Frente a un semáforo con luz roja

Voy a buscar al Copo donde una vez por semana lo dejamos todo el día para que juegue con otros perros, ahí es donde se hace de amigos y conversan. En mi bolsillo encuentro un papelito donde alcanzo a escribir algo rápido durante la espera de la luz verde del semáforo. Lo escribo apurado antes de olvidarlo, o antes de que me cambien la música, o me den la luz verde y me transporten hacia otro lugar y todo se acabe. En el sitio donde me encuentro ahora, detrás de una camioneta café que se demora en arrancar y que me da más tiempo, anoto: “escribo buscando sentir como lo hacía antes, cuando era joven”.

Lo que me sucede es que a veces entro en resonancia y me acuerdo de esos años; es algo que me ocurre cuando escucho música, o cuando algo me sucede con nuestras hijas, un algo que me transporta a cuando yo tenía la edad de ellas y actuaba de la misma manera frente a mis padres. Así es como me recuerdan mi infancia pero desde otro ángulo, desde el otro lado de la moneda, desde una trizadura en nuestra realidad cotidiana.

Me gusta atrapar esos momentos adentro de una notita breve, y detenido frente al semáforo. Pero compruebo que ahora, con los años, no siento como lo hacía antes, o a lo mejor es parecido pero de manera distinta, de una manera más atenuada, siento con menos intensidad, o con una luz más apagada y con filtros. Como me dijo por email un amigo hace pocas semanas, mis notas salen nostálgicas. Quizás la nostalgia brota de ahí, de ese recuerdo a como sentía en ese entonces y como una manera de recuperarme. Puede que esa atenuación se relacione con las neuronas que después de tanto trajín tienen todo el derecho a ponerse lentas. Por ahí leo que a medida que pasa el tiempo las neuronas pierden plasticidad y les disminuye esa capacidad para construir nuevas interacciones entre ellas. Creo que escribir puede servir para eso, como un intento fallido por recuperar esa plasticidad, esa condición que ya parece disminuida por el efecto del tiempo. Y una luz me ilumina brevemente y me empuja a escribir como un “viejo prematuro”, como me dice mi tío Lalo.

A lo mejor esa transformación hacia el “viejo verde”, que a veces escuchamos y vemos, no es más que otra manera de combatir el mismo fenómeno. Creo que tristemente eso fue lo que le sucedió a nuestro amigo Scott, quien repentinamente y casi llegando a los 60 años de edad, y después de una buena vida, nos sorprendió a todos redescubriendo el sexo cuando le propuso a su señora –nuestra amiga- que de ahora en adelante iban a cambiar las reglas del juego porque él deseaba tener una relación “abierta”. Así se lo dijo, “open”, “abierta”. Ella lo pensó, hizo el esfuerzo, pero no lo pudo aceptar. Le dio plazos, contó los números, uno-dos-tres, y a la tercera le dio un ultimátum que terminó con su matrimonio. Él ya estaba tan “abierto” que se había inscrito en una sociedad secreta donde hombres y mujeres se juntaban para tener aventuras, pero totalmente clandestinas porque nadie deseaba realmente romper su respectivos matrimonios.

Ella interpretó la actitud de su marido, como su terror a la vejez y la decrepitud, y que por eso le había nacido esa necesidad tan grande de comportarse como si recién hubiese descubierto el sexo, el placer veinteañero. A lo mejor mi primo Nicolás dirá que Scott simplemente combatía una mortalidad galopante, recién descubierta. Creo que pudo ser todo eso y mucho más; y que a lo mejor Scott, al igual que yo, descubrió que ya no sentía como antes, y entonces desesperadamente se largó hacia esa sopa de dopamina y placeres que le entregaba ese re-descubrimiento.

Creo que a mi me ocurrió algo parecido. La diferencia está en que lo combato de otra manera, o como dice mi tío Lalo, reconozco y abrazo mi vejez prematura, no la expulso de la casa.

Lo triste es que justo cuando nuestra amiga luchaba por reconstruir su vida después del divorcio, le vino un cáncer fulminante que la mandó hacia otro cuarto, y sin regalarle siquiera la posibilidad de despedirse de tantos amigos. Una vez fallecida, y en la ceremonia que le organizó la universidad para despedirla (donde ella había trabajado), el pobre Scott se paseó como una alma errante e invisible, rogando saludos, un reconocimiento. Yo probaba los bocadillos, el café que nos ofrecían para compartir todos juntos mientras la recordábamos, mientras celebrábamos lo que había sido su vida, pero se me atarantaba la comida en la boca; parecía que mordía arena mojada. Por ahí pasaba el Scott, todo colorado, envejecido, y con desesperación trataba todavía de verse joven adentro de un estupendo Porsche rojo, con sus dientes recién arreglados, y con su nuevo par de lentes de sol.

El auto de atrás me pitea. La camioneta café de adelante ya se esfumó.

De cosas así me acuerdo en los semáforos con luz roja.

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