Como a las doce de la noche me despabila una llamada del John (6 PM en Washington) para saber cómo estábamos y si había recibido noticias de Nenad. No, nada de Nenad, le contesto. Casi se murió, me cuenta. Por suerte estaban en la casa, con Giordana, (su señora) así que ella reaccionó bien rápido. Fue un ataque al corazón, y después de un coma inducido, poco a poco ha salido adelante y algo se ha recuperado. Ya está en su casa pero tuvo que jubilarse. Y me cuenta que en Junio The Electrochemical Society, organizará un Simposium en su honor, en Seattle. ¡Moribundo, pero bien premiado!, pienso todavía moviéndome entre las tinieblas de la madrugada. Luego me pregunta si pienso asistir. No creo, le contesto. A mí me gustaría ir, me dice, me gustaría presentar un trabajo en su honor, pero en el Departamento de Energía ahora es bien difícil publicar, necesito autorización de todos lados: ¿Quieres ser autor conmigo y tú lo presentas, tú lo presentas? Tengo que ver, le contesto, para a mí tampoco me es fácil llegar y decidirme por un Meeting, también tengo que justificar mis gastos. John piensa por un momento y agrega, “se me olvidaba contarte, me pusieron un marcapasos, pero cuando desperté creí que me moría porque tenía mi cama rodeada de médicos con rostros muy serios. ¿Creerás que me habían instalado un marcapasos equivocado, el de otro paciente? Los vi a los pies de mi cama y pensé, ahora si que me muero, me toca. Pasé mucho susto. Me lo reemplazaban porque el anterior -que ya había funcionado- me salvó la vida.”
Cuelgo el celular, y sigue todo muy oscuro en este cuarto del hotel, en Pori, Finlandia, y me levanto de la cama gateando, tropezándome con la pata de una silla que me tritura el dedo chico y me hace doler hasta las muelas. Grito, me tocó los pies, me duele, pero con felicidad descubro que estoy vivo. Dejó el celular sobre el velador justo cuando el App (WeCroak) me recuerda de que me voy a morir y me muestra un verso:
Mientras yo pensaba que estaba aprendiendo a cómo vivir, he estado aprendiendo a cómo morir.
Leonardo da Vinci
Pronto llega el mensaje-texto de Ana María McDonald. Me esperan en su casa en Turku –a dos horas en bus de Pori- junto a Juan Ernesto este fin de semana que se avecina. Reconozco con felicidad que será lindo poder verlos después de tantos años. Quiero ver si continúan siendo el Juan Ernesto Riquelme y la Ana María de esos años, cuando se quedaron en nuestra casa de Santiago mientras nuestros padres emprendían un viaje debido a un Congreso de Neurocirugía organizado en el extranjero. Recuerdo que nos acompañaron por dos o tres semanas. Entre tantas cosas que hicimos juntos fue conocer la Feria de la Pulgas y su delicioso desorden que me hizo imaginar que caminábamos por un museo.
En ese tiempo poco sabíamos que esas situaciones que compartimos juntos, llegarían a ser importantes. Y claramente lo fueron y por eso escribo, para saber que eso existió, que eso ocurrió y fue cierto….. y aquí me acuerdo de mi querido amigo Ignacio Carrión, cuando me dijo: “escríbelo, Cristián, que si no lo escribes, es como si nada de eso hubiese sucedido.” Y lo hago ahora sin ego, sin nada que demostrar y más que nada para recomponer esos momentos, esas vidas, esos sustos que en su tiempo fueron tan importantes en nuestras vidas.
Cuando me bajé del bus, en Turku, Juan Ernesto dice que vio descender a mi padre. Me asustó; pero parece que ya está sucediendo, con el tiempo ocurre así, algunos nos empezamos a parecer al padre y no hay vuelta.
Ana María se veía feliz al poder vernos nuevamente. Fuerte al volante nos conduce hacia su casa. La ciudad estaba helada, pero la casa de ellos tenía ese calor que aumentaba con la conversa y ese vino que al principio me negué a probar; pero que después, poquito a poco, me tuvieron que detener para no consumirlo entero junto a la carne asada que había preparado Ana María. Y el pisco con mango, que no había probado nunca, estaba novedoso y fue otra de las delicias. Adentro de la casa estaba todo muy blanco, limpio y ordenado, y con maderas claras y lustrosas en el suelo. La casa aunque está ubicada cerca al centro de la ciudad, se esconde en una calle de árboles donde no sentíamos un solo ruido. El sol y la nieve se colaban por la ventana de la cocina. Apenas se veían autos, y casi nadie caminaba afuera. A veces veíamos a alguien con un perrito, tal como lo hace Juan Ernesto cuando pasea el perro de su nieta.
Adentro de la casa todo se veía ordenado, minimalista; donde no sobraban las fotos de sus hijos: Sebastián, un policía, y Francisca, que me parece trabaja en un hospital. Adornos mínimos, y por supuesto los libros, libros de Vargas Llosa, Poli Délano, Alejo Carpentier, Cinco Semanas en un Globo, de Julio Verne, Cuentos Chilenos Completos y por supuesto el gran Cortázar.
“¿Otro vinito?” No, por favor, si ya probamos suficiente, le repito. Pero ahí estaba nuevamente el Concha y Toro mezclado con la nieve y la escarcha del invierno de Finlandia. “Y perdona, pero en unos minutos no me pierdo las noticias del canal español,” nos dice Juan Ernesto. Y ahí entonces todos nos sentamos a ver tele.
Y aquí en Finlandia se bebe, nos cuenta Juan Ernesto, mientras probábamos otro vinito; y se toma en unos excesos que a veces sirven como excusa para justificar algunos incidentes. Me cuenta de un compatriota, por ejemplo, que cuando sus vecinos se embriagaban, se acercaban a su casa para molestarlo. Este los denunció a la policía pero con malos resultados; todo había quedado en nada ya que el exceso de trago lo justificaba todo: estaban embriagados. Y así fue como en la oportunidad siguiente, este compatriota aprendió su lección y los esperó rociado en vodka para propinarle una gran paliza a ese vecino. Cuando llegó la policía, sucedió lo planificado: no le pudieron levantar ningún cargo porque claramente estaba embriagado, le anunciaron. Y desde ese entonces no lo molestaron más.
Han pasado tantos años, hubo un golpe de estado donde Juan Ernesto fue expulsado de Chile, pero sin embargo a veces pareciera que simplemente alguien nos impuso un paréntesis, un corte, para reanudarlo años después aquí en Finlandia. Ana María, como buena profesora, siempre escucha mucho, y trata de entendernos mientras se toca un anillo. Y nos mira, pero siempre parece que mirara hacia atrás sin esa nostalgia que me asalta a mí; simplemente reconoce su pasado, nuestra historia, nuestra niñez, esa que si uno olvida y no recuerda es como si nunca hubiese sucedido.
Ya era tarde y pensaron en probar algo para terminar el día. “No, no se preocupen”, alcancé a decir; pero todo en vano porque en pocos minutos probábamos una pizza, otro vinito, y un delicioso postre preparado por Ana María. En Finlandia por todos lados florece el frío en esta época, el hielo, la nieve, y como no, el vino de nuestra tierra, de ese lugar al que siempre regresamos porque de ahí partimos….o de ahí lo expulsaron.
Antes de acostarnos, Juan Ernesto me explicó meticulosamente cómo usar la ducha y me anunció que mañana recorreríamos la ciudad. Al invitarme a caminar, me pareció que iríamos nuevamente al mercado de las pulgas, en Santiago de Chile, pero el frío, el idioma diferente, el hielo del río nos devolverían a la realidad. Y así fue como caminamos sobre el río Aurajoki, que estaba congelado, y recorrimos por más de tres horas el centro de Turku, donde probamos café, y conversamos sobre otros años y otros intereses. Al principio lo acompañé con susto, imaginando que Juan Ernesto se podría tropezar y caer debido a esa pequeña cojera que le hace difícil levantar ágilmente el pie derecho. Pero nada de eso ocurriría, y más bien fui yo el que tuvo que pedirle que por favor dejáramos de caminar sobre ese hielo. Pareciera que Juan Ernesto aprendió a caminar sobre el hielo, de la misma manera a como aprendió a caminar sobre tantas cosas y accidentes. «Ese tiene patines de hielo, pero de competencia», me dice. Al frente teníamos unas pocas grúas del astillero donde trabajó por tantos años, pero que ahora eran historia. La ciudad de Turku no dejó que la empresa los removiera cuando el astillero se trasladó, para dejarlas como un testimonio de lo que ahí había sucedido antes. Caminamos después por una plaza central donde piensan construir un estacionamiento subterráneo; pero solo si no descubren nada interesante o de valor histórico en las excavaciones, me dice. Aquí se respeta la historia, lo que ha ocurrido antes. En un Museo Marítimo compré una libretita para tomar notas y una gorra para el frío. Juan Ernesto, sentados en un Café, reconoció a un antiguo jefe de su empresa, pero que de autoridad ya le quedaba poco. Estaba anciano y a duras penas arrastraba los pies al lado de su señora.
Después de la caminata matinal llegamos a la otra fiesta, la paella preparada por Ana María que estaba una delicia…. y más vinito, “no, pero como se te ocurre, y bueno ya, otro poquito”.
Durante la mañana no habíamos recorrido el mercado de la pulgas de Santiago, en Chile, pero habíamos conocido juntos un Mercado diferente, el de ellos, el de Juan Ernesto y Ana María, un Mercado que parece salir de un río helado para llegar a una casa caliente y acogedora. Al día siguiente me irían a dejar a la estación de buses. Hacía nuevamente frío.
Fue lindo ver a los amigos y comprobar que seguían siendo los Juan Ernesto y Ana María de siempre. Ana María esperó en el auto, mientras Juan Ernesto me fue a dejar al bus, y no se retiró hasta que estuvo bien seguro y me vio sentado en el asiento. Habían pasado los años y todavía quedaba eso, estar seguros que todo anduviera bien mientras nuestros padres viajaban. Pero el tiempo se nos ha pasado y mi padre ya no está de viaje. Y a lo mejor por eso escribo esta nota, por si alguien la lee cuarenta años después y nota algo, un cuidado, y siente también ese invierno en un día de Finlandia, prueba vino, recuerda, y camina sobre el hielo y quizás también, -por qué no- por entre los rincones de su propia realidad logra ver a alguien parecido a mi padre que se sube a un bus.
Un relato muy bueno aunque falta informacion. Que hacian en Chile y por que estan en Finlandia.
Gracias, Antonio. Es muy cierto eso que comentas, falta información; pero no quería tocar esos detalles pensando que a lo mejor ese relato se podría teñir del tema político y quedar como otro texto más donde el escribe «vende su pomada». Es un texto breve en homenaje a esos dos grandes amigos que se han quedado ahí clavados en el firmamento y continúan siendo eso: tus amigos. Como tú ya a lo mejor lo intuyes, Juan Ernesto fue expulsado por Augusto Pinochet y Ana María, lo siguió en esas historias de vida y amor que tanto se repiten
Tenía razón, Antonio. Contar la historia en su totalidad es importante. El que escribe no toma partido al contar cómo pasó todo, lo que verdaderamente ocurrió: la expulsión de Chile de Juan Ernesto por Augusto Pinochet. El que escribe no cae en una historia panfletaria porque no trata de convencer a nadie de nada, simplemente relata, cuenta una historia…… es decir cuenta como algunos han aprendido a caminar sobre el hielo.