Voy manejando nuestro Prius blanco cuando sorpresivamente diviso desde la carretera, aquí en Michigan, un pino tumbado y seco, cerca de la autopista. Me detengo, estaciono y me bajo del auto, y toco el tronco con mis dedos, refriego mis manos contra la corteza dura pero no es igual que antes, no es el mismo pino seco y tumbado que conocí en la zona central de Chile, cuando corría un viento fresco, y a lo lejos se escuchaba el oleaje del mar y un aleteo de pájaros. No es la misma temperatura de antes, la misma brisa, o el mismo aroma de eucaliptos frente al sol del verano. Pero ese es mi pasado, mi historia, mi memoria que todavía sobrevive, y que pese a todo lo que ocurra nadie me podrá quitar. A lo mejor por eso escribo, para que todo eso sobreviva otro poquito y dure un poco más.
En esos años vivíamos bajo un mismo techo, nos duchábamos en el mismo baño, y nos sentábamos en la misma mesa coja para compartir una comida…… y por eso lo creí, creí que verdaderamente me apreciaban; pero los años y la distancia parece que nos cambian y muchas cosas importantes ya no se conversan y se esconden, no se mencionan. Simplemente te llega un portazo helado, donde para todos los efectos prácticos te desheredan como si todo eso hubiese sido de mentira, como si todo eso no hubiese ocurrido, como si la mesa coja no hubiese existido nunca. A lo mejor por eso escribo estas notitas.
A lo mejor por eso escribo también estas notitas, porque ella, mi madre, escribía muy bien, y quizás por eso la trato de imitar, aunque nunca lo sabré con certeza. Siempre se rodeaba de escritores y participó en los talleres literarios con Guillermo Blanco, Martín Cerda, Enrique Lafourcade, Edmundo Concha. También conocía a varios escritores, como José Donoso y Alone, el famoso y temido crítico literario de esos años, que escribía muy bien, pero solo cuando criticaba a otros escritores en sus célebres críticas literarias de El Mercurio en el suplemento del domingo, porque en sus textos personales encuentro que era de una siutiquería aberrante, poco auténtico, sentimental, un poco como fue su vida personal, donde no supo afrontar su verdadera sexualidad. Fue “choro” con los otros, pero no consigo mismo. Era divertido ver a mi padre cómo los toleraba a todos ellos, cómo los saludaba al llegar del trabajo, cómo los miraba, cómo les daba la mano….. pero ahí nomás, de lejitos. Creo que los consideraba como los mejores perdedores de un grupo de fracasados y ociosos. Y los que nombré más arriba fueron simplemente los que habían tenido suerte, los que habían sido favorecidos por un destino oscuro y misterioso.
La amistad con Alone fue interesante, iban a pasear al Cerro San Cristóbal y se tomaban fotos frente a esas cámaras de cajón, casi artesanales, en la punta del cerro. En varias ocasiones Alone le ofreció enseñarle a escribir a mi madre invitándola a “Piedra Roja,” el refugio suyo y donde se encerraba a escribir sus temidos artículos que fulminaban o creaban autores de renombre. Aquí en mi casa todavía conservo un libro autografiado por su autor, Miguel Ángel Asturias, cuando todavía no era premio Nobel, pidiéndole, rogándole un comentario a su majestad Alone, el “ilustre crítico literario chileno”. Varias veces lo fui a dejar a su casa, en el Parque Cousiño, pero nunca le consulté sobre libros o autores, en ese tiempo no me interesaban, era puro glamour, eran “famosos” y, ¿por qué no saludarlos?
Lo triste y extraño con mi madre, es que cuando algo le resultaba en su escritura –y esto no lo entiendo- cuando le resultaba un buen relato, cuando percibía algo de carne viva, se asustaba y ya no quería tocar más el tema. Creo que ella vio la escritura como una distracción, o como una oportunidad donde se podía topar con gente inteligente y con algo de glamour, como José Donoso, o su señora, Pilar Serrano, que siempre y con mucho encanto hablaba de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, o de Cortázar como si fueran sus vecinos. Para mi madre la escritura fue importante, pero creo que le tuvo terror porque descubrió que muchas veces se llega a un punto donde ya no hay vuelta y se necesita contar la firme, sin rodeos, y sin los fuegos artificiales de una palabrería fácil. En todo caso, mi madre estuvo en buena compañía porque Alone tampoco se la pudo; se le doblaron las piernas y fracasó, se quedó en la periferia y comentando lo que leía, el último libro que le llegaba, pero nada más, se trancó. Lo otro que inhibió muchísimo a mi madre, lo que marchitó su escritura, fue el terror visceral que le tenía a la crítica porque no la soportaba, no sabía qué hacer frente a ella; y pobre el que con mucha valentía la enfrentara y le hiciera ver un potencial error (……y aquí me acuerdo de mi padre al que francamente habría que levantarle un monumento). Nunca, jamás, vi a mi madre reconocer algún error en uno de sus juicios certeros, perentorios, inapelables que largaba al grupo como carne cruda.
Recuerdo que mi madre también participó del taller literario organizado por la escritora Ágata Gligo, fallecida de un cáncer fulminante en los 90. Ella se había hecho conocida por una biografía que escribió sobre María Luisa Bombal. Ella caló muy bien a mi madre, la conoció muy bien, y la menciona en su libro póstumo titulado “Diario de una Pasajera” (editorial Alfaguara 1997). Como a mí me interesa mucho leer diarios personales –pero de los auténticos, donde se palpita sangre, sueños destruidos, emociones fuertes, y no esas siutiquerías personales de Alone- me topé por casualidad con el libro de Ágata, que me gustó mucho, porque es íntimo, es un libro verdadero, auténtico –y no le quedaba otra, a la pobre, si se moría poco a poco- donde en la página 187 escribió lo siguiente sobre mi madre y otras participantes de su taller literario (Ximena, es mi madre):
Miércoles 21 de Septiembre de 1994
Ayer Martes, al terminar la clase, las alumnas hicieron todo tipo de declaraciones positivas. Encuentran maravillosas las sesiones, la dinámica y a la profesora. Fedora y Ximena sostienen que su opinión es fundamentada, ya que han pasado anteriormente por conocidos talleres literarios: el nuestro sería algo extraordinario. Fedora, que solo se integró en el segundo semestre al taller que ahora desarrollo en mi casa, dice que en estas seis clases ha aprendido más que en toda su vida, que doy mucho, que ilumino y comunico mucho en lo literario y que hago aflorar el sentido filosófico del trabajo. Las demás confirman. Se las ve convencidas. Yo siento que me entrego de verdad a esa tarea. Jamás hubiera pensado que, con todas mis dificultades para escribir, iba a ser capaz de ayudar a otros. Es emocionante. El grupo se ha consolidado muy bien. Me sorprende Ximena. Tiene talento e imaginación, pero carece totalmente de pasión por escribir y, aunque no lo diga, es la única escéptica respecto al propio progreso literario. Intuyo que viene solo para entretenerse.
La verdad es que ser desheredado es más de lo mismo. Uno diariamente gana y pierde, y muchas veces más pierde que gana, estoy acostumbrado a eso; pero siento que aquí, en ese gusto por escribir, por los libros, por las palabras, y que a lo mejor heredé de mi madre, no me lo podrá quitar jamás. Es un testamento válido que ya no tiene vuelta. Es decir, la mesa coja fue una realidad, pero hay que continuamente recordarla con palabras, en textos que transmiten y te presentan esa mesa para que dure un poco más.