Amigos y amigas que todavía me acompañan

Afuera, en Plymouth, Michigan cae nieve. Estamos sin luz después de una tempestad de hielo y frio que derribó árboles y nos dejó sin energía. Es un buen momento para recordar, para hacer memoria y pensar en los amigos que han partido. He llegado a una edad donde percibo con mucha claridad que en el reloj de arena de mi vida, se acumula poco en la burbuja superior.

Dina y Anette

Recuerdo a nuestra amiga Dina. La atacó un cáncer a las mamas que ella no quiso o no pudo enfrentar bien. Pilar le aconsejó un buen médico, recomendado por John, otro médico amigo nuestro. Concertó una entrevista donde quedó muy entusiasmada porque el médico se mostró optimista y le aseguró que todavía tenía posibilidades de salir adelante. Pero pasaron las semanas y ese encuentro se enfrió como el invierno de aquí en Michigan. Poco tiempo después nos enteramos que había decidido continuar con su antiguo médico tratante, con el mundo conocido que se acomodaba mejor a sus gustos. Un tratamiento más agresivo la asustaba, le molestaban las píldoras grandes, no las puedo tragar, nos decía. Eso fue lo que nos contó cuando cambió de opinión y decidió no contactar al otro médico. Ella deseaba una quimioterapia suave, y que sí, sabía que se iba a morir, pero ya lo había decidido. Nos seguimos viendo mientras sus ojeras y la falta de energías le quitaban vida y tiempo. Otros amigos se asustaron y decidieron no verla nunca más. Cuando comíamos juntos, ella apenas probaba de su plato, movía, escarbaba como un pollo, pero sin probar. Rod, su marido, la atendía y la aconsejaba. La ayudaba también en el listado que organizaba repartiendo sus pertenencias, sus cuadros, plantas y hasta sus joyas entre sus conocidos y amigos. Le ponía mucho interés y tiempo a ese listado, nos contaría después Rod. La última vez que la vimos de buen ánimo, fuimos a caminar al parque ubicado cerca de su casa, pero regresamos a los pocos minutos porque sintió dolores. Se preocupó porque recordó a otra amiga, Anette, fallecida hacía poco tiempo de otro cáncer que no pudo combatir. Lo de Anette había sido fulminante y rápido. La habíamos invitada a comer ese día, cuando a última hora mandó un mensaje texto diciendo que se moría, que tenía cáncer  y que sí, la podíamos ir a ver al hospicio, pero que ya no tenía arreglo. Tiempo antes su marido la había abandonado porque la encontraba aburrida, “eres aburrida”, le decía. Ella era miembro de la Escuela de Teatro en la Universidad de Michigan, donde enseñaba voz. Ella no quería el divorcio. Él tampoco, pero solo si ella aceptaba un matrimonio abierto. Según Anette los años y la mortalidad le estaban dando duro, por eso se portaba así. Su marido combatía esa mortalidad recién descubierta, según Anette, redescubriendo eso que ya se le apagaba. Él intentó una carrera política, pero tampoco prosperó; en la internet descubrieron un listado donde se intercambiaban parejas en secreto, anónimamente. Él figuraba en esa lista. El descubrimiento de ese grupo le arruinó su incipiente carrera en el servicio público. Vive ahora en México junto a su pareja, una bailarina de danzas exóticas que le hace la vida entretenida.

Tratamos de ir a ver a Anette para conversar por última vez con ella, pero no lo lograríamos. Estaba en un cuarto sola y dormía por el fuerte efecto de los calmantes. No pudimos despedirnos, no alcanzamos.

Todavía veo a Dina caminando sobre la punta de la loma cuando los dolores le recordaron los últimos días de Annette, los dolores ya eran fuertes. De Dina nos alcanzaríamos a despedir durante cinco semanas que se apagaron rápido. Uno no sabe qué hacer cuando ocurre algo así; la muerte al final se cuela, pero no de esa manera tan directa, no con una bofetada tan impertinente.

En una de nuestros últimos encuentros, Dina nos pidió que la trajéramos a ver como estaba quedando nuestra casa nueva, la que nos estábamos construyendo. Ya débil caminó esquivando palos, plantas, troncos secos, mientras la seguíamos preocupados de que no se fuera a tropezar. Miró el paisaje y mientras se afirmaba apoyándose en un árbol muerto nos dijo que aquí tendríamos lindas reuniones con nuestro grupo de amigos. Pronto entramos a la casa que apenas tenía algunos muros levantados, pero que ella parecía pintarlos con su mirada, amoblarlo, imaginándonos sentados a la mesa para compartir y probar un plato de ravioles cocinado por alguno de nosotros. Ese día llegó con un par de aros que le regaló a Pilar. Nuestra casa todavía estaba en construcción, pero ella se la imaginó terminada, lista, y parecía olfatear las comidas y rejuntas que iríamos a celebrar. Todavía la veo caminar por el jardín cuando tocó esos hierros mohosos que nos regaló para colgar un macetero. Durante esas cinco semanas, cada vez que nos veíamos fue una oportunidad para despedirnos. Pasaron los días y comía menos, conversaba menos mientras le crecían las ojeras y ese color amarillento que le iba cubriendo todo el rostro.

En una ocasión se compró un mercedes descapotable y invitó a Pilar a dar una vuelta por Hines Park. Era verano, había sol, y esa sería la última vez que la veríamos manejando su flamante carro nuevo. Prono dejaría de salir mientras la debilidad se apoderaba de su cuerpo. Rod la veía y la cuidaba, pero aceptó su decisión de no tratarse por otro médico. Recuerdo su casa, la que recién se habían comprado y remodelado escogiendo los colores, los muebles, los cuadros, y de los cuales también se estaba despidiendo. Un fin de semana fuimos a plantar en unos maceteros de greda hondos, pesados, unas plantas que recién había comprado. Ya apenas caminaba y Rod todavía se movía bien pero cada vez con mayor dificultad por el Parkinson que lo aquejaba. Moviendo un macetero se tropezó, pero logró recobrar el equilibrio. Dina, lo observaba, y no pudo dejar de exclamar que será de Rod cuando yo no esté. La escuchamos y no dijimos nada, continuamos con la tarea de las plantas, donde la tierra me pareció más dura, más gredosa, no se dejaba mover, amoldar a las nuevas cavidades del jardín.

A las pocas semanas de su muerte nos enteramos que Rod había regalado el convertible que Dina apenas disfrutó, a una amiga que se esforzaba por acompañar y entretenerlo. Con los meses su Parkinson avanzó y su hija, apurada, se lo llevó a Florida, lejos de esa amiga que se esforzaba por empujar su físico y su personalidad frente a Rod que la miraba deslumbrado.

Ken

Ken falleció de manera repentina y casi no se pudo despedir, fue demasiado sorpresivo y ya estaba cercano a los noventa. Con él se fue el último vínculo que todavía mantenía con mi padre en USA. Su señora, Lilly, había sido su paciente en Chile en los años 60. En Chile trabajó en la embajada de su país. Su trabajo consistió en evitar que subiera el precio del cobre que encarecería la guerra de Vietnam. Sobrevivió a un tremendo accidente de autos y por ahí siempre quedó el vínculo, un hilo que nunca se cortó. Cuando me vine a estudiar a este país, fueron ellos los que me abrieron las puertas de su casa en Washington, una casa de cuentos ubicada en 4513 Dalton Rd, en Chevy Chase. En varias ocasiones mi trabajo me llevó a Washington DC, donde siempre había una comida en la casa de ellos, o una salida por los alrededores, a un Museo en Georgetown donde podíamos compartir y conversar. Durante la última navidad no nos llegaron noticias de ellos , Ken y Lilly se habían quedado mudos. Logré contactar a su hija por e-mail, quien me informó del cambio. Se habían trasladado a Chicago, donde vivía ella:

Lo siento por la respuesta tardía. Las cosas no están tan bien aquí. Mi papá se sigue cayendo. Estuvo en el hospital durante 8 días y en rehabilitación durante 2.5 semanas. Ahora viven cerca de mí en Chicago y se han convertido en un trabajo de tiempo completo para mí. La memoria de mi padre también está afectada, está disminuyendo.

En el lado positivo, ahora soy abuela de un niño de 8 meses llamado Logan, lo cual es muy divertido.

¿Cómo estás tú y la familia?

A los pocos días, el 23 de enero, me volvería a contactar:

Quería hacerte saber que mi padre falleció. Obviamente ha sido muy difícil y mi madre está devastada.

Afortunadamente, ella vive cerca de mí ahora, así que la mantengo bien ocupada.

Mis mejores deseos

Sé que cuando vaya a Washington, caminaré frente a su casa donde a lo mejor golpearé la misma puerta para saludar, para convencerme de que ya no están, partieron. Le pedí a su hija el número de teléfono de su madre para conversar con ella. La llamé. Recordó a Ken tan lleno de vida y entusiasmo. Cuando fuera a Chicago la pasaríamos a ver, le dije. De todas maneras, me contestó, de todas maneras, Cristian.

Peter

Luego fue mi amigo Peter, quien partió de prisa, sin anuncio, de mañana, cuando todos van a sus trabajos. Los médicos no pudieron hacer mucho. Pocas semanas antes me había mandado un e-mail donde entusiasmado me hablaba de sus planes en el Departamento de Energía. Tenían que asignar el dinero aprobado por la presente administración para desarrollar el auto eléctrico y sus baterías. Pese a que ya le habían caído encima muchos años, hablaba siempre del futuro, las posibilidades que él siempre lograba descubrir y era ahí que regresaba, que volvía a su laboratorio de esos años, cuando éramos estudiantes de electroquímica en Case Western Reserve, donde las ecuaciones y los números mostraban sus posibilidades, los sueños que estaban al alcance de una mano; solo faltaba una conversación adicional, un encuentro más, otra cerveza compartida en el mesón de la cocina y ahí está:

Si estás aburrido en tu retiro, tu gobierno puede usar tu ayuda.

Sé que en el pasado reciente gentilmente has declinado revisar propuestas presentadas al Departamento de Energía, pero necesito contactarte para que conozcas lo que está sucediendo ahora. 

La ley de infraestructura aprobada recientemente en el congreso es un poco vaga en cuanto a que constituye una batería, componentes de una batería, materiales, etc., pero están perfectamente claros los fondos disponibles: tres mil millones de dólares para los componentes de las baterías y tres mil millones dedicados para el desarrollo de materia prima y componentes en un periodo de cinco años. Eso hace que las metas para este año sean de mil millones de dólares como mínimo. Nos han indicado que debemos aprobar al menos 20 proyectos lo más pronto posible.

Las cientos de mega industrias anunciadas durante los últimos años podrían haber calificado para estos fondos.  Nosotros esperamos  que los grandes, grandes proyectos en esta oportunidad califican para estos fondos. Si las multinacionales pueden manejar las reglas que establece el gobierno de los Estados Unidos como 1er inversor, deberían poder construir sus fábricas planificadas a 50 centavos por dólar.   Se adjunta el documento FOA.  Esto es tan grande y una parte tan grande de la agenda de Biden, que el DOE (Departamento de Energía) se ha reorganizado. Hay un nuevo Secretario de Infraestructura y dentro de la oficina se está levantando una nueva oficina equivalente a EERE en rango: la Oficina de Manufactura y Cadenas de Suministro de Energía (MESC). Alrededor de la mitad del equipo de baterías de EERE está haciendo la transición a esa oficina, yo no. Me quedo en el lado de R&D.

Es posible que NREL ya te haya contactado como posible revisor, no estoy involucrado en eso. Espero que puedas ayudar, pero entiendo si no puedes. Házmelo saber de cualquier manera.

También hay otra oportunidad, venir a trabajar para el DOE a tiempo completo (tal vez a tiempo parcial) en detalle: un contrato a corto plazo. Podrías trabajar de forma remota, pero habría 1 o 2 viajes mensuales para la revisión del programa. Y podría ser para mi organización, EERE (R&D) o para MESC (infraestructura).

Llámame alguna vez para conversar. Deberíamos ponernos al día pase lo que pase con el frenesí de las baterías de litio. 

Hablamos, y ahora que releo su e-mail me salta la nostalgia y una especie de fatalidad dolorosa, irreversible. Recuerdo que hablamos,  y lo escuché entre sorprendido y admirado. Cómo era posible que mi amigo, entrando en el último tercio de su vida respirara tan hondo ese aire del mañana y sus posibilidades. Lo escuché sorprendido y también agradecido de que pensara en mí, pero no Peter, recuerdo que le dije, yo no tengo el entusiasmo de esos años, ya no me interesa sentirme o ser indispensable, ya no deseo viajar hacia China, Finlandia o Alemania. Necesito chantarme, quiero leer, escribir, recordar, aprovechar la vida que me va quedando. Por un momentos lo escuché y dejé que me hablara -era mucho su entusiasmo- pero en otro lo interrumpí para decirle, Peter, detente, no aceleres, acaso no sabes que te vas a morir. Largó una fuerte carcajada que remató para hablar de libros. Al reír me confidenció  que yo estaba leyendo demasiado a García Márquez, por eso pensaba así. Es cierto, le dije, ¿pero acaso no lo sabes, no sabes que te vas a morir? Me colgó el teléfono mientras todavía se reía, mientras todavía trataba de entender tanto pesimismo. Colgué el teléfono, pero ya no me reía. Esa noche le conté a Pilar que Peter se podía morir, que estaba trabajando mucho, demasiado, y que con ese sobrepeso que tenía, a lo mejor sería de un ataque al corazón, y en el estacionamiento de un aeropuerto, quizás en Washington, le dije.

A los pocos días fue Rada quien nos llamaría angustiada. Murió Peter me gritó entre llantos, sustos y silencios. Murió Peter. No, no fue un ataque al corazón, me dijo, fue un paro cardíaco, que es distinto, un paro cardíaco, me entiendes. Ocurrió hoy por la mañana, en casa. Por suerte estábamos Ana y yo juntas, me entiendes. Pero tengo que cortar para llamar a otra gente, a otros conocidos. Ahora tengo que ser fuerte, me entiendes.

Lo enterraron a los pocos días. Fue todo tan rápido que no pude ir a su despedida, pero Peter siempre me acompaña.

José

En ese mismo Washington recuerdo siempre a José, otro gran amigo que me recibió con los brazos abiertos y mucha generosidad. Vivía en un edificio grande, rodeado de árboles y mucho verde que lo hacía ver muy ordenado, pero también muy solo, distante.

Su muerte fue también única y dolorosa. El Parkinson lo fue inmovilizando poco a poco hasta dejarlo tieso. Partió cuando muchos pedían que partiera, era demasiado el sufrimiento.  José era un ser muy lleno de vida. Recuerdo que antes de partir en un viaje  de trabajo, me regaló «Crónica de una Muerte Anunciada», de García Márquez. Tenía como diez volúmenes comprados en una vereda de Colombia, de la editorial Oveja Negra. Era mi cumpleaños y me regaló el libro. Es una fecha importante, me dijo, mientras me lo pasó con esa generosidad sin fronteras, con esa felicidad que le inundaba al ayudar. Junto con el libro me entregó un listado enorme de oficinas y gente que iba a ver, y que lo podía llamar a través de cualquiera de ellos si necesitaba ayuda. Antes de partir me presentó a su amigo con el que jugamos ajedrez, en ese tiempo era el redactor de los discursos de Walter Mondale. Recordé esa fecha cuando en una visita a su departamento de Santiago, años después, me preguntó por el día en que nos habíamos conocido en Washington. Después de unos minutos apareció con una libreta, un especie de diario, donde lo había anotado todo. Imagino que llevaba esa bitácora de vida en caso de sufrir un atentado. En esos años, era un importante abogado que defendía los derechos humanos por el mundo, cuando ese concepto recién se empezaba a aglutinar en organizaciones internacionales. Su libreta podría haber llegado a ser de gran utilidad para investigar, encontrar nombres, pistas, que podían arrojar luces después de un atentado en contra suyo.

Ignacio

Pronto le llegó el turno a mi gran amigo Ignacio, que de manera muy valiente un día me contó por email lo que le estaba sucediendo:

Hoy me han diagnosticado un cáncer al pulmón. O sea, me han dado una noticia literariamente positiva. Te escribiré con calma, cuando haya superado estos momentos de desánimo.

Tú me conoces. Ya he muerto muchas veces en vida y en sueños. Nada de esto es nuevo, estoy en paz y sin ganas de pelearme.

Pero solo pienso en lo que me queda por escribir. Esta tarde me recibe el oncólogo. Al parecer la quimio va a ser inmediata. Como creo en la muerte, también creo en los médicos sin los que nunca la alcanzaríamos de forma, digamos, ordenada.

Ignacio se retiró a patadas contra el cáncer. Luchó duro, encaminándose hacia ese lugar que él había mencionado tantas veces, un lugar donde escribía asumiendo que ya estaban todos muertos, incluido el que escribe. Por eso me contaba que ya se había muerto muchas veces, no era nada nuevo. Estaba preparado.

Noto que mis amigos vivos arrancan del tema, empujan el tema de la muerte hacia un costado, como si al hacerlo le pegaran una patada en el trasero a ese final que se aproxima. Cada uno combate la muerte como puede, decía Ignacio.

Siempre recuerdo a los que ya no están, todavía veo a Peter entrando por la noche al laboratorio para obtener nuevos resultados experimentales. Al recordarlo, y sobre todo al escribirlo, siento que por un rato deja de morir, deja de partir mi amigo, deja de perderse como una polilla en medio de una tempestad sin fin. Veo a Ken en Washington, en su casa de Dalton Rd, y a José ofreciéndome café caliente junto a una servilleta blanca, grande, semejante a una bandera. Y a Ignacio y sus saludos por e-mail, sus comentarios y sus textos que me mandó hasta pocas horas antes de morir. Son amigos que siempre me acompañarán.

Me voy quedando solo, más aislado, bajando hacia un lugar que por darle un nombre, he llamado último tercio. Ya no deseo que me consulten nada, no deseo viajar, o predicar las bondades de las baterías de litio o del auto eléctrico. Las leyes del último tercio son distintas, me va quedando poco espacio. Todavía puedo correr, y corro, pero miró hacia los lados, y sin las metas de antes, sin las obligaciones de antes y ese verme forzado a mirar nada más que hacia adelante. Disfruto los costados, el pasado y la memoria.

Los amigos se despiden, parten, se van, pero siempre los recuerdo, siempre me ayudan. A lo mejor es un gesto inútil, pero al escribir los veo caminar de nuevo, veo entrar a Peter a su laboratorio, cuando éramos estudiantes, veo a José apreciando una partida de ajedrez, siento a Ignacio escribiendo con sus estilográficas su diario íntimo. Veo a Dina caminar por nuestra casa terminada. Siempre ahí, presentes, porfiadamente actuales….hasta que uno deja de escribir y todo se apaga.

Afuera sale el sol en un día de invierno. Es otro día con otros afanes como si nada hubiese cambiado, como si nadie hubiese fallecido. Le llega el turno a otro, con otras esperanzas, y otras intentonas de una mejor vida.

3 comentarios en “Amigos y amigas que todavía me acompañan”

  1. Tu relato está lleno de humanidad y cariño.
    La muerte es un misterio insondable pero si las cosas son cómo parecen, la muerte es volver al estado en que estábamos antes de nacer.
    Los que más sufren son los que quedamos y tus páginas lo reflejan muy bien.

  2. Gracias! Te imaginé leyéndolo desde El Totoral, rodeado de tus cuadros, en ese refugio que tienes en la costa central de Chile. Que rico que notaras sentimientos en el texto, y que no te aburriera; eso lo encuentro bien importante

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