían arrimarse para buscar ayuda y socorro. Como médico, conoció a muchos hombres y mujeres que fueron sus pacientes y que muchas veces ocuparon posiciones claves en distintas oficinas públicas y de administración. Por eso, si alguno de ustedes necesitaba un papel firmado, un trámite, un timbre notarial, él lo sabía encauzar de manera rápida y eficaz. Cuando llegabas de regreso a casa, después de una de esas diligencias, siempre te preguntaba: “¿y cómo te atendieron, Cristiancito? ¿Cuéntame cómo te recibieron?” Y tú, un tanto avergonzado, achicado, le contabas la firme, que todo había salido bien, muy bien papá……no joda. Claro que no le mencionabas ese final, ese no joda te lo guardabas para ti, pero se lo dabas a entender de múltiples maneras en la mirada, los gestos, tus silencios. Lo veías ahí sentado, e imaginabas que en algún momento de su vida lo pasó muy mal. Nunca se lo preguntaste, pero te parecía intuir momentos difíciles, tristes, donde fue tremendamente rechazado por algo, por alguien, y donde lo habían recibido mal. Vivía para su trabajo, y cuando llegaba a casa al final del día, la comida tenía que estar lista porque devoraba como si pronto tuviera que partir hacia la guerra del fin del mundo. Durante los fines de semana a veces les organizaba panoramas, como fue ir a cabalgar en la parcela del teniente Carmona.
Con tu madre no tienes recuerdos de ese tipo. Y sus historias son estrambóticas y más bien descabelladas. En unos de tus tantos viajes de visita a Chile, por ejemplo, cuando ya habías partido a USA, tu madre te recibió muy alarmada. Había tenido una pesadilla, te dijo, como muchos de los malos sueños y conjeturas que a veces la asaltaban. Que tú llegabas de visita a Santiago, te contó, tú caminabas por sus calles, te cruzabas con familiares, pero no los saludabas, y claramente la evitabas a ella, tu madre. Qué tremendo, Cristiancito, te confesó espantada, qué tremendo. Y a ustedes les pareció tan ridícula esa pesadilla, tan disparatada esa situación, que ella misma no siguió explicando nada y tú preferiste no preguntar por los detalles. ¿Por qué la rechazabas?
Tratas de recordar esa pesadilla ahora, cuando compruebas que el desencuentro que te mencionó tu madre es justamente lo que sucedió después, cuando ni siquiera la fuiste a ver, nada, ningún saludo, pero no encuentras los detalles, las cifras, los olores, ni esa música en los semáforos con luces rojas. Sales a caminar y no resulta, no logras penetrar hacia esos días tristes, engorrosos, se te esconde el código.
¿Dónde quedó esa roca a la orilla de la playa? ¿Quién te la movió?
¿Qué hubiese pensado tu papá de todo esto?
Recuerdas a tu padre cuando hablaba sobre la importancia que tenía para él, el que ustedes, sus hijos, llegaran a ser buenos hermanos. No había nadie en la cocina, era de noche, y mientras buscaba un vaso de agua, en pijama, se sentaba a hablarte. A veces se sobaba un muslo, y lavaba un plato o limpiaba un mesón con restos de comida seca. A lo mejor, pensando en ese mundo un poco ingenuo de los años 60, donde todo parecía posible y alcanzable, te predicaba sobre lo útil, lo necesario que era esa noción de ser buenos hermanos. Crees que su comentario habría tenido una mejor recepción si él te hubiese invitado a conocer de manera más profunda el lado de su familia, su vida secreta, con todas sus vulnerabilidades y tragedias. Si tu tía Maruza, su hermana, por ejemplo, hubiese llegado a tu casa más a menudo para reírse con ustedes y celebrar algo, eso que tristemente nunca pudieron celebrar porque jamás le conociste un cumpleaños. Cuando llegaba a tu casa lo hacía como pidiendo permiso, pidiendo disculpas, en puntillas y asustada. Es curioso comprobar como tú, pese a haber tenido pocos años, percibías claramente ese portón cerrado, esa nula interacción con la parentela más humilde de tu padre. Pero tú mirabas, calladito mirabas, eras bueno para eso, Cristián, le mirabas el bolso vacío, por ejemplo, las manos vacías, la boca arrugada, y el sudor del viaje en micro. Recuerdas claramente que llegaba con algo entre sus manos, un bolso plegable, o un paraguas seco, como para dar la impresión de que andaba en trámites, que estaba ocupada circulando por el vecindario y que por eso les tocaba el timbre para entrar a verlos como de sorpresa…. “¿Cómo están, Cristiancito?”, te preguntaba. Porque muchas veces fuiste tú el que le abrió la puerta, pero no recuerdas que hacían una vez que entraban, ni siquiera la ves sentada o compartiendo con ustedes en la casa. ¿Qué ejemplo fue ese, Cristián? Lo escribes y te molesta, te da rabia, te dan deseos de continuar con otra escritura que te duela menos.
Por el lado de tu madre, hubo más contactos con su parentela, pero de costado y con una tendencia recurrente al rechazo, a los oleos pintados para ella solamente (y sin lucir una corona de oro sobre su cabeza), y quizás para mirar a sus parientes -incluido ustedes- desde un muro y bien arriba…..
….continuará -creo- pero todavía no estoy seguro cómo persistiré con el intento. A lo mejor necesito narrar estos recuerdos en tercera persona, o mejor los grabo, o los escribo sobre la arena de una playa grande, esa misma que un día caminé buscando conchitas, piedras, vidrios pulidos por el constante azote de las olas; así es la vida, creo, uno la escribe, la vive, y después todo se borra.
Me decidí a continuar la carta, mamá. Y lo hago porque a menudo me interrumpo y pienso y viajo hacia esos años, cuando éramos pequeños. Al manejar hacia Miami, por ejemplo, no pude dejar de pensar en el papá. En el retrovisor, miraba hacia atrás, mientras manejaba solo, tremendamente solo y me movía hacia adelante. Me preguntaba si el papá había tenido un buen reconocimiento entre sus pares, donde se hizo conocido en el ambiente de la salud, tuvo prestigio; pero me asaltó una interrogante de importancia: ¿fue realmente un buen médico? O fue, más bien del montón, y se hizo conocido como el producto de un buen marketing, de la gran ayuda que le propino el doctor Asenjo, incluidas las variadas maniobras, como esa iniciativa de organizar a las Voluntarias de Hospital Anita Gómez de Asenjo. Me parece verlo en el retrovisor y creo que sí, imagino que fue un buen médico. A menudo me encuentro con sus expacientes que hablan bien de él y con cariño. Tuvo una paciente norteamericana, por ejemplo, que fue operada por él después de un grave accidente automovilístico ocurrido en Santiago donde casi perdió la vida. La visité en Washington, donde me contó que su caso médico es continuamente presentado a los estudiantes de medicina en la Universidad de John Hopkins, como un buen ejemplo de como, nunca, se deben perder las esperanzas y hay que actuar, continuamente actuar y tratar, porque nunca se sabe si una vida se puede salvar. Lo triste es que mi padre, siendo buen médico, creo que no se lo creía. El ninguneo tuyo, fue efectivo, mamá, y esa actitud tuya, junto a sus raíces sociales tan difíciles, tristes, pueden haberlo convencido que no estaba destinado a ninguna gloria o reconocimiento entre sus pares. A lo mejor sufrió el síndrome del impostor, un fuerte sentimiento que lo hizo sentirse inferior, o siempre por debajo del nivel que creía haber logrado. Pero creo que pese a todas sus falencias, lo que el papá logró frente a tanta adversidad, tiene incluso mas mérito, pese a tu ninguneo y pese a sus orígenes de recién llegado a Chile.
Por muchos años mis hermanos se han interrogado, esperanzados, sobre nuestras raíces, o sobre el origen de nuestro apellido paterno, Fierro. Por bastante tiempo todo fue felicidad mientras desde los variados sitios que ofrecía la Internet, les informaban que descendíamos de una región italiana muy importante, o de reyes gloriosos, Papas, condes o guerreros heroicos; pero cuando mi hermano, Gonzalo, averiguó la verdad firme, todos corrieron a buscar refugio para evitar el tema y quemar cualquier interrogante. La verdadera historia descubierta por él, la escribí en un texto titulado “Novela no Ficción”, pero algunos, pronto o de manera urgente, la olvidaron, o no la leyeron, o no la quisieron leer, para volver así a resucitar raíces que nos hablaban de un pasado más glorioso. Varios meses después, tuve que corregir esa versión donde claramente describía los orígenes del papá en Chile y se las mandé por e-mail. Uno de mis hermanos se mostró sorprendido, y graciosamente me contestó que era tan tristes esos recuerdos que por eso no los había leído antes, o digerido antes. Los repito ahora, y en primera persona para ver si facilito la lectura, o para que un sobrino o sobrina lo lean y lo cuenten:
Mientras escribo este texto me llegan noticias frescas sobre el pasado de mi familia. En un principio pensaba reescribirlo todo, cambiarlo, pero he decidido agregar estos descubrimientos y fechas ahora, de inmediato, para mostrar cómo morfan los textos, cómo exploran, cómo crecen los tentáculos de la intuición para encontrar los restos de esas verdades que a pesar de los años todavía no mueren, todavía sobreviven escondidos en un closet, o en el fondo de un océano que muchos desean no explorar.
Todo comenzó cuando mi hermano Gonzalo, que vive en Canadá, mandó una muestra de su saliva a My Heritage para que le hicieran un análisis genético. Desde entonces, y por email, lo contactan periódicamente cuando se produce un “smart match” con alguno de sus clientes que mantienen en su base de datos. Así fue como en pocas semanas le mencionaron a Prisila Rodríguez Monsalve, que vive en Santiago de Chile. Pronto conversaron por email y WhatsApp, para descubrir que la bisabuela de Prisila, Encarnación Fierro Cabello, había sido hermana de mi abuelo, Luis Fierro Cabello, el padre de mi papá y de quien nunca supe nada. Gracias a Prisila, que guarda innumerables certificados de defunción y de nacimiento, mi hermano se enteró de esa rama de la familia que había permanecido escondida, tapada, en secreto, porque el pasado no había sido glorioso. Ella le contó que todo empezó con Miguel Fierro Méndez, el primero en llegar a Chile, padre de mi abuelo, Luis Fierro Cabello. Miguel fue de profesión alarife, algo que mencionan en su certificado de defunción; es un término proveniente del árabe hispánico, hoy en desuso, pero que en esos años se utilizaba para indicar lo que hoy se conoce como albañil. Era oriundo de Ronda, España, porque en el Certificado de Nacimiento del Ayuntamiento de la Ciudad de Ronda, de una de sus hijas, María Dolores Fierro Cabello, hermana de mi abuelo, se especifica que ella había nacido en esa ciudad un 5 de octubre de 1877. Aparentemente tiene que haber nacido poco antes de que partieran como inmigrantes hacia Chile. Desgraciadamente la travesía buscando una vida mejor no les resultaría fácil, porque Miguel Fierro Méndez fallecería a los 42 años, de pulmonía, un 7 de abril de 1898 en Molina, Chile. Nadie conoce la fecha de su llegada, pero se sabe que falleció a los 42 años en 1898, de manera que cuando nació su hija María Dolores en 1877, tenía aproximadamente 21 años. A lo mejor se fueron a Chile poco tiempo después. Lo triste fue que el frío de los inviernos de Molina los sorprendió mal preparados. Tres años antes de su muerte (el 13 de junio 1894) había nacido su penúltimo hijo, Luis Fierro Cabello, mi abuelo, ese desconocido misterioso, padre de mi papá, pero de quien nunca supe nada. A Luis Fierro Cabello tampoco le resultaría fácil esa nueva vida al quedar huérfano a tan temprana edad. Todo indica que les fue difícil sobrevivir, porque el último de los Fierro Cabello fue Miguel, que nació el 6 de mayo de 1897 para fallecer de pulmonía un año después, el 22 de abril de 1898, es decir pocos días después de fallecer su padre, Miguel Fierro Méndez. Decididamente no les resultó fácil acomodarse a estas nuevas tierras, fueron unos extranjeros en un país donde se miraba con resquemores y prejuicios a los recién llegados. A lo mejor algo parecido sucede actualmente con los haitianos.
Por los documentos y certificados en poder de Prisila me enteré que el 22 de marzo de 1914, a los 19 años, mi abuelo Luis Fierro Cabello se casó con María del Rosario Morales Puelma, de tan solo 16 años. Cuesta creerlo, pero aparentemente casarse a esa temprana edad era posible, se podía hacer, o era aceptado. El 6 de abril de 1915, es decir de inmediato, nació mi tía Maruza (María Josefa Adelaida Fierro Morales), la misma que llegaba pidiendo disculpas cuando entraba a nuestra casa, y luego mi papá el 1 de agosto de 1917. En el certificado de nacimiento de mi padre se menciona que mi abuelo Luis Fierro tenía como oficio constructor, es decir igual que su padre. Según el certificado fueron testigos Adelaida y Herminia Puelma, que no sabían firmar. Se menciona también que mi abuelita María Morales no tenía profesión. En el certificado de sepultación de mi abuela, firmado por tía Isabel (Isabel Morales Puelma), se dice que falleció de bronco pulmonía y cáncer intestinal. En el certificado se lee: “autorizo la sepultación de mi hermana María Morales Puelma v de F. en el mausoleo que poseo en el patio 7, calle Central del Cementerio General. Firmado: Isabel Morales P. carné No 5922 de Ñuñoa, 28 de septiembre 1967.” Interesante comprobar como todavía figura el padre de mi papá, Luis Fierro, pero ya en forma borrosa, distante, indicado solamente por ese “v de F”, “viuda de Fierro”. Seguro que en esa época era mejor aparecer como viuda hasta la muerte que separada, o divorciada.
Gracias a Prisila Rodríguez Monsalve me he enterado de un secreto que explicaría un poco esos misterios que no me pudo, o no me quiso develar mi padre. Según la madre de Prisila, que conoció a mi abuelo cuando ella tendría unos 9 años, él era de muy buena facha y de ojos azules, pero lo extraño es que jamás supo que se hubiese casado. Es decir, todo indica que se casó, porque están los documentos y los hijos, pero pareciera que duraron juntos por un tiempo breve. Según ella, lo recuerda como un incapacitado y en silla de ruedas porque jugando fútbol, se hirió una pierna que después se le gangrenó. La infección se le expandió hacia la otra pierna, y para salvarlo le tuvieron que cortar las dos extremidades. Según la madre de Prisila, está el registro de esa tragedia en una foto, porque en una elección importante, en la revista Vea de esos años, salió su retrato cuando llegaba a votar en silla de ruedas. No es difícil imaginar que en ese tiempo, vivir en esas condiciones, era quedar transformado en un perfecto inútil, y sin posibilidad alguna de mantener una familia, sobre todo cuando su oficio era el de constructor. De manera que algo drástico tiene que haber ocurrido en ese matrimonio, donde esa incapacidad física lo arrancó de su familia, ya sea por mutuo propio o porque simplemente mi abuela lo dejó. Eso lo pudo haber empujado hacia el alcohol y el desamparo. Falleció el 14 de Julio de 1948 a los 54 años de edad. Eso marcó profundamente a mi padre porque para sobrevivir tuvo que vivir de los parientes, de la caridad ajena, o de la buena voluntad de tía Isabel. Cómo lo indica mi hermano Gonzalo, en la casa de su tía (Isabel Morales Puelma), los jamones y los buenos quesos llegaban con nombres y apellidos, y nunca, jamás, fueron destinados hacia un Fierro como mi papá, un pobretón, un pobre ave, casi un guacho, hijo de un alcohólico. A lo mejor esos sentimientos lapidarios fueron las humillaciones y los desprecios que sufrió mi padre, y que yo intuía, que he mencionado en este texto, pero que mi padre por apocamiento, o por doblar rápido la página, no nos quiso divulgar. Quizás eso explica también el ninguneo tuyo, mamá, hacia los Fierro, los Fierro recién llegados al país (¿venderían también peinetitas baratas en la estación de trenes?), pobretones, tirillentos, muertos de frío, es decir los haitianos de hoy en día en Chile. Pero lo triste, lo más triste, es que siento, toco, palpo, que en muchas ocasiones el papá te encontró toda la razón.
Pocos años antes, nosotros habíamos visitado Ronda con nuestras hijas. En ese entonces nada sabíamos de nuestro pasado y sus orígenes, pero nos atraía esa ciudad que todos quisimos conocer. La caminamos entera y devoramos cada una de sus callejuelas, su Plaza de Toros y el Puente Nuevo, donde les tomé las mejores fotos a nuestras dos hijas. Me habría quedado a vivir en esas tierras lejanas sin mayor problema.
Mi querida amiga Ana María MacDonald -y que tú nos contrataste para que nos ayudara con las obligaciones escolares de esos años- me comentó por email, desde Finlandia, el descubrimiento relacionado con el pasado del papá:
Lo que me cuentas de tus antepasados es muy similar a lo que vivieron los míos. Los míos emigraron desde Escocia a Chile debido a la difícil situación que vivía Europa azotada por hambrunas, guerras, dictaduras, etc. Esta situación se refleja en la fuerte inmigración de europeos hacia América Latina a partir de 1850, especialmente hacia países como Argentina y Méjico que recibieron miles de inmigrantes provenientes de España e Italia y también muchos otros europeos que se distribuyeron por todo el continente. Ayudó mucho el nacimiento de las nuevas naciones americanas que se iban independizando de España y que necesitaban mucha mano de obra y que además veían en Europa un modelo al que imitar. También ayudó la promulgación de leyes que facilitaban la inmigración. Es muy triste que este proceso esté prácticamente ausente en los programas de enseñanza; si lo supiéramos quizás sería más fácil entender la situación que viven en el Chile actual los miles de inmigrantes. También serviría para saber que muchos miembros destacados de la sociedad chilena son justamente descendientes de estos primeros inmigrantes que llegaron en busca de mejores condiciones de vida. Muchos de los que se presumen de “aristócratas” descienden directamente de los hidalgos españoles que buscaban enriquecerse en América porque existía el mayorazgo en España, y en la colonización de América participaron todos los sectores sociales excepto la nobleza, o sea que de aristócratas no tenían nada.
Sin duda que los historiadores tienen un conocimiento profundo y exacto de lo ocurrido en aquella época, pero por las diferentes lecturas que he realizado a lo largo de mi vida y conociendo mi historia familiar, esa es mi visión personal de aquella época.
Generosamente agrega que “por supuesto puedes usar mi texto si te parece de interés.”
Lo que me cuenta Ana María parece ser muy cierto. Todavía recuerdo el orgullo de mi abuelita Oriana, tu madre, mamá, cuando proclamaba que ella había visto a los padres de Eduardo Frei Montalva, presidente de Chile en ese entonces y posteriormente asesinado por los servicios de inteligencia de Pinochet, vendiendo peinetas de plástico en la calle. Yo lo vi, gritaba como destapando una vergüenza, un secreto, una confidencia hedionda.
Estos descubrimientos tardíos me refuerzan la idea que guardo sobre los recuerdos y su importancia, sobre la memoria y su valor, y que me recordó hace pocos días, Pato, exmarido de mi hermana, Mónica:
– ¿Te acuerdas de la alfombra roja, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
– ¿Te acuerdas del sol potente que se acrecentaba y crecía por las rendijas de los postigos a medida que avanzaba el día, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
– ¿Te acuerdas de la crujidera de las maderas del pasillo, en el segundo piso, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
– ¿Te acuerdas del olor en el baño de la Guillermina, la empleada, siempre con filtraciones y humedad, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
– ¿Te acuerdas del portazo que daba tu padre al llegar o al irse al hospital, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
– ¿Te acuerdas de esa bodeguita/bar, bajo la escalera, llena de arañas y polvo y más arañas, en tu casa de Avenida Suecia 1521?
- Sí, me acuerdo.
Trato de dormir, mamá, pero antes leo por unos minutos un texto de mi amigo Ignacio Carrión (Diarios, 211-2015 Editorial Renacimiento, 2016). Estoy solo, no tengo a quién contarle mi historia, solo la puedo escribir para después leer, y la corrijo, para después regresar al texto de mi amigo:
“Imaginemos que irrumpen en la casa de tus padres y están allí, como los dejaste hace años (o como te dejaron al morir), en la sala viendo le televisión o hablando o ambas cosas a la vez.
-Buenas noches -dices.
Y él contesta y ella alza los ojos con una mueca de aburrimiento escrutador, pero no pronuncia palabra.
Te miran. Y tú devuelves la mirada y te sientas en el sofá en espera de algo que no sabes lo que es, nada o mucho, agradable o desagradable.
-¿Todo bien? -preguntas.
Y a partir de ahí puede ocurrir cualquier cosa.
Sales luego de la sala y avanzas por el pasillo hasta la cocina donde una mujer -pasaron tantas- plancha ropa o prepara unas verduras o friega algo y cruzas unas palabras y parece triste y harta y sabes que su vida es exactamente así, triste y agotadora.
Bebes un vaso de agua y dejas el vaso en el fregadero y vuelves a la sala que es otro mundo, el de los señores, y sientes algo que jamás dejas de sentir en esa casa, como en todas las casas acomodadas donde un pasillo separa a los ticos de los pobres y todo es distinto y esto te angustia y observas a la vieja pareja que es infeliz salvo en muy raras ocasiones, y no hay apenas cosas de las que hablar porque son demasiadas las cosas que os separan. Todo os separa.
Y te despides. Te acercas, los besas, los imaginas así un día tras otro. Día y noche. ¿Cuántos años, todavía? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Menos?
Bajas las escaleras: 4 pisos. Una luz mortecina. Hasta el portal. La calle. No es que sea la vida, tampoco hay vida. Caminas rápido. Tal vez él se asomó a la ventana o al balcón de la terraza, tal vez. ¿Te vuelves a mirar? Depende. Vas a sentirte culpable tanto si lo haces como si no.
No lo haces. ¿No? Aún estás a tiempo. Pero no está allí. No.
No me gusta esta soledad y este silencio, aquí, a esta edad, que es lo que ellos tenían en la página anterior y ahora tengo yo. No me gusta. Me asusta. Me produce cierta congoja. ¿Por qué? ¿Por la repetición de un destino -el de todos los viejos- que presienten el fin del camino más cercano de lo deseable? ¿Qué puedes hacer para sortear estos obstáculos en ese camino sin salida?”
Me levanto tambaleante hoy por la mañana haciéndome preguntas, o escondiendo o rehuyendo las interrogantes. Ignacio está muerto, mis padres están muertos, y Arj está también muerto. Pruebo mi café caliente con la tremenda certeza de haber vivido ciertos episodios de la vida de otro. Tú no fuiste alcohólica, mamá, pero en tu ninguneo te portaste como la madre de mi amigo. Y ese desprecio que sentías por el papá, ¿lo recuerdas?, lo sentía también ella por el padre de Ignacio, que también fue médico. Y ese desdén que sentías por la familia más humilde del papá, ¿lo recuerdas?, también lo sentía ella hacia la familia más humilde de su esposo médico. Existen demasiadas circunstancias parecidas que podrían ser calcadas. Problemas con la herencia, por ejemplo, donde el hermano mayor traicionó a Ignacio al aliarse con la hermana, emocionalmente débil y en las cuerdas. Es decir todo muy parecido a lo que me ha ocurrido a mí. ¿Inventó, Ignacio, todo eso, mamá? No lo creo. Pese a que ya están todos muertos, sé que ocurrió así, y por eso puedo confesar sin susto, sin mucho temor, que he vivido parcialmente algunos episodios de la vida de otro.
Con los escritores siempre se sabe, no hay nada dejado al azar, sobre todo con Ignacio.
Escucho música, escucho un verso recitado por Roberto Parada y visito nuevamente mi casa, o la casa de mis padres que todavía guardo junto a muchos otros recuerdos. Están tal cual los dejé cincuenta años atrás. Veo a mi madre en cama, pero no me saluda. Está llorando. Veo a mi padre caminar por el cuarto mientras gesticula angustiado, pero tampoco me ve, tampoco me saluda. ¿Cómo están?, les pregunto, ¿todo bien?, pero no me oyen. Bajo apresurado hacia la cocina donde está Guillermina preparándole un café con leche a mi mamá. Tampoco me ve, pero a lo mejor siente algo porque se le cae la taza y se mira hacia sus manos, se las frota, y grita algo que no escucho. ¿Se quemó? Bebo un vaso de agua que luego dejo en el fregadero y corro hacia la puerta de entrada, que me expulsa hacia otra puerta y otros mundos. Ahí escribo, mamá. Ahora me encuentro en Michigan, en mi propia casa, donde escucho que alguien llora….
-¿Cómo están? -pregunto- ¿todo bien?
Pero nadie me contesta, nadie me habla, y dejan de llorar.
31 de Diciembre 2022