«Escribe como si ya hubieras muerto o como si nadie, nunca, te pudiera leer. Escribe solo así. Porque lo otro no es hacer escritura sino méritos.» Ignacio Carrión
Carta a mi madre
Me preguntaste si acaso te podrías venir a vivir a mi casa cuando llegaras a tu vejez para morirte tranquila aquí. Al principio te dije que sí, pero no me escuchaste, no volviste a preguntar y entonces te dije que no, que mejor no, que mi casa era pequeña y quedaba muy lejos, fuera de Chile. No te mencioné que Pilar se habría vuelto loca contigo ensartada en nuestra casa, en nuestras vidas. Pero tú tampoco me dijiste nada, como lo que hace uno cuando lo entiende, cuando se da cuenta que algo es inevitable. Le preguntaste eso mismo a mi hermano, Álvaro, el menor, “el Plito”, pero el también se hizo el desentendido, o quizás derechamente te dijo que no. Creo que a mi hermano Gonzalo, que vive en Canadá, no le preguntaste nada, ni tampoco a mi hermano mayor, Alberto. Abrigabas la esperanza de vivir con mi hermana Mónica, en su casa, pero ella tampoco se apuntó para consagrarse a esa tarea. Pero mi hermana, te ayudó, te mantuvo en tu departamento alto y aislado, como viviendo en una pajarera lejana, ayudándote en tus asuntos prácticos del día a día, pero no te llevó a vivir con ella a su casa. Muchas veces llegó tarde para solucionarte un descuido, como cuando llenaste con agua caliente tu tina del baño mientras dormías, inundando tu cuarto y chorreando de agua los departamentos vecinos ubicados en los pisos inferiores. Fueron emergencias causadas por tu edad, tu deterioro -al que le tenías terror-, y quizás exacerbados por esa soledad triste que te golpeó de sorpresa durante tus últimos años.
Nunca te mencioné la revista porno que me encontraste escondida en mi cajón de ropa sucia. Y tú tampoco nunca me dijiste nada, pero sé que me espiabas, me seguías, me vigilabas. Recuerdo ya sin espanto y sin sorpresa esa confesión que me largaste mientras comíamos pizza junto a mis sobrinos y mi hermana en una de mis tantas visitas al país. A ti te gustaba desviar la atención largando una declaración altisonante, ruidosa, que se robaba toda la tensión, y esa vez no fue diferente, no supiste esperar y largaste sobre la mesa esa confesión tan tuya, donde con mucho orgullo nos dijiste a todos que tú habías visto a cada uno de tus hijos haciendo el amor. Ese era tu record, la vara estaba bien alta. A lo mejor tu felicidad se relacionó con el hecho de no tener un hijo gay, porque para ti no había nada peor que eso; ser gay, o “salir” gay. No supe qué decirte, creo que me quedé mudo, nos quedamos todos por un momento bien mudos. Y recordé una instancia donde eso pudo haber ocurrido. Estábamos en un hotel de Nueva York donde compartimos varios cuartos misteriosos y de mucho lujo que nos había conseguido un paciente del papá, o una organización misteriosa que lo había hecho para devolverle un favor, o varios favores. Con el tiempo, siempre recuerdo ese latigazo tuyo, y donde se me enfrió la pizza, y entonces te contesto mentalmente a destiempo, como ahora, sin que me puedas escuchar, y lo hago con otro comentario aún más desvergonzado: ¿te excitaste, mamá? Recuerdo que después del silencio de la pizza (siempre me acurdo de esa pizza helada), agregaste con algo de tristeza que yo lo hacía igual a mi padre, “lo haces como tu papá”.
Con los años, mamá, fuiste añejándote como los vinos malos. Si tenías la posibilidad de pensar mal de un conocido, lo hacías sin titubear. A mi padre, ya anciano, le molestaba ver ese espectáculo, escucharte hablar así. Y contrariado no podía dejar de exclamar, me molesta lo que dice tu mamá, mijito; pero sin que tú lo escucharas, sin que tú lograras enterarte porque ya te tenía miedo. Lo decía sufriendo, adolorido y callado. El papá ya estaba viejo para detenerte, era tarde para para intentar algo, una corrección. A lo mejor mi silencio o negativa a que vivieras en nuestra casa, fue un rechazo a todo eso, y tú tienes que haberlo notado; y espero lo hayas notado. Converso con algunos amigos que me escuchan, pero ayudan poco; son mucho más vivaces para dar consejos y opiniones sobre otros dramas, sobre disputas de pareja, calenturas, infidelidades, engaños, pero siempre se quedan mudos al mirar hacia los padres, ahí no saben decir mucho
Estabas añosa, disminuida, y ya no pretendías asumir el papel de abeja reina cuando llegaras a tu ancianidad. “A mí me vendrán a ver como se hace con las abejas reinas, y entonces yo voy y los recibo”, nos decías. No imaginaste que en la vejez verdadera, práctica, donde se te puede inundar la bañera por un descuido, se llega a un punto sin retorno donde se hace imperativo bajar del trono para aceptar ayuda, auxilio, compañía. Muchas veces, cuando se ha muerto un amigo, o alguien a quien aprecio, bajo por la escalera que me lleva al subterráneo de mi casa, y me inundan unos incontenibles deseos de llorar. Pero contigo no me ocurriría así, cuando tú partiste no me ocurrió nada importante, o quizás algo, una indiferencia total porque seguí sentado en la mesa del primer piso, en la cocina, y no derramé ni una sola lágrima por ti.
Me cuesta escribir, me cuesta trabajo hablar de ti y de esta manera tan descarnada y cruda. Pero felizmente también quedan buenos recuerdos. Como cuando estábamos en Algarrobo, frente a esa quebrada que teníamos frente a la casa ubicada en avenida Los Claveles 1984. Se abría una mañana luminosa junto al murmullo de la ventisca fresca que azotaba los eucaliptus de la orilla, y entonces tú pedías que te pusieran el disco con los poemas del Cid Campeador, recitados por el incomparable Roberto Parada. Colocábamos el platillo de vinilo en el tocadiscos Grundig, y el aire se cargaba de solemnidad bajo el influjo de esa voz grave y dulce, valiente, de alguien que conocía bien su oficio, y que nos regalaba una cariñosa mañana de verano. Años después lo escuché en persona recitando los versos de su amigo Pablo Neruda, en un bar bullicioso y de mucha vida. Su misión en esos años de oscuridad cultural y violencia fue recordar a su amigo, y darlo a conocer mostrándoselo a los jóvenes, a las nuevas generaciones.
Leo diarios, y me intereso por las traidores, los dramas que ocurren en las familias; como un padre que mata a su hijo, por ejemplo, al competir por el cariño de una mujer como ocurrió con unos familiares de mi padre, algo que nunca me quisieron explicar o dar detalles. Pasan los años y el subterráneo de mi casa crece en importancia; lo veo sólido, profundo. Bajo nuevamente para ver si logro encontrar algo nuevo, pero todo lo que veo son libros y recuerdos, fotos viejas donde los personajes ya están mudos. Afuera nieva. Encuentro dos libros -Este Domingo y Cuentos- de José Donoso, que me trasladan a otros tiempos y a la vida de mi familia en el Chile de esos años. Veré qué me sucede al abrirlos, quiero ver si logro reencontrar historias sobre mi familia en sus cuentos. Ayer por la noche, antes de dormir, por ejemplo, leí una historia del escritor holandés A. L. Snijders. Es un relato breve titulado Tren de Noche, donde nos cuenta como, sentado en el asiento de un tren que iba de Zurphen a Winterswijk, conoció a un pasajero de rostro atormentado que le contó su historia, porque necesitaba desesperadamente conversar. Sin ninguna vergüenza le contó que estuvo profundamente enamorado de la esposa de su vecino, un buen tipo. Se miraban, ellos sabían que se querían, pero nunca lograron tocarse o compartir nada. El drama se desencadenó cuando, por asuntos de trabajo, trasladaron al vecino a otra ciudad. El hombre atribulado le contó que la última vez que la vio, se subía al tren, y al despedirse, fue también la única vez en que la tocó y la besó, y donde también lloraron y suspiraron juntos. Partió el tren y nunca más se vieron, le confiesa amargado a Snijders. Y Snijders le contesta que lo sabe, “lo sé”, le dice, y le da detalles, “usted me está contando una historia de Chejov, esa es la historia de otro.” “Así es”, le contestó el pobre hombre, “lo sé, pero le prometo que leí ese relato hace poco. Ha sido perturbador comprobar que he vivido la historia de otro.” Y entonces le preguntó a Snijders, aun más desconcertado: “¿usted cree que Chejov lo inventó?” Y Snijders le contestó:
-Con los escritores nunca se sabe.
Esa historia breve me introduce ahora hacia José Donoso y las familias que él describe en sus relatos, pobladas de seres herméticos, asfixiantes, torturados adentro de sus propias leyes, cargados de secretos y convenciones, un poco como fue mi vida junto a ti mamá, y junto al papá y sus incógnitas, “perdona, Juanito, perdona Juanito”, como le escuché a un desconocido cuando nos subíamos presurosos al auto mientras el papá me tomaba de una mano. ¿Qué lo perdonaran de qué? ¿Qué le había hecho ese desconocido al papá? Nunca lo sabré, como nunca lograré conocer su verdadera historia y sus orígenes, las raíces de ese recién llegado a Chile que fue mi padre.
Recuerdo cuando te mostré un texto donde recordaba a mi papá. Tu comentario no se hizo esperar….”pero escribes solamente sobre las cosas buenas”. Por eso al tomar el libro de cuentos de José Donoso, y después de muchos años, me he sentido nuevamente en territorio conocido, donde noto lo malo, y donde me asaltan las historias de vidas malas, podadas, sin salidas. Recuerdo bien “Paseo”, ese cuento que leí antes de dormir. Es un relato inquietante donde Donoso describe a una familia asfixiante, de muchas convenciones y rutinas escritas con sangre, y donde cuidadosamente y de manera implacable algunos de sus miembros desaparecen, se van, abandonan el hogar, y sin una explicación lógica, simplemente parten para no volver nunca más. Y mientras todo eso ocurre en la familia, entre ellos no se toca el tema, simplemente abren la puerta y desaparecen, se “descastan,” como a veces, creo, me ha ocurrido a mí; pero buscan, siempre buscan y sufren, como guardándose un secreto : “…poco a poco me fui dando cuenta de que no solo mi padre, sino que todos los hermanos, como escondiéndose unos de los otros y sin confesarse ni a sí mismo lo que hacían, rondaban las ventanas de la casa, y si alguien llegaba a mirar desde la acera de enfrente, quizás divisara la sombra de cualquiera de ellos apostada junto a una cortina o rostros envejecidos por el sufrimiento atisbando detrás de los cristales.” ¿Inventó todo eso, José Donoso, mamá? ¿Qué crees tú?
Al terminar el cuento me dormí, pero no tuve un sueño recomponedor, porque pronto me vi sentado adentro de un avión donde partía fuera de Chile, me largaba. Y repentinamente y sin motivo mi vecino en la cabina me interroga y me pregunta detalles sobre mi vida (los aviones y los aeropuertos se prestan para eso, para hablar de uno, y sobre la familia con muchos extraños). Le cuento lo que me ha ocurrido a mí, ese distanciamiento doloroso que tuve contigo, ese rechazo donde lentamente me fui, me alejé de ti, y entonces, para sorpresa mía, me dice que mi relato se parece a uno de José Donoso. Me molestó comprobar que un extraño me lo hiciera notar, y que de alguna manera he vivido la historia de otro, o la vida de otro, y asustado le consulto si él cree que Donoso inventó la historia. Me dice que él no es escritor, que es imposible saber eso, y que Donoso ya está muerto. Es cierto, le digo, y agrego que tú estás muerta, que Donoso y Chejov están muertos, y que Snijders acaba de morir, pero que cada día me gustan más los textos de José Donoso.
¿Y qué sucedió con ese personaje de abeja reina que habías imaginado para ti, mamá? Pareciera que quedó relegado a los recuerdos, porque nadie hizo antesala para ir a verte. Durante tus últimos años, sobre todo a una edad en que la soledad te penetraba hasta en los huesos, fuimos lejanos, distantes, poco comprometidos contigo. Y tristemente eso que te ocurría a ti, no me conmovió, porque también participé con mi propia desatención, con mi propio desencuentro helado, patético, aunque siempre pude defenderme anunciando que vivía lejos, aquí en USA; y así ocurrió hasta que simplemente se te apagó la llama para partir sin mucha bulla de este mundo.
Recuerdo un anillo tuyo, un brillante enorme, una verdadera roca transparente que te definió por muchos años; fue tu identidad, lo mismo que un abrigo de visón peludo y protector, como una coraza, y que al tocarlo se notaba suave, acogedor. Pero recuerdo sobre todo el anillo porque a medida que envejecías este te iba quedando grande -tú te achicabas o ese anillo crecía, daba lo mismo- y cuando movías las manos se te bamboleaba sobre un dedo esquelético como un bolo de campanario que en cualquier momento podía saltar lejos, volar, para caer sobre la vereda, o en la tina del baño, en las alcantarillas, o en las manos de esas temibles empleadas (incluidas las nueras) que tú imaginabas esperaban agazapadas a que te murieras pronto para peloteárselo y quedarse con todo lo tuyo, con el anillo que cada día que pasaba se bambolean más sonoro sobre tu dedo, con tus zapatos, incluso con el papá, o con tus sombreros de colores, tus medias. Pocos horas después de tu muerte, mi hermana comenzó a conversar sobre tus cosas. Mencionó dos oleos que te habían pintado, y donde posabas mirando de frente como esas soberanas europeas que uno se topa en los museos de importancia. Le dije que no, que no me interesaban esos oleos porque les faltaba una corona de oro sobre tu cabeza. Así lo escribí en el email, y que no deseaba quedarme con nada tuyo; pero cuando lo leí me costó darme cuenta que lo había escrito yo, y que me estaba refiriendo a ti, mi propia madre. Eres un descastado, Cristian, llegué a pensar. Mi hermano Gonzalo me recuerda cual era según tú manera de ver las cosas, el peor pecado. Ser un descastado, Gonzalito, le dijiste, traicionar a su propia clase social. Yo me sentía un descastado, pero pronto caí en la cuenta que ese título se ajustaba bien porque representaba un rechazo a tu casta, a tus convenciones, a tus mañas, a tus cafés con leche tibia, casi fría, tendida sobre tu cama grande; un rechazo a ese ninguneo que ejercías frente a cualquiera que no perteneciera a tu burbuja, a tu tribu, como mi padre que pese a ser un recién llegado a Chile -el término muy usado por ti- ya que su abuelo había llegado de Ronda, España, tenía que tragarse esos desprecios sobre los hombres y mujeres que habían arribado con “una mano por delante y otra por detrás” a Chile, al puerto, tiritando de frío, con hambre y muchos sueños moribundos para intentar una nueva vida, otra oportunidad. Pero cuando llegaba la hora de sacarle provecho al papá, cuando sonaba bien proclamar que eras la señora del doctor Fierro, no lo pensabas demasiado y lo largabas sin demora, “dígale que llamó la señora del doctor Fierro”, te escuchaba por la línea. Claro que tuviste iniciativas que te resultaron exitosas y ayudaron al papá, como cuando con otras amigas fundaste esa organización conocida como Voluntarias de Hospital Anita Gómez de Asenjo. Anita Gómez fue la madre del doctor Asenjo, el jefe máximo y mentor del papá e impulsor de la neurocirugía en Chile. Esa movida, seguro que apoyada también por mi padre, fue oportuna porque dio los frutos esperados al congraciarlo con la madre del doctor Asenjo, con la madre de su jefe. ¿Promovieron al papá tiempo después de esa iniciativa? No lo sé, eso nunca lo sabré; pero lo dabas a entender, porque tus contactos y tu buena presencia insinuaban que lo habías hecho bien. El desprecio que a veces demostrabas por el papá puede haberse relacionado a esa idea tuya de que él había “hecho carrera” gracias a ti, gracias a tus encantos, a tu conversación inteligente. Y la verdad es que no lo hacías mal. Pero todo eso se arruinó con la llegada de Pinochet al poder, donde con algunas dudas pero sin demora, el papá aceptó el cargo del doctor Asenjo, compadre de Salvador Allende, que fue despachado hacia su casa y después hacia un exilio cruel. Eso marcó al papá, le quitó el saludo de muchos colegas y manchó su legado, algo que él acertadamente reconoció en su lecho de anciano al confesarme, “Pinochet nos jodió a todos, mijito”. Eso tú ya lo tenías claro, mamá, lo sabías, porque un día, en tu departamento de Santiago, ya sola y viuda, me reconociste lo poco que habían hecho por Asenjo, para ayudarlo en su humillación, en su retiro obligado, en su expulsión. Me confesaste que esa vez estabas hablando por teléfono con su señora, cuando le preguntaste que cómo estaban. Ella sin demora te contestó, que estaban bien, pero que justo en ese momento estaban siendo allanados por una patrulla militar que registraba toda la casa. “Y yo no hice nada”, me confesaste, “podríamos haber hecho algo, pero no lo hicimos.”
Al final, mamá, te quedaste sola sobrellevando tu vejez, pero al menos te atendieron, uno no llegaba a un cuarto pasado a orina como ocurriría con el cuarto del papá, por ejemplo. Tú tuviste atención, no tanto de tu familia, de nosotros, porque como te conté, no llegaste nunca a ser abeja reina; pero al menos tuviste una cuidadora, alguien contratada para eso. Es decir contigo se gastó, se consumió algo de dinero que en el fondo fueron los ahorros también del papá, pero que él no pudo aprovechar, o no lo supo hacer, o no lo dejaste. Recuerdo que incluso escribiste una carta larga que nos mandaste a cada uno de nosotros para que nos hiciéramos cargo de él, para que lo recibiéramos en nuestras casas porque ya estaba muy anciano y te costaba esfuerzo ayudarlo en sus tareas diarias. Pero no resultó, ya estaba demasiado mal.
La misión del papá había sido siempre producir, producir y sin descanso; incluso ya anciano y desmemoriado, siguió generando dinero porque eso parecía dictar el contrato de matrimonio. Al final lo tenían que llevar en andas a la sala de operaciones para que estampara su firma atestiguando que él había operado al paciente, que el doctor Fierro había estado a cargo de la exitosa intervención quirúrgica. Pobre papá, que tristeza no haberse dado cuenta a tiempo que la jubilación, el retiro, no es una medida arbitraria, un castigo que les llega repentinamente a los mal preparados, o a los incompetentes. No pudo o no quiso darse cuenta, o no lo dejaron darse cuenta que el desmoronamiento físico y también intelectual nos llega a todos, nadie se salva de entrar lentamente a la edad de la insignificancia, por mucho títulos y cartones que hayamos conseguido en nuestra vida. Como te decía cada día me gustan más los relatos de José Donoso. ¿Crees tú, mamá, que él inventó sus historias?
Ese día mi padre despertó agitado, le daban ataques de llanto incontrolables, tenía susto, y rezaba en voz alta. Y tú, mamá, intuyendo ese momento que ya esperabas desde hacía tiempo, te pusiste unos botines negros, un abrigo beige y saliste presurosa a caminar por el vecindario. El papá a lo mejor estiraba sus brazos pidiendo compañía, pero tú estabas decidida, apurada, tenías que salir, y te ajustaste el sombrero y partiste a caminar por el vecindario. Eso se lo contaste privadamente a mi hermano, Gonzalo, aunque poco después, frente a todos, lo negaste. Conozco a mi hermano, sé que jamás inventaría algo así; le creí y le creo. ¿Y por qué te lo contó a ti?, le pregunté. A lo mejor porque yo fui monje budista, me contestó, Gonzalo.
Es tan descabellado lo ocurrido que necesito inventar, imaginar como fue ese día. A lo mejor saliste del ascensor como un trompo, y apenas saludaste al conserje y ya estabas en la calle, en la vereda, que parecía recibirte de una manera agresiva, hiriente, y con un viento helado. Los autos zumbaban a tu alrededor cuando un despistado que corría por la vereda te gritó que miraras hacia un costado porque venía detrás tuyo. Al poco rato llegaste al McDonald donde acostumbrabas probar un cafecito. Pediste uno, el habitual, y te sentaste a repasar tu vida hojeando un diario añejo, recorriendo los años que habías vivido junto al papá, o los años que no habías podido vivir sin el papá, recordaste tu matrimonio, a tus hijos, a nosotros. Estabas feliz porque el mesonero no te había reconocido; días antes le habías arrojado café caliente a una señora que había protestado porque te habías rehusado a esperar pacientemente en la línea que se formaba frente a la cajera. La señora te gritó asustada, y su marido te amenazó con pegarte una bofetada ahí mismo. Saliste corriendo con mi hermana tratando de disipar ese tremendo fiasco. Pero esta vez, te habías sentado frente al ventanal y por cerca de una hora no probaste el café. Fue entonces cuando sentiste deseos de ir a recorrer el Parque Arauco, querías caminar mientras pasaba ese tiempo que te parecía eterno y maldito. En el mall del Parque Arauco, entraste a una tienda de lanas donde no compraste nada y después recorriste la librería Antártica. Cuando finalmente viste que la gente comenzaba a regresar a sus casas, partiste rauda hacia tu departamento. Cuando entraste felizmente todo estaba en calma, nadie movía nada, y el papá yacía en su cama todavía tibio (sus manos fueron siempre tibias). Su velador mostraba un vaso de jugo de naranjas a medio consumir.
Después, ya viuda, te imaginé dando tumbos adentro de tu departamento vacío y que con el tiempo parecía agrandarse, crecer, y donde incluso los muebles, que acumulaban polvo y años, adquirían vida propia, porque durante las noches se te presentaban como vivos y amenazadores, y emitían murmullos, soplos, como si respiraran. A lo mejor en tus desvelos, o en tus dudas, nos veías ahí sentados, todavía conversando, o quizás mudos, sin decirte mucho, solo mirándonos. Lo primero que hiciste al fallecer mi padre fue remover los retratos que él tenía colgando sobre el muro, al lado de su cama. ¿Donde se quedaron escondidas las conversaciones que habíamos tenido adentro del auto, cruzando el tráfico santiaguino, cercano a nuestra casa de avenida Suecia 1521? ¿Donde se escondieron las conversaciones que tuvimos en nuestra casa de Algarrobo, frente a esa chimenea de piedras moteadas? Siempre recuerdo esa casa, sus ventanas largas, abiertas, junto a mi padre que leía en su cama, mientras tú nos pedías un disco de Neruda donde recitaba sus poemas.
Me pregunto los motivos por los que escribo esta carta ahora, en este momento; me imagino que en esos años no me daba cuenta, no percibía bien estos detalles que ahora te cuento y que encajan en ese puzle que fue tu vida, donde pareciera que tuvieron que pasar muchos años para poder verlos con mediana claridad y poder hablar y confrontarlos; pero cuesta trabajo, es triste, es difícil. Recuerdo que te escribí una carta pocos años antes de que tú fallecieras explicándote como me sentía, y el por qué de mi silencio tan largo y poco fértil, donde había dejado de hablarte, de preguntar por ti, por tu salud, por tu vejez:
Northville, Michigan
Sábado 6 de Abril, 2019
Querida mamá
No te he llamado, tampoco te he escrito una sola palabra porque simplemente no he sabido qué hacer, uno queda paralizado; quedé dolido, triste, al enterarme sobre el testamento que nos has dejado como herencia. Considero que siendo eso algo tan importante, tan crítico para la salud de una familia, no fue conversado, y al menos conmigo, en mi caso, no hubo una sola palabra. Y estás en tu perfecto derecho, pero eso no evita que me hagas sentir como un allegado a la familia, a tu familia, o como un hijo periférico, adoptivo, con otros derechos.
Siento que tengo que contarte esto, que no estaría bien si no lo hiciera. Tengo también derecho a confesarte como me siento. Muchos abogados incluso se niegan a participar en algo como lo que tú has hecho, porque la suerte de un hijo o una hija, puede cambiar en cualquier momento; en un instante cualquiera de nosotros puede perder su trabajo, sufrir una tragedia o ser sorprendido -o sorprendida- con una enfermedad sorpresiva.
En todo caso esta triste experiencia, a nosotros, en mi familia, nos ha servido y creo que estaremos mejor preparados para cuando nos llegue la hora. Pensamos, por ejemplo, dejarle todo lo nuestro a nuestras dos hijas en vida, ahora, y bien conversado. Ya lo hemos hablado con nuestro abogado para que así ocurra.
Creo que ninguno de nosotros se opone a que Mónica quede favorecida, pero de otra manera, conversándolo, hablándolo, como se hace adentro de una familia. Ojalá lo hagas.
Se despide con el cariño de siempre….
Cristián
Mi hermano, Álvaro, te pasó a dejar esa breve nota, que yo le mandé por email, a tu departamento. Tú habías salido, o parece que dormías. Te dejó la nota sobre tu cama, pero no te diste por enterada. Sé que la leíste, aunque mi hermano me cuenta que a lo mejor no, porque no le dijiste una sola palabra ni a él o a mí. Mi hermano entonces me sugirió que a lo mejor la carta se había perdido o se había caído a la basura, o al canasto de ropa sucia, pero sé que la leíste porque vivías sola y nada se caía a la basura sin que tú lo determinaras así. La leíste y solo después se cayó a la basura, porque ya no preguntaste por mí, dejaste de hacerlo, y lo decidiste así porque tú también me habías borroneado de tu vida. A lo mejor esa carta que te escribí fue un error porque exacerbó ese tremendo temor tuyo a que alguien se aprovechara de ti, se quedara con tus cosas, con tus anillos -sobre todo ese anillo gordo que se bamboleaba sobre tu dedo flaco como si fuera un campanario de iglesia colonial- tus sombreros, o tu abrigo de visón que guardabas como si fuese una coraza protectora, y todo eso junto al espectro temible de tus nueras que pasaron a engrosar ese grupo; las voraces nueras enlistadas sin demora junto a ese ejercito de empleadas y amigas que esperaban ansiosas a que tu fallecieras -y que a lo mejor se aprovecharían de ti ahora, en vida, como le había ocurrido a una de tus amigas que había quedado hundida en la miseria cuando su hijo reclamó “su parte”- para correr y agarrar lo que llegara a sus manos, lo que pudieran pelotear. No mandaste tu respuesta porque de seguro imaginaste que no fue Cristiancito quien te había escrito esa carta, de seguro había sido Pilar, mi esposa, que escondida en las tinieblas se sacaba finalmente la careta para mover sus hilos y acaparar riquezas, para adueñarse de lo que no era de ella; finalmente Pilar actuaba como la habías imaginado siempre, se le habían soltado las trenzas y finalmente se mostraba como lo que siempre fue: voraz, hambrienta, codiciosa.
¿Dónde se quedaron esos saludos que nunca me mandaste? ¿O los que yo no te mandé? ¿Dónde se quedaron las conchitas de mar que coleccioné caminando por la orilla de la playa en Chile?
Recuerdo los almuerzos que a veces organizabas. Creo que adquirías otra personalidad, porque eras dinámica, alegre, interesada; pero pronto, cuando se retiraban los invitados a sus casas, esa calculada alegría se evaporaba por los aires, se iba por los ventanales de la casa, y llegaban los silencios, los puzles, las convenciones, los sombreros y capotes que te imponías para armar distancia, barreras. Recuerdo que en uno de mis últimos viajes a Chile no te pronunciaste para organizar algo y despedirnos. Estaban los familiares de Pilar acompañándonos por las calles de Santiago, recorriendo Providencia, Las Condes, pero nadie nos invitó a compartir esa última noche santiaguina. Guardo el retrato que nos tomamos en la vereda, apiñados en una esquina. Tú a lo mejor murmurabas que ya no estabas para atender gente, y te interrogabas sobre el derecho que podían tener esos provincianos para que los atendieran en Santiago. Ahí empecé a notar que tu casa ya no era mi casa.
Pero estábamos hablando de José Donoso y la familia, la historia de las antiguas familias chilenas. No sé, desconozco si por ahí el terminó escribiendo la trágica historia de su propia familia. El suicidio de su hija adoptiva, por ejemplo, que después de escribir sobre su padre, donde se expuso a sus sustos, a sus fobias y sus tremendas debilidades, se quitó la vida. No puedo dejar de recordar con tristeza, esa tarde cuando lo fuimos a ver a su casa en Avenida Providencia. Su señora, muy alegre y simpática, tu amiga, nos hizo sentir como los amigos de siempre; pero pronto llegó el cineasta Silvio Caiozzi que en ese entonces pretendía rodar una película basada en un libro de Donoso. Donoso era disciplinado y trabaja mucho, y por eso mismo, creo, buscaba con desesperación el reconocimiento público. Recuerdo que en una entrevista confesó como le había pedido aplausos al director de una obra de teatro basada en un relato suyo. Él estaba mal anímicamente y le pidió si era posible, que al final de las funciones lo presentara al público para que lo aplaudieran.
Continúo pensando en ti, mamá, o en lo que pienso cuando pienso en ti. Pienso sobre todo en tus ropas, tus sombreros, tus zapatos y guantes, donde instalabas cierta lejanía, cierta distancia que te inmunizaba un poco hacia la crítica, hacia la fragilidad que se produce cuando uno se expone, se muestra, se desnuda. Pienso en los colores que usabas, pienso en el rojo, en el negro, en algunas pieles que usabas cuando salían hacia una comida con mi padre. Pienso también en tus estados de ánimo, que eran tan cambiantes. Cuando teníamos invitados largabas a veces unas opiniones sonoras, excéntricas, diseñadas para provocar o indicar espontaneidad, poco cálculo, aunque tú eras más que nada eso, puro cálculo, estrategia, antes de hacer una movida. Cuando se retiraban los invitados, o al día siguiente, todo cambiaba y eras diferente, porque podías quedarte el día entero en cama, la misma cama que mi padre solícito te ayudaba a armar porque tú decías no sentirte bien, te molestaba una pierna o sentías un tirón que provenía de alguna articulación bien misteriosa. Recuerdo también cuando comías y te sonaba la quijada al masticar, era un quejido de huesos que te brotaba del mentón. Tus dientes eran pequeños y puntudos, pero poco hiciste por arreglártelos. Al final de tu vida eran unos palitos frágiles que apenas se te afirmaban sobre un hueso que ya estaba en retirada; pero tú nunca te los dejaste tratar, y así fue como muchas veces había que combatir el olor a acetona que arrancaba de tu boca cuando hablabas. Deberías haber usado una placa, pero de seguro eso te habría empujado a sacarte tus dientes y reconocer tu vejez, como le ocurrió a mi abuelita Oriana, tu madre, que por la noche los guardaba en un vaso de agua y de vidrio transparente, sobre su velador al lado de la cama.
Recuerdo también un disco de Julio Iglesias que teníamos en nuestra casa de Algarrobo, y otro del Cid Campeador, que ya mencioné antes, recitado por Roberto Parada. Hubo chispas de felicidad donde parecía todo normal. Me esforcé por creer en eso, mamá, y me esforcé buscando y guardando esos momentos, pero estábamos solos, faltó goma de pegar entre nosotros. A veces los amigos me preguntan por lo que te gustaba preparar de comida, mamá. Busco pero encuentro poco. Recuerdo un puré en polvo, que al agregarle agua caliente y crema formaba una masa fluida que no quedaba mal. Muchas veces acompañabas ese puré con un unos pescados findus, que eran unos fritos congelados que al calentar quedaban bastante bien. Pero no recuerdo mucho sobre platos especiales. En mis tareas del colegio tampoco me ayudaste. Nada en la aritmética, o en las obligaciones de las clases de castellano; todo eso lo podía hacer otro, lo mismo que las comidas y los almuerzos. Así fue como lo habían hecho contigo cuando pequeña, entregada a las manos de otros, a los cuidados de otro. Incluso para amamantar lo habían hecho así contigo, por encargo a otros. A mí no me gustó nunca el colegio, de enormes clases, con 45 y 50 alumnos donde uno pasaba a ser un grano de arena más, y a merced de los matones del curso, los vivos, los buenos para las patadas. Recuerdo que incluso para mi último día de clases, al salir de las secundarias, ni siquiera te enteraste, y ni siquiera se te ocurrió imaginar preguntar si habría una ceremonia de despedida. Yo estaba feliz porque tampoco me interesaba el colegio, su ambiente, sus reglas poco definidas; pero ahora, visto a la distancia, noto ese descuido tuyo como algo decidor. Siento no haber ido a mi ceremonia de graduación porque nunca logré recuperar el crucifijo de bronce que nos regalaban. Esa ha sido una tradición. A lo mejor estabas ocupada con otras obligaciones, pero eso tampoco lo discutiste conmigo. Me da la impresión, mamá, que para ti, el haber tenido hijos fue chequear un listado grande donde anotabas, ya lo hice, me casé, clic; tengo marido, clic; tengo mi casa, clic; tengo casa en la playa, clic; tengo un abrigo de visón, clic; tengo un anillo de roca enorme, clic; he viajado por el mundo, clic.
¿Y qué ocurrió cuando ya habías logrado todo en ese listado que te habías propuesto? No lo sé, pero quizás por eso creo que lo que te define, al menos frente a mí, no es el de una mujer alegre, realizada, que se esmeraba en presentarse así frente al mundo exterior, a los colegas de mi padre, al médico jefe de mi padre, a tus amigas, a tus escritores amigos, o a los curas que llegaban a la casa. Para mí esa no fue la mujer que conocí, porque más que nada fuiste muy insegura, sembrada de dudas y temores, susto al rechazo, terror a la falta de estatus, y sobre todo el social. A lo mejor ese te golpeó duro por el desmoronamiento social que viste en tus padres, en tu papá, por ejemplo, un jubilado de mucho apellido pero que sobrevivió a duras penas trabajando en puestos de pacotilla para Ferrocarriles del Estado. Y tu madre, mi abuela, que tenía como profesión conocerse los apellidos y los secretos de familia de la gran sociedad chilena. Al final todos ellos, de alguna manera se relacionaban con ella. Conocía muy bien los apellidos de los recién llegados al país, como la familia Frei, donde uno de ellos llegó a ser presidente de la república…. pese a que ella había visto a su padre vendiendo peinetas de plástico en la Estación Mapocho. Mi abuelita, como ya había bajado en esa escala social, se esmeraba en arrastrarlos con ella al fondo de ese pozo negro de los ciudadanos comunes, a veces cochinos, mugrosos que se desplazaban por la calle. ¿A ese?, decía, pero si yo vi a sus padres vendiendo peinetitas. ¿Y ese otro? ¿Qué se cree? Se casó con la fulanita de tal que después se metió con su mejor amigo. Y así fue como todos eran desmontados de algún pedestal para llegar a tener la misma altura de la calle, la misma ficha social, la misma vida un tanto miserable, muy cercana a la de los mortales que deambulaban por las veredas de Santiago.
….continuará
Siempre que leo tus cuentos y hablas de la mamá recuerdo la pesadilla que ella nos contó por los años 70: «soñé que estábamos en la calle Cristiancito , nos cruzábamos y tu no me mirabas , no querías saber de mi, me ignoravas y seguías tu camino» y todos pensando : «que sueño más sbsurdo», «Cristián sería el último en hacer algo asi», «ridículo, absurdo». Parece que fue un sueño premonitorio.
Espero que no pierdas la paz. Te mereces lo mejor. Un abrazo.
Get Outlook para Android ________________________________