Autoficción 47: Fecha de Vencimiento

Todo comenzó cuando pasaron a dejar unos panfletos naranjos en el buzón de entrada en nuestra casa de aquí en Michigan, y donde explicaban el test que me ofrecían. Nuestro perro, el Copo, ladraba como si nos fueran a asaltar, o como si fuéramos a perder algo. Salí corriendo a la calle y saqué el papelito del buzón, mientras veía como se retiraba una camioneta que también era de color naranja y con un chofer que hacía señas con las manos, y que se reía, estaba muerto de la risa. Parece que se hacían señas con mi vecino que también sonreía como celebrando el espectáculo. En el panfleto me explicaban en detalles de qué se trataba el ofrecimiento. Es un test donde me invitaban a donar un poco de sangre para realizar unos perfiles bioquímicos y genéticos. Después de firmar unos papeles y basados en los resultados del análisis, me visitarían nuevamente para explicarme los detalles, y predecirme con bastante certeza, según ellos, con un error de tan solo un año, mi “fecha de caducidad”, mi “fecha de vencimiento”, es decir la fecha en que me iba a morir. Explican que la medicina ya ha progresado mucho, y que ha llegado la hora de utilizarla para el beneficio de todos, leía en el papel. Los accidentes, eso sí, no se pueden predecir, de manera que nada de eso se consideraba en el contrato.

 

Siempre me asombran estos gringos, la facilidad que demuestran para inventar negocios, nuevos trucos, y como le dan un barniz azucarado a las peores noticias, las más tristes. Cuando me echaron del trabajo, por ejemplo, y cerraron mi planta piloto, me indicaron que esa era simplemente “una reestructuración,” pero una reestructuración donde cortaron en pedazos los reactores, los tanques, todos los equipos.

 

…….pero volvamos a la casa. Cuando se fue el tipo de la camioneta naranja, la Pili, que recién llegaba del trabajo, me preguntó asustada si acaso yo había firmado. ¿Firmaste?, me gritó sobresaltada, ¿firmaste? Le aseguré que todavía no, pero que siempre me ha intrigado poder conocer eso. ¿Qué?, me preguntó, aterrada, ¿conocer qué? El término de mi vida, le grité. Ahí se aterrorizó mucho más y me dijo que por qué me daba por hablar de eso, de mi muerte, o de la muerte de todos, en general, que ya estaba cansada de escucharme, y me dijo que cómo les creía, que ella había escuchado que cuando llegaba la fecha, y si todavía el cliente no ha caducado, si todavía no te has muerto, Cristián (y la pobre ya casi lloraba) te golpean la puerta otros tipos que te hacen otro examen. Y ahí el Copo nuevamente se puso a ladrar como si nos estuvieran robando algo……

 

 

Corrí a buscar la correa del Copo para salir a caminar por el vecindario. La verdad es que el pobre Copo goza olfateando el camino, o las piedras meadas por otros perros, y creo que a nosotros, sobre todo a mí, me relaja, me calma los nervios. En la Universidad de Michigan, por ejemplo, donde trabaja la Pili, en los períodos de exámenes llegan los vecinos con perros regalones para que los estudiantes los acaricien y se calmen. Así que sin hablarle a Pilar saqué al Copo sin despedirme de ella, y sin invitarla a salir juntos, evitando toda discusión. Afuera se notaba que la primavera estaba en retirada porque de inmediato me atacó el tufo húmedo del verano que aquí en Michigan ya reventó con mucha fuerza. El vecino que antes apenas me hablaba, el mismo que se congraciaba con el chofer del auto naranjo, salió de su casa para saludarme afectuosamente. No podía creerle esa amabilidad tan repentina, pero se me aclaró bruscamente cuando levantando las cejas, y mientras le daba una galletita al Copo, me confesó dichoso:

 

-¡Ahora ya somos hermanos!

 

Así de simple, y me lo dijo sin agregar nada más. No necesitaba aclaraciones.

 

-¿Y usted firmó? -le pregunté.

 

-Tiempo atrás. La mejor decisión que he tomado en mi vida –agregó- el mío será un cáncer al pulmón bastante rápido, fulminante. Lo curioso, y para que usted vea lo relativo que es el tiempo, cuando me dieron fecha, ese espacio que te va quedando después de una noticia como esa, se te hace eterno y se te estira como un chicle. Una noticia así te cambia la vida y la percepción del tiempo. Al principio me dio mucha rabia, pero ya se me quitó. Me iba retirando cuando me gritó:

 

-Yo fui el que le conté al chofer que ustedes todavía no habían recibido nada –y me lo dijo riéndose, como si me contara una diablura- siempre andan buscando gente nueva -remató.

No quise conversar más con mi vecino, sentí rabia. De manera que mientras el Copo olfateaba una roca gris, cerca a la puerta del garaje de entrada, aproveché para correrme. Y caminamos hacia abajo, hacia el sur, donde a poco andar nos topamos con el Dick que se notaba feliz al saludarnos; estaba dichoso, siempre espera al Copo para conversar con el. Al parecer se había enterado de algo porque no le hablaba solamente al Copo, y se abrió más que de costumbre a conversar conmigo. Me comentó que nunca había sido tan feliz como después de “conocer su fecha”. Desde que la supo, unos meses atrás, y cuando le dieron dos años de vida, dice que ya ni siquiera hace esfuerzos por dejar el cigarrillo. Los disfruta, me dice, complacido, muerto de la risa. Me explicó que si uno firma, ya no tiene que pagar impuestos y ellos, el gobierno, carga con los gastos una vez que se terminan los ahorros. El gobierno está fomentando ese sistema porque así logran manejar mejor las estadísticas, y examinan los datos de la población con más seguridad, conocen con mayor certeza cuando incentivar la natalidad o cuando frenarla, por ejemplo. Es algo importante para los pensionados del futuro, me dice. Y todo eso me lo cuenta como si fuese un entendido, mientras fuma y chupa un cigarrillo, uno detrás de otro.

Cuando paseo con el Copo, no solo hago ejercicio, pero también aprendo sobre la vida de este barrio. No sabía que eran tantos los que ya han firmado. Y al caminar vuelan las imágenes. A veces me acuerdo de una playa grande, en Chile, cerca de la casa de Algarrobo, o de esas lluvias tristes de Santiago, o de mi padre, cuando ya estaba viejo y solitario. La última vez que lo vi en su cuarto de enfermo, por ejemplo, antes de que falleciera, estaba en cama y parecía aburrido de la vida, aburrido de los tangos, del debate público y de las noticias que le entregaban los periódicos del día. Recuerdo que probó un poco de jugo de fruta, de naranjas, dejó el vaso casi vacío sobre el velador, y mientras todavía saboreaba el trago, me miró fijamente y me confesó casi sin motivo alguno, pero con algo de molestia, que al final me moriría en los Estados Unidos:

 

-Te vas a morir allá, mijito.

 

Terminaba mis secundarias y le pedí a mi padre un cerebro de verdad para mostrarlo en clase de biología. Creí que no me iba a escuchar, él fue siempre muy reservado y reticente, cuidadoso en esos territorios, pero a los pocos días me sorprendió al llegar a casa con un cerebro enorme, pesado y con olor a formalina, adentro de un tarro de latón. No me atreví a preguntarle de donde lo había sacado, quién era su dueño o cuando había muerto (su “fecha de vencimiento”), o cómo había muerto. Y la verdad es que nunca me atreví a llevarlo a clases y mi padre tampoco me preguntó nada; a lo mejor se le olvidó. En todo caso recuerdo con una certeza dolorosa cómo terminó el cerebro, porque yo mismo abrí la tapa del escusado, en el baño de la empleada, a un costado del garaje en nuestra casa de Santiago y tiré de la cadena sin pensarlo mucho. Con gran alivio comprobé como el cerebro se hundía en el agua, desaparecía en pocos segundos como una burbuja de goma, y se iba, se despedía sin taponar ese desagüe. Bajé la tapa del retrete y me retiré corriendo.

¿Por qué usé el baño de empleada, el de la Guille y no el mío? No lo sé. ¿Por qué nunca se lo conté a la Guille? No lo sé. ¿Por qué nunca se lo conté a nadie? No lo sé….

Por qué recuerdo todo eso ahora. No lo sé; pero ha pasado un mes de esa visita y ya vinieron nuevamente a verme. Me quedan tres años, me dijeron. Me anuncian que lo mío va ser un Parkinson fulminante. No se lo he contado todavía a la Pili. Le mentí cuando ella me lo preguntó porque la primera vez que vinieron a verme la verdad es que di sangre y me parece que firmé algunos papeles. O a lo mejor no firmé nada, ya no recuerdo bien, estaba nervioso, incluso asustado; pero doné sangre y no le conté toda la verdad a la Pili. Y tú, tú que estas leyendo, ¿le cuentas todo a tu pareja?……..Yo tampoco. No le conté a Pilar todo lo ocurrido como tampoco nunca le conté a nadie lo que hice con ese cerebro que despaché en el escusado del baño de la Guille. Cuando vino la camioneta naranja, donde parece que firmé y di o doné sangre, antes de partir me prometieron otra visita para compartir los resultados. Tenía confianza de que no me ocurrirá nada malo, porque como he contado antes, en estas notas, mi madre se casó justamente con “un roto” para eso, para mejorar el pool genético. Pero hasta en eso parece que se equivocó mi madre, aunque le concedo que no se equivocó por mucho porque ya tengo 63 años y me quedan tres; es decir he vivido bastante, a lo mejor lo suficiente.

Ella le tenía terror al cáncer, y ahora que me han dado fecha creo que la entiendo mejor, a veces es peor no tener fecha de vencimiento, porque con el cáncer, por ejemplo, este sale a jugar a las escondidas contigo. Algo parecido a lo que ocurre con ese juego, el Pac-Man, que fue tan popular hace unos años. El cáncer aparece y desaparece, asoma una mano para agarrarte una extremidad y pronto te la suelta, pero al segundo te tira nuevamente, te tira y afloja y entonces todos creen que estas imaginando cosas, enfermedades secretas, desenterrando cánceres, tumores escondidos, dolores, molestias, vértigos, alergias a la piel, lo que venga.

La verdad es que me dio bastante rabia conocer mi fecha de vencimiento. Pero me ayudó poder ver a mi vecino para compartir un poco. Él me cuenta que le sucedió lo mismo cuando se enteró. Pero estos gringos son bien prácticos, tienen grupos de ayuda para todo. En un principio me rebelé; pero al conversarlo en grupo me ayudó y cambié, lentamente, pero cambié. Ahora creo que he llegado a ser un ferviente partidario de las fechas de vencimiento. Incluso le he dado direcciones y datos al chofer de la camioneta naranja. Cada vez que se aparece por aquí lo saludo con la mano en alto y nos sonreímos juntos, se muere de la risa y eso me gusta mucho porque siento que ya somos parte de un tejido.

 

 

Lo extraño, y lo que me cuesta entender, es que se me pasó la fecha y justo ahora llegan unos tipos a golpear la puerta. Pero con las drogas que tomo para combatir el Parkinson a veces sufro de alucinaciones, y me cuesta distinguir entre la realidad y la ficción; es decir estoy –y eso me consuela- en un territorio que conozco, que se me hace familiar. Siento los golpes en la puerta de entrada y no me preocupa, no corro, no me escondo, y trato de calmar al Copo que ahora ladra como si le fueran a robar algo valioso. Lo raro es que no siento mucho miedo, no me duele nada, incluso me atrae la idea de dejarle este lugar a otro. Me da pena por la Pili, eso sí, pero la verdad es que somos bastante menos importantes de lo que uno cree. Le he dicho eso varias veces. Sé que pronto se va a recuperar, lo mismo el Copo; más que nada es el cambio forzado lo que duele. Además nuestras hijas ya están grandes.

Me acuerdo de mi padre cuando en mi último día de visita en Chile, cuando ya partía de regreso, me dijo que me iba a morir en los Estados Unidos, “te vas a morir allá, mijito”, aunque nunca mencionó una fecha de vencimiento; en esos años todavía nadie hablaba de eso, nadie hablaba así.

Siento deseos de probar jugo de naranjas, o de escuchar un tango. Y de manera un poco tonta (creo que ahora siento menos temor de parecer un viejo leso), antes de que entren a mi casa, miro hacia mis manos, me las toco, las giro frente a mis ojos, y me pregunto qué va a suceder con ellas; de mi cerebro no me inquieto (creo que nadie lo destruirá en un escusado), pero me intriga saber que va a ocurrir con estas manos cuando ya no esté. Me daría pena no poder terminar…..este…..este relato…..

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