La última conferencia de Ernest Yeager (5)

Veo a mi antiguo profesor reclinarse sobre su asiento –y lo veo nuevamente ahora que escribo- remece su cabeza como despertando del sopor de un sueño, para levantar su mano derecha donde hace una pregunta que pareciera se la hubiesen dictado al oído. El conferenciante escucha y le responde con cuidado porque de alguna manera Yeager trasmite cierta honestidad; claramente no hace la pregunta para lucirse o para poner en aprietos a nadie. Yeager se come las uñas y como un niño pícaro escucha y levanta nuevamente la mano para continuar un diálogo que muchos siguen con cierta reverencia, como si Yeager estuviera divulgando secretos, intimidades. Las opiniones científicas de Yeager eran consideradas cuidadosamente por todos los presentes que tenían en gran estima a uno de los padres de la Electroquímica de este país. Cuando terminan de hablar, Yeager se levanta del asiento con un atado de papeles en las manos porque ahora le toca el turno a él. Gana altura, pero pareciera que siguiera encorvado en su asiento: es la costumbre y desgraciadamente también eso, el Parkinson. Era un Simposio organizado en su honor, cuando ya el Parkinson le estaba causando estragos; y esta vez se había levantado de su asiento con más dificultad que antes. Persiste un ambiente de despedida en el auditorio, de recambio generacional; el profesor destacado que parte, mientras llegan los nuevos que se pelotean el hueco vacío que deja el más viejo. La señora Hovorka, viuda del mentor de Ernest Yeager, también asiste a la última conferencia. Tiene bastante dinero que dona generosamente a esta universidad, Case Western Reserve University, en Cleveland, Ohio. Siempre la vemos empolvada y atenta con Yeager a quien, desde que falleció Hovorka, cuida y se preocupa de su salud. No sé qué será de ella ahora que la recuerdo, en el año 2018. ¿Habrá fallecido? Yeager termina de hablar y se ve contento; debe haberse preparado tomando sus pastillas a la hora adecuada para salir bien del desafío. A lo mejor antes, se dejó poner varios electrodos en la espalda ayudado de un post doctor que trabajaba en su grupo. Lo hacía para ejercitar los músculos de la espalda con pequeñas descargas eléctricas. Lo aplauden, contesta algunas preguntas y pronto se retira. Afuera nos esperaban un cocktail y más reencuentros.

Ernest Yeager vistió siempre la misma ropa; camisa blanca, corbata oscura y pantalones de tela azul. A la hora del almuerzo simplemente abría un sobre de comida seca, en polvo, y le agregaba agua caliente. En esa misma taza y mal enjuagada, seguía más tarde con sus cafés del día. Recuerdo que cuando terminé mis estudios lo invitamos con Pilar a nuestro departamento. Teníamos de todo preparado. Para tomar le teníamos vinos y jugos, pero cuando le preguntamos qué le gustaría beber, desgraciadamente pidió jugo de tomates. Nunca se me va ha olvidar; ni siquiera sabía que algo así existía y que se podía beber.

Yeager viajaba mucho y trabajaba como consultor para distintas compañías como la IBM, GM, Eveready, etc. Llegaba al trabajo y se iba de la universidad todos días como si llegara o partiera de un largo viaje, porque lo hacía cargado de dos feroces maletines repletos de papeles y libros. Probablemente cuando llegaba a su casa, se calentaba otra comida rápida porque vivía solo. Con el tiempo se mudó hacia un departamento con linda vista al lago Erie y donde, para las navidades, invitaba generosamente a los que trabajaban en su grupo. Ahí se animaba con un piano que tristemente tocaba cada año peor. Pero igual cantábamos y lo pasábamos bien, se lo agradecíamos; era un tipo genuinamente de los buenos. En la misma ciudad, Cleveland, vivía su hermano que trabajaba para la Eveready. Gracias a él y gracias Yeager casi me contratan, pero nada ocurrió porque al tipo que me vino a entrevistar ese día, no le supe explicar que todavía no tenía tarjeta de residencia (la famosa tarjeta verde en este país), y se me evaporó esa excelente alternativa; pensó que yo simplemente no quería trabajar para ellos.

Yeager siempre me ayudó. Gracias a él y sus contactos con muchas empresas conseguí trabajo en Cleveland y luego en Michigan. Recuerdo que cuando llegué a este país asistí a un meeting de la Electrochemical Society, donde José Zagal, el profesor chileno que me ayudó muchísimo (ex alumno de Yeager), me lo presentó. Yeager estaba rodeado de chinos que él recientemente estaba aceptando en su laboratorio (lo que después hizo conmigo).

La última vez que lo vi fue cuando José Zagal, que estaba de visita en USA en ese entonces, concertó una entrevista para ir a saludarlo. En esos años ya vivía en un edificio de vida asistida, cercano a la universidad. Cuando llegamos, lo fuimos a buscar a su cuarto y me impresionó lo pequeño, lo reducido, lo mínimo en todo su entorno. Recuerdo que lo más grande que tenía en su cuarto era una televisión a tubos donde escuchaba a un predicador ruidoso porque era día domingo. El Parkinson ya lo tenía avanzado, pero él, heroicamente, nos esperaba con su camisa blanca de siempre, su corbata oscura, y sus pantalones de tela azul. Al salir de su departamento, nos acercamos al ascensor donde al encontrarnos con sus vecinos, estos lo saludaban con reverencia: “buenas tardes profesor”, “cómo está profesor”. Él aguzaba la vista para caminar vacilante hasta llegar al comedor donde nos esperaban. Cuando nos sentamos recordó antiguos tiempos, pero ya había perdido la pasión por todo lo novedoso, por lo que se venía en un horizonte futuro. José le explicaba lo que estaba investigando en su laboratorio, pero Yeager más que nada trataba de no atorarse con el pan o la ensalada que se llevaba a la boca. Ya no se podía comer las uñas y estas le habían crecido largas, como tomando revancha por todos esos años en que no habían podido crecer. Fue atento y creo que le gustó que lo arrancáramos de su rutina, de su encierro.

Poco tiempo después de esa visita, falleció. Recuerdo que fui a su entierro donde me topé con un profesor de química orgánica, Sayre, que se alegró mucho al verme porque habían pocos ex-alumnos suyos asistiendo. Recuerdo bien su sonrisa y el saludo caluroso de Sayre (lo recuerdo como el jugo de tomates de Yeager: ¿por qué ocurre así?). Al poco tiempo, desgraciadamente, a él también le bajarían el telón de fondo al ser atacado con un fulminante accidente vascular. Quedó tumbado por varios años antes de fallecer en un cuarto de hospital.

Examino ahora el sitio Internet del Departamento de Química de la Universidad de Case Western Reserve y compruebo que ya no queda casi nadie de mi tiempo. Una voz interna me trampea y me miente, y repite y me hace creer que somos los mismos de antes, que nada ha cambiado y que el reloj de arena que llevamos adentro sigue igualito; pero reviso las evidencias y tristemente compruebo que el Departamento de Química está completamente renovado -¿desbastado?- donde solo quedan dos profesores activos de esos años, cuatro retirados y todos los otros ya muertos.

 

No sé por qué lo siento tanto ahora que lo escribo en esta notita; escuchando música y rodeado de gatos. A lo mejor a eso también se refería mi querido amigo Ignacio Carrión cuando decía que había que contarlo porque algo florece entre ese cultivo de palabras, algún sentimiento queda, algo perdura…. algo al menos.

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