Cuando era niño y cuando pasaba por períodos donde percibía el mundo color rosa, me gustaba escuchar esa música que escapaba de la radio del auto, e imaginaba que afuera, esos hombres y mujeres que caminaban por las veredas atestadas de polvo, de trajín, de pobres perros vagos, también de alguna manera, si la escucharan, les gustaría mi música; o por último la reconocerían, y me reconfortaba imaginar que pronto, al escucharla nuevamente con detención, estarían de acuerdo: la música no estaba mala.
El auto se detenía en un semáforo, en la calle Alameda, en el centro de Santiago, y veía a la gente, a la muchedumbre avanzar a pasos agigantados para cruzar las calles. Las ropas que llevaban era siempre bien oscura, tonos grises, negros, a lo mejor por el invierno. Las esperas en los semáforos con sus luces rojas eran siempre parecidas, uno adentro, escondido en la burbuja, y mironeando a los de afuera que todavía parecían lejanos, que no era el mundo de uno todavía, pero que después, pronto, cuando fuera “grande”, podría aspirar a conocer. La bulla de esa calle presagiaba lo que penetraría vertiginosamente en nuestras vidas, la vida de estudiante en las secundarias del colegio San Ignacio, cuando surgía el movimiento popular de Salvador Allende y sus banderas. Ahí fuimos muchos los que quedamos descolocados y haciéndonos preguntas, incluidos los jesuitas, que abandonaron un poco sus tareas de guías nuestros, para avivarnos hacia nuestra propia suerte: ellos estaban demasiado enfrascados tratando de ver o de estudiar como reaccionar frente a esos “signos de los tiempos”, embebidos en sus propias revoluciones y discusiones internas. Así fue como quedamos inmersos y abandonados a nuestra propia suerte adentro de ese grupo que formaban nuestros compañeros de curso. Y ahí comprobé en carne propia cómo florecía el músculo de la tribu, y la importancia que tenía adentro de un grupo, donde los compañeros físicamente más poderosos y grandulones impusieron y organizaron la convivencia en los recreos y nuestra vida diaria. Todavía recuerdo con sorpresa la tremenda patada en el traste que me daría un compañero de colegio sin motivo alguno, poco antes de entrar a los comedores a la hora del almuerzo. No fue una patada dolorosa, pero sí bien humillante y todavía la recuerdo. Muchas veces la interacción con los mismos profesores la dominaban también ellos. Las autoridades del colegio, a lo mejor imaginando que sería bueno exponernos al mundo de la calle, de los trabajadores, ese que conocíamos tan poco, decidieron contratar a un profesor de rasgos indígenas. Recuerdo claramente su apellido: Morgado, se llamaba Rosendo Morgado Wong. Y con él mostramos descaradamente nuestro racismo al reírnos sin problemas cuando pronunciaba ciertas palabras claves de manera sospechosa, desenmascarando así su origen humilde, de barrio periférico: la “ch” era “sh”, de manera que “chiquillo” pasaba a ser “shiquillo”. Craso error, tremendo, un pecado capital que era celebrado con gran jolgorio y entusiasmo por la tribu. El pobre usaba también una casaca oscura, y a veces lucía una corbata. Los más vivos del curso, los mandamases de la tribu, los buenos para el combo, las patadas, aprovecharon esa ventana hacía otros mundos pidiéndole consejos sobre “asuntos de la vida” o más concretamente sobre “asuntos del amor”. Hábilmente, notaron que en los propósitos de las pasiones y el amor, nos parecemos demasiado y ya no importaba el apellido, la raza o los colores.
En los recreos también había música, y todo gracias al “galeno” Walker, que nos ayudaba a sobrepasar nuestros recreos con sus selecciones favoritas. Lo recuerdo con cariño en una oficina muy hedionda a cigarrillo (los cigarros de otro porque él me parece que no fumaba), rodeado de esos platillos de vinilo y equipo electrónico.
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….veo a mi padre acostado en su cama, en la cama donde pocos días después moriría solo. Percibo que siente angustia, algo de ansiedad, a lo mejor es lo que ocurre de manera natural cuando descubrimos que se nos aproxima el fin y ya no hay vuelta; partiremos pronto. Para tranquilizarlo le digo que estamos todos bien en la familia, que Alberto está bien, que mi hermano Gonzalo está bien, y que Mónica y Álvaro están bien.
Todo bien, papá, parece que le dije, como asegurándole “misión cumplida”, para que él también pudiera partir algo más conforme, sin verse obligado a tener que seguir ayudándonos, guiándonos, asegurándose que nos encausábamos por una ruta bien segura. Y él entonces nota algo, se da cuenta que estaba tratando de «dorarle la píldora», de calmarlo para que descansara, para que entregara las llaves, la antorcha, o para que no siguiera preocupado. Levantó los brazos y mostró las mangas del pijama que le llegaban hasta el codo. Estaba la ventana abierta y se filtraba el rumor de la ciudad febril de un día de semana santiaguino, de verano. Escuché unos bocinazos, un grito lejano, vi un gorrión que se paró en el filo del ventanal mientras él estiraba el borde de la sabana blanca que le llegaba hasta la barbilla. Y pese a lo disminuido que ya estaba, me dio una sorpresa, un gran mazazo cuando se detuvo, pensó y me preguntó bien serio, como cambiando el tema:
-¿Y tú? ¿A quien saliste tan inteligente, cristiancito?
Habría pagado para que me dijera a quien saliste tan pelotudo, mijito, o no hable huevadas, mijito, pero no había ocurrido así. Más bien comprobé las sorpresas que nos da el cerebro, donde pese a estar acosado por la enfermedad, las debilidades, los dolores, las confusiones, siempre nos puede sorprender con un relámpago de conocimiento cognitivo verdadero, genuino, algo así como un saludo a la bandera que nos muestra la fibra sana que todavía va quedando, que todavía resiste, ahogada en medio de toda esa maleza, es cierto, pero que todavía permanece pese a la enfermedad, la vejez y el deterioro.
No le contesté, no le dije nada, me hice el leso, y parece que murmuré algo así como “chuta”, pero solo para mí, solitario, calladito.
Cuando me mudé a este país cambiaron los colores y el color de los inviernos, que para aumentar el contraste fueron blancos, había nieve. Y con el tiempo me sigo subiendo a los autos y deteniéndome en los semáforos con luces rojas, donde todavía aprovecho para escuchar mi música, esa que escapa de los parlantes de la radio del auto. Ahora soy yo el que maneja y no mi padre, pero me importa mucho menos si a alguien no le gusta la música que escucho.
Han pasado los años y más que nada guardo mis músicas, guardo mis recuerdos, y los atesoro como esas conchitas de mar que coleccionaba cuando caminaba por la orilla de la playa cuando niño. Ya no importa si a alguien no le gustan, o si a nadie le interesan las conchitas que he coleccionado. En el fondo ya tampoco importa si incluso no escucho música cuando detengo el auto en un semáforo en la ciudad de Northville, aquí en Michigan, donde vivo ahora. Aunque siempre los prefiero con música (los semáforos).
Nota; Ex compañeros de colegio como Mauricio Valdivia (en la sección comentarios) y Claudio Barrios me corrigieron un error: el nombre de nuestro profesor era distinto. Con el permiso de Claudio aquí va su comentario:
«…..sólo aclarar que el nombre del profesor Morgado es Rosendo Morgado Wong, profesor de Técnicas Especiales. Lo poco que sé de instalaciones eléctricas se lo debo a él. Fue un destacado profesor del Colegio Andree, de La Reina, donde en sus últimos 20 años de profesión fue muy querido por todos. Jubiló recién, hace unos cinco años. Como apoderado de ese Colegio, me tocó seguir compartiendo con él, tenía una memoria increíble, se acordaba de muchos alumnos ignacianos, con su nombre y apellido, especialmente los de nuestra generación: todo un personaje. Finalmente en la vida te das cuenta que el verdadero valor de las personas está en su interior y terminas agradeciendo el privilegio de haberlas conocido»