¿Qué ha sucedido con esos conocidos que alguna vez vi cuando pequeño? ¿Qué habrá ocurrido con el coronel Sudi, por ejemplo, de carabineros? Llegaba a casa, y siempre lo hacía entonando una canción del folklore chileno. Era bonachón y realmente quería y se sentía amigo de mi padre; pero no estoy muy seguro si mi padre fue realmente amigo suyo. ¿Qué ocurrió con él? Siento como que repentinamente hubo un cambio de escena –¿crecí?- y muchos de esos conocidos desaparecieron y no los volví a ver nunca más.
Como goteras esos seres repentinamente se fueron evaporando, desperdigándose al tomar otros caminos. Recuerdo cuando en una de mis primeras viajes de visita a Chile, fui a buscar a mi padre a la Clínica Indisa donde trabajaba en ese entonces. Fue triste porque me encontré con el doctor Luccini, a quien no conocía, pero que se veía enfermo, viejo y disminuido. Ya no era ese médico prestigioso de otros años, y se paseaba en la antesala a la oficina de mi padre como si fuera el portero de la Clínica. Mi padre no me dijo nada, pero como deferencia tengo la impresión que lo dejaban deambular con libertad total por todos los rincones. Mi padre se notaba contrariado, y buscó a que nos fuéramos pronto hacia la casa.
En otra ocasión, y nuevamente en la Clínica, me encontré con una doctora que había estado en la casa nuestra, en Algarrobo, con su marido que también fue médico. Ella me reconoció de inmediato, pero cuando feliz traté de saludarla para conversar con ella, mi padre me movió hacia un costado para que siguiéramos nuestro camino. La vi estirar las manos, su felicidad en el rostro y luego su tristeza, la desilusión cuando mi padre, implacable, me indujo a seguir nuestro camino. Al poco rato me confesó al oído: “tiene Alzheimer, mijito”. Estaba enferma, era cierto, y algo muy profundo no le funcionaba bien, pero cuando mostró ese rostro tremendamente triste reapareció en ella la persona sana, y reveló los rasgos de una mujer condenada a un exilio implacable. ¿Acaso no es eso justamente el Alzheimer y muchas enfermedades incurables? ¿Ser condenado a un sitio que nadie conoce, que muchos imaginan, pero que se hace necesario visitar y vivirlo para saber de qué se trata?
Como decía, me habría gustado conversar con ella, pero no se pudo. Y no entiendo por qué la recuerdo tan seguido. La veo a la distancia cuando me trata de saludar al lado de mi padre, que nervioso, la mira como un extraño y me empuja para partir pronto. Recuerdo que cuando nos vino a ver ese fin de semana, en Algarrobo, olvidó un chaleco de lana café que después por mucho tiempo, vi colgado en un closet pasado a encierro y a la humedad de la playa. ¿Lo habrá recuperado? Poco importa, pero la impresión que tengo es que así sucede a veces con la gente que he conocido, se han ido quedando en el camino parecido a ese chaleco que alguien deja abandonado en la casa de un amigo.
Me acuerdo también de la señora Sotomayor. Nos iba a ver a la casa de Avenida Suecia 1521, ya tarde, al terminar el día y antes de pasar por la casa de unos parientes que vivía a una cuadra, en Pocuro con avenida Suecia. Tocaba el timbre, uno le abría y se ponía a cantar de inmediato mientras me agarraba de las mejillas:
«…..yo vendo unos ojos negros quien los querrá comprar, los vendo por hechiceros porque me han pagado mal..»
Tampoco sé qué habrá sido de ella; pero al menos recuerdo su apellido.
A menudo se me viene a la mente otra señora que nunca conocí porque jamás hablé con ella. Estábamos en un café, en el aeropuerto JFK de Nueva York, y ella lloraba silenciosamente mientras no probaba nada. A lo mejor la recuerdo porque se parecía a la abuelita Oriana. Era uno de mis primeros viajes en que volvía de una visita a Chile, y donde todavía tomaba el avión de salida (¿o de regreso?), como si mis partidas fueran solo un paréntesis porque pronto regresaría “a vivir en mi país”. Al menos eso pensaba en ese entonces. Salía de Santiago en un estado frágil y a lo mejor por eso las neuronas estaban más atentas y receptivas al sufrimiento, al entorno. El llanto de la señora era contenido, y no movía un solo músculo del rostro mientras se le enfriaba su café. Simplemente le rodaban unas lágrimas tibias, móviles y transparentes, sobre unas mejillas que parecían de yeso pintado.
En otras ocasiones, cuando paseo con el Copo por el vecindario, o cuando circulo por un supermercado, veo a tantos otros amigos que he tenido pero que ahora, en este preciso minuto, sufren los efectos devastadores de una enfermedad. ¿Cuando me tocará el turno a mí?
Al escribir esta nota veo que menciono a varios conocidos, pero no he hablado todavía de mi madre que anciana y enferma ahora también sufre. Pero con mi madre, ya enferma y débil, siento una gran indiferencia. En la nota anterior (Como un suspiro) contaba un recuerdo feliz de ella; pero eso ocurrió hace muchos años, y creo que tristemente esa madre ya partió. Y la que se quedó firmemente apernada con nosotros, y sobre todo en mí interior, añejó como los vinos malos, y esa es la memoria de ella que me acompaña ahora. El recuerdo que me queda es el de una madre que me consideró siempre como un niño, y que se negó porfiadamente a tratarme como adulto. Mis opiniones, mis actos fueron siempre los de un mocito; como mi matrimonio, que también fue el matrimonio de un pendejo, pero jamás el de un adulto. Siento que eso nos causó daño porque en lugar de apoyo, escuché opiniones lacerantes que no respetaban nuestra vida de seres ya formados. La manera en que se atornilló en nuestra intimidad de adulto siento que me causó daño. Pero como me explicó en su día mi querido amigo José, cuando transcurre mucho tiempo y se llega a la ancianidad, ya se pierde la oportunidad y no se puede y no se debe “pasar la cuenta”. Pero al menos -pienso- ella debería leerla, “leer la cuenta”, enterarse, saber lo que ocurrió. ¿Alguien se la leerá algún día?
Con mi padre por otro lado, me ocurrió todo lo contrario. Cuando falleció lloré, lo extrañé. Me bajaba del auto y sentía que había perdido algo importante, que algo fuerte me faltaba. Con mi madre, en cambio, ahora anciana y enferma, débil, amargamente siento una gran indiferencia que me pesa.
Es triste, pero así son a veces los chalecos.