Afuera, a través de las ventanas, se ve la nieve blanca, y el sol de un día de invierno en Northville, Michigan. Adentro, nuestro perro patagónico, el Copo, espera pacientemente a que lo saquen a pasear, a dar su vuelta por el vecindario. Es una tranquilidad que contrasta con lo que está ocurriendo en el seno de mi familia en Chile, donde todo se ve menos tranquilo.
La distancia y estos problemas, me empujan y ayudan también a ver y a examinar a mi padre, a mirarlo con otras lupas y espejos. ¿Fue realmente un buen médico? ¿O fue nuevamente otra farsa, producto del marketing y la política que muchas veces florece en los hospitales o cualquier otro lugar de trabajo? Recuerdo que siempre hubo mucho conflicto en ese ambiente médico donde él trabajó, mucho Superman dispuesto a imitar al jefe máximo, y a caminar con ese disfraz de Batman por los pasillos del Instituto de Neurocirugía donde habían tremendas rivalidades y mucho ego. Creo que ese ambiente le impidió crear escuela; si vislumbraba a un médico joven que se insinuaba como sobresaliente había que neutralizarlo a tiempo antes de que se transformara en competencia. El mundo claramente se dividía entre ganadores y perdedores. ¿Y donde estaba uno? ¿Donde se ubicaba uno? Esos rumbos y alternativas siempre me molestaron y las rechacé, creo que por eso me esforcé concientemente en tomar otro camino. Recuerdo que mi padre se asombraba cuando alguien consultaba sobre qué hacía uno, qué estudiaba su hijo. Y uno contestaba con un “soy químico, estudié química,” sin mencionar el doctorado en química o cosa parecida (y sin mencionar tampoco que el puntaje no me alcanzaba para estudiar medicina). Mi padre se asombraba, y creo se preguntaba con bastante curiosidad –por sus gestos, su mirada, una sonrisa escondida- cómo era que lo hacía uno para sobrevivir y ganarse la vida. Mi tía Oriana, por otro lado, era más divertida, porque además de preguntarme “¿y cuando vas a tener polola, Cristián?”, me interrogaba sobre el famoso doctorado, para agregar con más confianza y fuerza: ”¿pero cuando vas a ser un médico de verdad?” A lo mejor añorando un rocío de las glorias de mi padre, pero que yo no quería y tampoco buscaba.
En ese tiempo las esposas también ayudaban, sobre todo si eran buenas mozas como mi madre, una especie de “esposa-trofeo”. Pero ahí también tomé un rumbo diferente porque me casé con una mujer “de esfuerzo”, como lo indicó mi madre años atrás, y que ha trabajado toda su vida afuera y adentro de la casa, que usa sus manos sin vergüenza y también su intelecto; y claro, con esfuerzo. Y con ella hemos tenido dos hijas amantes también del trabajo, y querendonas de los animales y la naturaleza.
Me he tocado con antiguos pacientes de mi padre –incluso aquí en Washington- y siempre se han mostrado agradecidos. Nuevamente: ¿fue realmente un buen médico? Yo creo que sí. Y la otra pregunta difícil y más complicada: ¿fue realmente un buen padre? También creo que sí.
Recuerdo los viajes en auto, en un fin de semana cualquiera cuando nos dirigíamos hacia Algarrobo. Por la radio se escuchaba a Leonardo Favio junto al ruido de la carretera; eran otros tiempos. Al llegar a Melipilla ofrecían liebres a la orilla del camino, y en algún momento nos deteníamos en La Montina para comprar fiambres, y quizás probar un lomito o “un montino”. Los años parecían eternos e inmutables, y mi padre manejaba a paso seguro, como un chofer convincente y eterno. Casi al llegar, cruzando El Quisco y sentados en el asiento de atrás, todos gritábamos al superar una piedra que estaba a la entrada del balneario, al principio de un glorioso túnel de eucaliptos. Hace algunos años se robaron esa piedra y poco tiempo después, muchos se esmeraron en destruir una isla que protegía unos maravillosos pingüinos. Por eso ya no me interesa visitar Algarrobo; solo me queda la memoria, el aroma salado de una playa y muchos recuerdos. Mirando a la distancia, noto que una de las cualidades importantes de mi padre fue esa seguridad que siempre nos supo regalar a destajo; no nos defraudó, no desertó. Cuando sucedía algo malo en nuestro entorno, sabíamos que podíamos contar con él, era la roca firmemente adosada a la orilla de la playa a donde siempre podíamos arrimarnos para buscar ayuda. Como médico, conoció a mucha gente, hombres y mujeres que fueron sus pacientes y que muchas veces ocuparon posiciones claves en distintas oficinas públicas y de administración. Por eso, si uno necesitaba un papel firmado, un trámite, un timbre, él lo sabía encauzar de manera rápida y eficaz. Cuando llegaba de regreso a casa, después de uno de esas diligencias, siempre me preguntaba: “¿y cómo te atendieron, cristiancito? ¿cómo te recibieron?” Y uno, un tanto avergonzado, le contaba la firme, que todo había salido bien, muy bien papá, no joda. Claro que cuando contestaba, no le mencionaba ese final, ese no joda, pero se lo daba a entender de múltiples maneras con la mirada, los gestos, los silencios. Lo veía ahí sentado, e imaginaba que en algún momento él lo había pasado mal. Nunca se lo pregunté, pero me parecía intuir un momento difícil, donde fue tremendamente rechazado por algo, por alguien, y donde lo habían recibido bien mal. Vivía para su trabajo, y cuando llegaba a la casa al final del día, la comida tenía que estar lista porque devoraba como si pronto tuviera que partir apurado a la guerra. Los fines de semana a veces nos armaba panoramas, como fue ir a andar a caballo con un teniente Carmona.
Con mi madre tengo menos recuerdos de ese tipo. Y sus historias eran estrambóticas y más descabelladas. En unos de mis tantos viajes de visita a Chile, por ejemplo, mi madre en una oportunidad me recibió alarmada. Había tenido una pesadilla como muchos de los malos sueños y conjeturas que a veces la asaltaban. Que yo llegaba de visita a Santiago, me dijo angustiada, que caminaba por sus calles, me cruzaba con familiares, pero no los saludaba, y claramente la evitaba a ella, mi madre. Qué tremendo, cristiancito, me dijo. Y nos pareció tan ridícula esa pesadilla, tan disparatada, que ella misma no siguió explicando nada y yo preferí no preguntarle más detalles. ¿Por qué la rechazaba?
Lo complicado es que trato de recordar esa pesadilla, cuando creo que eso es justamente lo que nos ocurre ahora, pero no encuentro los detalles, los datos, las cifras, los olores. Salgo a caminar y no resulta, no logro penetrar hacia esos días, no encuentro el código…..
¿Donde está esa roca a la orilla de la playa? ¿Quién me la movió?
¿Que habría pensado el papá de todo esto?
¿Que ya no queda casi nada?
Muy Cristian.
Alguno del colegio y el bulling ?
Un abrazo
Germán